En el corazón de la provincia de Buenos Aires, en un páramo tapizado de pasturas, se erige una iglesia de 22 metros de altura y diseño alemán, con vitrales traídos de Italia, bancos de roble esloveno y mármol de Carrara. Es una verdadera joya arquitectónica que causa impacto por su majestuosidad y porque está sola en medio de tanta tierra fértil, donde ni siquiera llega el asfalto.
Es demasiado grande para ser “la iglesia del pueblo”. López Lecube apenas tiene siete casas ocupadas, más otras tantas deshabitadas, sobre un breve trazado de calles de tierra, junto a un colegio y una salita de primeros auxilios. Todos sus habitantes (22 “lopezlecubenses”) reunidos en misa, apenas llenarían los primeros cuatro bancos de Nuestra Señora del Carmen. Entonces, ¿cómo se explica semejante obra?
Aquí comienza una historia sobrenatural, que refleja parte de la fundación del país y es testimonio de fe.
El malón, una vizcachera y la promesa
En 1880, tras haber participado en la primera etapa de la Conquista del Desierto, Ramón López Lecube, de entonces 28 años, fue recompensado por el gobierno de Julio Argentino Roca con una enorme extensión de tierra en la “frontera sur” de la provincia de Buenos Aires. Le dieron 50.000 hectáreas de pradera virgen a 100 kilómetros de Bahía Blanca.
Allí, López Lecube construyó la primera estancia de la zona: San Rafael. Quería convertirse en uno de los más grandes productores de ganado del país. Y en poco tiempo, junto con su mayordomo Eduardo Graham, logró ganarse renombre entre los terratenientes.
Andrea Ferreyra, que además de ser la enfermera del pueblo es una de las restauradoras de la iglesia, cuenta su historia: “Fue uno de los más antiguos miembros de la Sociedad Rural y uno de los pioneros en la crianza de caballos Cuarto de Milla, además tenía ovejas y vacas”, detalla.
Fueron años de abundancia para Don Ramón López Lecube, que se instaló en Bahía Blanca y visitaba frecuentemente San Rafael. Fue en una de esas recorridas que su vida tomó un giro inesperado.
En 1887, en una tarde oscura, el estanciero y su fiel mayordomo recorrían la estancia cuando descubrieron, a lo lejos, una nube de tierra que se acercaba hacia ellos a una velocidad inusual. “Segundos más tarde, cuando la nube estaba más cerca, se dieron cuenta de que era un malón que iba a atacar San Rafael”, repasa Andrea.
Lejos del casco de la estancia, López Lecube y Graham eran un blanco fácil para la horda de furiosos indígenas. En la llanura pampeana no hay dónde refugiarse. Entonces el mayordomo descubrió un hoyo en la tierra, una vizcachera, el único escondite posible. Pero había lugar para uno solo… Y López Lecube se metió en el agujero sin dudarlo”, cuenta Andrea.
El estanciero se encomendó a la Virgen del Carmen, de la que era devoto. Y le prometió que si salía vivo de la vizcachera le construiría una iglesia monumental. Nadie sabe con precisión qué pasó en aquel momento, pero Andrea imagina a López Lecube aterrado. “Habrá cerrado los ojos por horas. Yo pienso que se quedó toda la noche en la vizcachera, y cuando salió del agujero, se encontró solo. No había rastros del mayordomo ni de sus caballos”, describe.
El malón arrasó con todo. El casco de San Rafael quedó destruido. López Lecube caminó kilómetros hasta encontrar ayuda, así logró llegar a Bahía Blanca. Desde allí reconstruyó su estancia y comenzó a trabajar para cumplir con su promesa. Construiría una iglesia jamás vista en esas tierras sobre la vizcachera que le dio refugio.
“Siempre es un día maravilloso”
A fines del siglo XIX, Ramón López Lecube contactó a Peter Jürgensen, un célebre arquitecto de iglesias alemán, y le encargó un diseño digno de la Virgen del Carmen, su salvadora. Tendría cinco altares de mármol de Carrara tallados, 24 bancos y dos confesionarios de roble. En los vitraux, entre santos, quedarían representada su familia y el heroico mayordomo que sacrificó su vida por él.
Mandó traer gran parte de los materiales desde Europa: mármol, vidrio, loza, hierro… y también las campanas. En una de ellas, hizo grabar un mensaje personal: “Confortado en la fe cristiana, llegué a estos campos el 8 de noviembre de 1880, en los que labré mi felicidad”.
La construcción, de alta complejidad, se extendió por más de una década. Continúa Andrea: “En un principio, los materiales eran transportados en carreta desde el Puerto de Ingeniero White, en Bahía Blanca. Imaginate que eran 100 kilómetros hasta la vizcachera, en una época sin caminos trazados y con asedio constante de los indios”, detalla Andrea.
En 1905 llegó el tren a la región. Ramón López Lecube donó las tierras para el tendido de las vías y la construcción de algunas estaciones. A la parada más cercana a la vizcachera, a la monumental iglesia, la bautizaron con su apellido. En los años siguientes, a su alrededor, crecería el pueblo “López Lecube”. A la estación siguiente, a 20 kilómetros, le puso el nombre de su única hija mujer, “Estela”.
