Por primera vez un libro infantil cuenta la historia de Martha Argerich, “la pianista más extraordinaria de todos los tiempos”.
A los tres años, edad en la que la algunos niños y niñas recién empiezan a dar pequeños pasos en el universo de la lectura y la escritura, Martha Argerich ya tocaba el piano. Nacida en Buenos Aires, Argentina, en 1941, Argerich pasó rápidamente, gracias a la severa disciplina impartida por su madre y el apoyo del entonces presidente Juan Domingo Perón, de ser una “niña prodigio” a dedicar su vida exclusivamente al piano. Su padre, una figura menos estricta, admitió que esa transición, casi sin escalas, le arrebató su alegría infantil y la convirtió en una persona “triste y preocupada”.
Con 81 años y una carrera intachable que la llevó a tocar en los escenarios más prestigiosos del planeta, Argerich no solo es la pianista argentina por excelencia, sino además una de las más reconocidas a nivel mundial. Sobre su vida y su contribución al mundo de la música se han producido varios documentales, como La calle de los pianistas, de Mariano Nante, así como algunos libros, entre los que se destacan En la edad de las promesas, de Cecilia Scalisi, y Extremas, una compilación de perfiles que editó Leila Guerriero.
Pero una vida -y, en consecuencia, una obra- tan larga y rica como la de Argerich es inabarcable, por lo que siempre hay, si no algo nuevo para contar, al menos una nueva forma de hacerlo. Este es el caso de Sol mayor: la vida de Martha Argerich, editado por Diente de león. Este libro, con texto de Adriana Riva e ilustraciones de Josefina Schargorodsky, apunta a un público distinto al del resto de los libros sobre la prodigio argentina. Por primera vez, la historia de “la pianista más extraordinaria de todos los tiempos”, como la describen desde la editorial, es contada para los más chicos.
Además del texto de Adriana Riva, «Sol mayor» cuenta con ilustraciones de Josefina Schargorodsky.
Pero la de Argerich no es la única biografía que Diente de león editó para acercarle al público juvenil la vida de una de las mujeres más importantes de Argentina. También las historias de la escritora y compositora María Elena Walsh y la pionera de la cocina televisiva Doña Petrona fueron contadas e ilustradas para que niños y niñas puedan conocer el rol fundamental que estas mujeres tuvieron en el arte y la cultura popular argentina.
Sol mayor cuenta con prólogo de Annie Dutoit-Argerich, la hija que la pianista tuvo con el violinista y director de orquesta Charles Dutoit. Además, Argerich tiene otras dos hijas: Lyda, que tuvo con Chen Liang Sheng, director de orquesta chino-suizo, y Stephanie, con el también director de orquesta estadounidense Stephen Kovacevich.
Gracias a Diente de león, niños y niñas podrán conocer la historia de una de las figuras musicales más importantes de su país. Después de todo, no es casualidad que Argentina y Argerich compartan una misma raíz.
Portada de «Sol mayor», editado por Diente de león.
“Sol mayor: la vida de Martha Argerich” (fragmento)
Prólogo:
Cuando era chica, no entendía por qué todo el mundo admiraba a mi mamá. Me decían: “Es extraordinaria”, “¿Cómo es ser hija de un artista tan grande?”, “Debés estar orgullosa de tu mamá”. Yo no entendía por qué me hacían esas preguntas. Por supuesto, sabía que ella era pianista y que era famosa en el mundo de la música clásica, pero no sabía qué significaba eso, porque, para mí, mi mamá era simplemente mi mamá, a quien amaba.
¿Cómo hablar de ella con todo lo que me significa y en tan pocas palabras? Decidí, en este pequeño texto, centrarme en un detalle que para mí dice mucho sobre ella: su pelo.
Cuando mamá era chica, sus padres la obligaban a cortarse el pelo muy corto e ir a la peluquería muy seguido, pese a que ya desde entonces no soportaba a los peluqueros ni que le tocaran el pelo. A los quince años, cuando se mudó sola a Ginebra, se lo dejó crecer como un gesto de rebeldía, de independencia. Y, para acompañar esa liberación, decidió jamás volver a pisar una peluquería.
A medida que su pelo crecía, ella misma se cortaba los mechones de la frente para que tuvieran una medida justa que no le molestara la vista, pero que, a la vez, le llegara hasta las pestañas del párpado superior (sospecho que para disimular su timidez).
El pelo de mamá, abundante y negro, no se parecía en nada al pelo de la mayoría de las personas que me rodeaban en Suiza, donde vivíamos, y durante mi infancia fue siempre un faro tranquilizador: cuando la perdía de vista, me permitía encontrarla fácilmente entre la multitud.
Cada vez que tenía que lavarse el pelo, mamá lo anunciaba como parte de las tareas esenciales del día: “¡Tengo que lavarme el pelo, tengo que cortar cebollas y tengo que trabajar!” (sí, cortar cebollas también formaba parte de sus quehaceres ineludibles). Ese lavado siempre tenía un aire ceremonioso: mamá se encerraba en su habitación por horas y se alisaba los mechones mientras miraba televisión, la mayoría de las veces en medio de la noche, su hora preferida.
En los años noventa, cuando mamá tuvo cáncer, se sometió a algunos tratamientos que redujeron el grosor de su pelo. A pesar del cansancio y de la enfermedad, ella siguió tocando y saliendo de gira: nadie se percataba del esfuerzo que hacía, pero yo veía su debilidad a través de su pelo, que se había vuelto más frágil.
Después, con los años, su pelo viró del negro al gris y al blanco. Como ella seguía negándose a ir a la peluquería, pasó por varias fases de tintes naturales para lograr esa difícil transición al gris blanquecino: usaba productos a base de algas japonesas, que le oscurecían ciertas partes de las canas y las dejaban de un gris más profundo.
