Laura Paredes en un pasaje de Trenque Lauquen, la premiada película de Laura Citarella
La revista francesa Cahiers du Cinéma publicó su lista de las diez mejores películas de 2023. Por primera vez en su historia -y es una de las historias más importantes relacionadas con el cine y la crítica-, un film argentino figura en el número uno: Trenque Lauquen, de Laura Citarella. Quedó por encima de Los Fabelman (la autobiografía disfrazada de Steven Spielberg), de la última película del maestro español Víctor Erice (Cerrar los ojos, saludada como magistral en gran cantidad de publicaciones críticas), de la ganadora de Cannes Anatomie d’une chute, de Justine Triet; de la recién estrenada en nuestro país -y magistral- Hojas de otoño, del finlandés Aki Kaurismäki, y de otras películas de igual peso artístico. Es cierto que el cine no es un deporte, que no se trata de una competencia y que las películas adquieren (o pierden) valor y peso con el correr del tiempo, como en el caso de cualquier obra de arte. Pero en este caso, es clave por la importancia del medio y por lo que implica la película.
Cahiers du Cinéma es la cuna de la crítica cinematográfica moderna. O la crítica a secas: desde que se fundó a fines de los años 40, bajo la influencia de André Bazin, no solo estableció definitivamente la idea del cine como un arte personal en la que el director era -o podía ser- un “autor” a la par de un escritor o un pintor, sino que fue cuna de un cambio copernicano en el cine: sus críticos más influyentes -François Truffaut, Jean-Luc Godard, Eric Rohmer, Jacques Rivette, Claude Chabrol y otros- inventaron ese movimiento que fue la Nouvelle Vague y exportaron a fuerza de vehemencia y lógica lo que fue primero “política de los autores” y, tomada en los EE.UU., la “teoría de autor”. Sin Cahiers du Cinéma, no se hubiera escrito sobre la estética y la política del cine; sin ese movimiento, no habría habido generación de los setenta o “Nuevo Hollywood” (los jovencitos Coppola, Scorsese, De Palma et al, todos educados por Cahiers y la cinefilia rabiosa) ni, justamente, reivindicación de cineastas como Hitchcock o Hawks. Eso es historia comprobable. Pero también “Cahiers” fue una tribuna de teoría, de tensiones, de discusiones sobre la pregunta fundamental “qué es el cine” (no por nada el libro que le dio Truffaut a la célebre compilación de artículos de su padre adoptivo André Bazin). Sí, todo lo que se discute sobre cine hoy nació allí.
¿Por qué es relevante la distinción?
Por eso la lista de cada año, y aunque el cine haya mutado en estos 70 años y el peso de los Cahiers no sea el mismo, es importante ver esa lista: indica un diagnóstico respecto de dónde va el cine, de qué se espera del audiovisual en general, de quiénes son los nombres a tener en cuenta. Laura Citarella siempre fue un nombre a tener en cuenta en el paisaje nacional: compinche y cómplice central de las producciones de El Pampero Cine -la productora de Mariano Llinás, responsable de Historias extraordinarias, La flor, El escarabajo de oro, Clorindo Testa y muchas más-, tiene como directora tres largometrajes: Ostende, La mujer de los perros y Trenque Lauquen. Citarella posee una mirada y un estilo perfectamente reconocibles: la aparición de lo inusual, incluso de lo fantástico, en la realidad pero como una especie de juego. Una de las características más interesantes de su cine -y la que lo transforma específicamente en algo artístico- es esa voluntad lúdica que puede definirse como independiente no en el habitual sentido “financiero” que se le suele dar a esa a veces mala palabra, sino a no atarse de modo definitivo a los moldes estéticos dominantes. Citarella, de todos modos y hasta Trenque Lauquen, ha volado bajo el radar del mainstream. También eso es un motivo de independencia.
Pero con esta película -protagonizada por Laura Paredes, Ezequiel Pierri, Rafael Spregelburd y un elenco enorme para cubrir cuatro horas y veinte minutos de film, que no está disponible en ninguna plataforma de streaming actualmente-, Citarella pone en el mapa una ambición enorme y sale ganadora. La película parece girar alrededor de la desaparición de una mujer y de cómo dos hombres que la aman salen a buscarla, y se concentra en ese pueblo de Trenque Lauquen que se transforma en algo más que el título de la película. Como sucedía en los dos films más ambiciosos de Llinás (en las que Citarella tiene una participación notable), Historias extraordinarias y La flor, el núcleo narrativo de base sirve para que se vayan desarrollando otras historias que toman elementos de casi todos los géneros cinematográficos y con todos los tonos. Hay algo de literatura en todo esto -uno no puede menos que recordar, en estas producciones-río, obras desplegables como La vie mode d’emploi, de Georges Perec- y algo -la sombra de Spregelburd, en esta ocasión bienhechora- de las nuevas formas del teatro. Pero esto lleva a que Trenque Lauquen ponga en negro sobre blanco una verdad que los críticos -especialmente los más acérrimos defensores de lo clásico y del género- olvidan: que se trata de un arte impuro, un dulce Frankenstein cuyos miembros vienen de las demás artes.
Antes de que el lector crea que hablamos de una “película de Llinás 2.0″, no: nada que ver. El “estilo de la casa” está en el sistema de producción, en el uso del ingenio para poder encontrar las imágenes que se desean. Pero aquí, más allá de que se apele al misterio, a la comedia, al romance y a lo fantástico como herramientas, de lo que se trata es de construir un mundo donde lo que se narra sea posible. Hay, si se quiere, menos distancia entre lo que se cuenta y las criaturas que protagonizan los diferentes hilos de la historia. Laura Citarella -lo demostró sobre todo con La mujer de los perros– tiene una fuerte empatía con cada uno de los personajes que pueblan sus ficciones. Hace de los escenarios reales territorios de puro cine en la medida en que son esas emociones de criaturas inventadas las que los tiñen y le proveen sentido. Suena enrevesado, es cierto, pero lo que se quiere decir es que Trenque Lauquen es, sobre todo, un cine de personajes a los que queremos ver y seguir durante todo el tiempo que la película nos proponga. No se trata de un film teórico, de un experimento, de una prueba de resistencia, sino de invitarnos a recorrer un mundo inventado, como sucedía con los cuentos de hadas, como sucede con las grandes novelas. La fotografía de Agustín Mendilaharzu, la música de Gabriel Chwojnik, el guión de Citarella y de su actriz Laura Paredes -ya había sido la protagonista de Ostende: este film es de algún modo la puesta a punto de todo el potencial de aquella opera prima- están trabajados con ese fin.
Fuente: Leonardo M. D Espósito, La Nacion