El ferrocarril aceleró el transporte de cabezas de ganado y también el de materiales de construcción. “Con el tren, López Lecube trajo más trabajadores a la obra y le imprimió un ritmo importante. Por eso lograron terminarla unos años después”, añade Andrea.
En 1913, hace 110 años, López Lecube convocó a diferentes miembros de la alta clase rural bahiense para presenciar la inauguración de su majestuosa obra. El 31 de agosto, todos llegaron en un tren de pasajeros y festejaron desde el alba hasta el ocaso. “Hay algo que me llama mucho la atención: el día que se celebra a Nuestra Señora del Carmen en López Lecube, siempre es un día maravilloso. El día anterior puede llover o incluso nevar, las heladas son terribles en esas fechas, pero aquel día, el sol está radiante”, asegura Andrea.
Los ferrocarrileros ya habían construido algunas casas al lado de la vía. Junto a la estación, desde donde se descubría la silueta de la monumental iglesia, comenzaba a nacer el pueblo López Lecube.
“Las mujeres del pueblo trabajamos para preservar la iglesia”
Andrea cuenta que, como Ramón López Lecube, ella trabaja en la iglesia por una promesa que le hizo a la Virgen del Carmen. “Yo tuve muchos problemas con mis embarazos. Me costó mucho, estuve 10 años intentándolo y después pude. Además, ella me ayudó a convertirme en enfermera. -cuenta- Para obtener mi título, viajaba a Bahía Blanca a rendir y cada vez que algo me salía bien, yo venía caminando desde mi pueblo, Felipe Solá, hasta la iglesia para agradecerle a la Virgen. Eran 15 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta que hacía con mucha felicidad”. Así conoció a María Elena Lupia y juntas lograron reabrir la iglesia después de años de abandono.
Tras aquella fiesta inaugural de 1913, Nuestra Señora del Carmen pasó por distintas etapas. En su época de esplendor, junto a la nave principal de la iglesia se construyó un colegio que luego fue abandonado. Después también cerró la iglesia. En los años 80, la modelo y filántropa Natasha “Natty” Petrosino, que creció en el pueblo, a quien el Papa Francisco llamó “la Madre Teresa argentina”, convirtió una de las galerías de la iglesia en un hogar para chicos discapacitados. Pero su iniciativa solo duró tres años. “Siempre se usaba un tiempo y después se abandonaba. Pero, casualmente, las mujeres del pueblo fuimos las que más trabajamos para preservarla”, asegura Andrea.
-¿A qué se refiere con eso?
-Bueno, en su momento, cuando la galería cerrada de la iglesia era colegio, la profesora Elsa Bacigalupo ayudó a mantenerla. Y su hermana conformó parte de la Asociación de Mujeres de López Lecube. Ellas ayudaron a mantener limpio y ordenado el lugar, se encargaban de cuidar que nadie robara nada. Cuando llegó Natty, años después, el techo estaba casi caído. Ella trajo gente carenciada de Bahía Blanca y les ofreció comida y cobijo si ayudaban a repararlo. Hace unos años, también, la esposa de un estanciero de la zona se involucró y organizó a la Asociación de Amigos de la Iglesia, así logró restaurar la puerta principal, que se había caído. Ahora estamos nosotras dos. Sacamos a las palomas, limpiamos los pisos, lijamos los bancos y pulimos el mármol. Desde hace unos años, los Franciscanos le dieron en comodato la iglesia a la municipalidad de Puán y se convirtió en un sitio turístico. Ahora es patrimonio cultural de la Provincia.
-Ahora la iglesia se convirtió un gran polo de atracción. ¿Cuándo empezó a llegar tanta gente?
-Cuando nos empezaron a hacer notas en los diarios de la zona, llegó el turismo. La gente viene a pedirle favores a la Virgen. Incluso, hace unos años, nos pasó algo insólito: se presentaron en la iglesia dos personas que dijeron ser descendientes de Eduardo Graham.
-¿El mayordomo de López Lecube que desapareció?
-El mismo. Nosotros pensamos que Graham había desaparecido. Pero, al parecer, el malón no se lo llevó. Las dos personas que vinieron se llamaban se llamaban Eduardo Graham, eran quinta y sexta generación descendiente del mayordomo. Yo los recibí con cara de horror, pero el padre me atajó: “Pará, no te asustes, ahora te cuento la historia”.
Entre los Graham se cuenta que el mayordomo, después de trabajar con Ramón López Lecube, se instaló en un campo muy cerca de la ciudad de Bahía Blanca. Nunca más se cruzó con el terrateniente. “Se sorprendieron con el vitró de su pariente. El señor estaba muy emocionado con la historia. Se subió a la tarima del coro y cantó el Ave María… No te puedo explicar lo que fue eso”, cuenta Andrea.
Hoy, tanto Andrea, como María Elena coordinan todos los eventos y las gestiones para la iglesia: “Tenemos buena relación con el cura de un pueblo cercano. Tratamos de que venga todos los domingos -asegura-. El último día de agosto se celebra el día de Nuestra Señora del Carmen acá en López Lecube. Tenemos una imagen de la virgen que viaja a Felipe Solá, yo la llevo unos días antes. Allá decoran una carreta donde ponen la imagen. Y ese día, a partir de las 8 de la mañana, salimos para López Lecube acompañados de cientos de jinetes”.
Por Matías Avramow
Fuente: La Nacion