Ahora que tiene 81 años, mamá se deja el pelo natural: se lo sigue cortando ella misma y el mechón suelto en la frente le sigue dando los mismos problemas que cuando tenía quince. Se alisa menos el pelo y, cuando sube al escenario, parece una leona sabia con su melena plateada, que brilla bajo los focos. En cuanto a mí, todavía la reconozco de lejos, mi pequeña mami, que aún trota como una niña y hace las mismas preguntas sobre su aspecto: “¿Qué pensás de mi pelo? ¿Te das cuenta de que me lo lavé? ¿Te parece que debería teñírmelo? Me veo medio rara”. Mi adorable mamá.
Annie Dutoit-Argerich
La extensa y exitosa carrera de Argerich le provocó alegrías y frustraciones. A pesar de ser una «niña prodigio», la pianista admitió que las exigencias de ese mundo muchas veces eran demasiado para ella.
***
En 1941, Estados Unidos entraba en la Segunda Guerra Mundial tras el ataque a Pearl Harbor, por primera vez se utilizaba la penicilina en un ser humano, Orson Welles estrenaba su película Citizen Kane, y en Buenos Aires nacía una niña llamada Martha Argerich.
***
En aquellos años en los que el futuro del mundo se definía con bombas cada vez más aterradoras, en las calles porteñas florecía una belle époque musical que atraía a renombrados pianistas y directores de orquesta de todas partes. Las celebridades tocaban en teatros a sala llena y sus conciertos resonaban durante semanas en los pasillos de las escuelas de música. En esa fiebre pianística, Martha sería el nuevo torbellino.
***
Los Argerich eran una familia de clase media que vivía en el barrio de Belgrano. Marthita era una niña alegre y despierta, y pasaba mucho tiempo con su padre: él era quien la bañaba, le contaba cuentos y le sacaba caramelos de la oreja cuando paseaban por el Jardín Botánico.
Cuando Marthita tenía dos años y medio, empezó a ir a una guardería, donde a la hora de la siesta una maestra tocaba para los chicos canciones de cuna en un piano.
Uno de los compañeritos de Marthita, que era más vivaracha que las demás niñas, la desafiaba a diario para ver qué era capaz de hacer. “¡A que no te animás a pararte en la mesa!”, “¡A que no te animás a cruzar el patio saltando en un pie!”, “¡A que no te animás a trepar al árbol!”. Marthita se animaba a todo. Un día, su amigo la desafió a tocar el piano. Ella caminó hasta el instrumento, se subió al taburete y con un solo dedo tocó la melodía de una de las canciones que solían escuchar después de almorzar.
–¿Quién te enseñó eso? –le preguntó la maestra, que la miraba atónita desde el umbral de la sala.
–Nadie –le respondió Marthita, y siguió tocando otras canciones, sin cometer un solo error.
Cuando los padres recibieron la noticia, Juan Manuel compró un piano de juguete para su hija. Ella lo tiró al piso y pidió uno de verdad. A los pocos meses, le regalaron un piano vertical, que acomodaron junto a su cama, y Juanita le consiguió su primera profesora: Ernestina Corma de Kussrow.
De origen catalán, la señora Kussrow enseñaba a sus alumnos a tocar el piano de oído, sin partitura, y les contaba fábulas de animales para que aprendiesen a solfear. A Marthita, esas historias simplonas la aburrían.
En el concierto de fin de año, tocó un vals de Chopin y una sonata de Mozart. Para que lo hiciera, tuvieron que arrastrarla hasta el piano: a sus cuatro años, ya padecía pánico escénico. Todos esperaban mucho de ella. Ella también.
A los cinco, cambió de profesor y empezó a estudiar con Vicente Scaramuzza, un maestro tan admirado como temido, capaz de tirarles de las orejas a sus alumnos y de pegarles bastonazos hasta hacerlos llorar.
El conservatorio que dirigía Scaramuzza quedaba en el barrio de Balvanera y tenía dos pisos: en el primero, vivía el maestro junto a su familia. En el segundo, se impartían las clases.
Marthita iba tres veces por semana, acompañada de su madre, que pese a no saber nada de música, tomaba nota en un cuaderno de todas las indicaciones del profesor.
La enseñanza de Scaramuzza perseguía la máxima expresividad de cada nota y sus clases solían ser teatrales, explosivas,despiadadas. Cuando el maestro retaba a Marthita, ella permanecía impasible, y para evitar las lágrimas, ponía su atención en la verruga que Scaramuzza tenía en la nariz.
Un día, el maestro se enojó con Marthita porque ella olvidó saludarlo. Su padre fue hasta el conservatorio para hablar con él.
–¡Esa niña me exprime! –se quejó Scaramuzza.
–¡Pero tiene solo seis años! –respondió Juan Manuel.
–Tendrá seis años… ¡pero su alma tiene 40!
Quién es Martha Argerich
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1941.
♦ Con intermediación de Juan Domingo Perón, en 1954 partió a Viena junto a su familia para estudiar con el pianista austríaco Friedrich Gulda.
♦ Ganó, entre otros galardones, el Premio internacional Competición de piano Frédéric Chopin de 1965, el Premio Konex de Platino a la mejor pianista de la historia en 1989 y el Premio Grammy al mejor solista instrumental con acompañamiento de orquesta en 2006.
♦ Un festival con su nombre se lleva a cabo anualmente en el Teatro Colón de Buenos Aires, donde se celebra un concurso de piano en el cual Argerich preside el jurado.
Fuente: Infobae