No por nada los argentinos lo conocen como “la cárcel”. Una vez cruzada la arcada principal del barrio, dos guardias se refugian en la escasa sombra que les ofrece una columna. Al pararse en la mitad de una calle, la fila de bloques de cemento es tan larga que el sol del mediodía no deja ver con claridad el final. Barwa Barahat Al Janoub es un barrio de bajo costo, de edificios de tres pisos con habitaciones que están al alcance futbolero, en una ciudad que puede ser muy costosa. Y allí los argentinos son mayoría. Literalmente coparon varias de las unidades casi completas. La iniciativa comenzó en redes sociales y concluyó en “Barwargento”, un grupo que hasta se reunió a comer asados antes de llegar a Qatar y que hoy organizó su equipo para jugar el Mundialito de hinchas y planea un banderazo para el 21.
Al pie de una de las “colmenas”, Sebastián, de Lugano, comienza a cantar por la selección. “¡Muchachos, ahora nos volvimo’ a ilusionar. Quiero ganar la tercera, quiero ser campeón mundial!”. Los gritos retumban y empiezan a abrirse ventanas con banderas y camisetas de la selección. Se suman a los cantos dos desde un extremo del tercer piso. Luego otro más del primero. Algunos empiezan a bajar por las escaleras y se van reuniendo en la calle. Como si la gente se descolgara de los monoblocks en un abordaje de piratas (aunque en este caso es un grupo pacífico con un objetivo bien pasional). Llegan con bombos, con más banderas. Se junta, hablan, cuentan sus experiencias, sus vuelos, sus carencias económicas. El lugar es habitable, aunque hay muchos reclamos por las ratas. Cruzan la avenida y se plantan frente al cluster que tiene pintadas las banderas de los países integrantes del Grupo C, se plantan frente a los colores argentinos, desafían los 33 grados y vuelven a saltar, a gritar. Los vecinos “locales”, pasan y observan con expresiones que van desde el susto hasta la admiración. Algunos levantan los puños y acompañan con el grito: “¡Aryentina!”. El ritmo se hace contagioso. “Si nosotros no ponemos el clima, no lo hace nadie más”, dice Sebastián.
Casualidad o reclamo de algún pasajero disconforme por los gritos, llega un auto de seguridad. No hay ni siquiera advertencias, nada malo pasó. Sólo que una hinchada argentina desató un momento de locura en medio del barrio. Uno tan potente que hasta empujó a Edwin a asomarse por la ventana a grabar con su celular y gritar con los argentinos. Claro, en él había algo diferente, su acento denotaba que no se trataba de un fanático nacido en suelo celeste y blanco, sino que su cuna es Colombia, pero su corazón es argentino: “Es la Copa del Mundo de Messi, soy argentino por él. Ni Cristiano, ni Benzema, ni nadie. Messi, siempre Messi”.
Cuando se calma un poco el fervor, Analía, de San Vicente, está con su hijo Santino, de 12 años, y grita furiosa: “¡Que los medios digan lo que nos hacen!”. La mayoría no le presta atención, considera que dentro del mercado inmobiliario de Doha es un precio bajo y está bastante conforme. Pero ella insiste: “Es una vergüenza lo que nos cobran. Nos pidieron 87 dólares (tres más de lo habitual) en una habitación para dos personas con una cama que es horrible, incómoda y un baño que no está bien. Les voy a hacer una demanda. No pueden cobrar tanto por algo tan precario. Reclamamos porque hay lauchas y la respuesta que nos dieron es que era muy común en la zona”.
Su pareja, Gabo, cuenta que casi dieron la vuelta al mundo para bajar los costos. Salieron de la Argentina con un itinerario complejo: Buenos Aires-París-El Cairo-Maldivas-Sri Lanka-Doha. De sólo buscarlo en el Google Maps, la aventura genera mareos.
Diego, de Lomas del Mirador, intercede para no dejar pasar por alto el tema de la infestación de las ratas. Acompaña el reclamo de Analía, aunque aclara: “Yo dije que vi pasar una rata y me cambiaron a otra habitación que está, incluso, un poco mejor”.
Christian Chrivelli, que fue el “socio fundador” de este proyecto argentino, fue de los últimos en llegar. Alejandro, de San Fernando, es el que tomó “el control” en los primeros días. Con una musculosa de Tigre, invita a una recorrida por el edificio.
Abre la puerta que comunica a un mínimo patio central y sube las escaleras hasta su habitación del primer piso. Hay dos lockers, de metal, pero son pequeños. Las valijas tiradas en el piso funcionan de armario. “Guarda con los huevos”, advierte. Hay un maple en el piso, a la sombra. Las camas son de caños y los colchones finos, pero no se queja.
El aire acondicionado funciona bien y eso es fundamental. “El aire lo mató a él”, dice y señala a Uriel, su compañeros de habitación. Cada pieza tienen un pequeño baño, pero la cocina es comunitaria en cada piso. Y allí se nota que la construcción se aceleró para la Copa del Mundo. Hay caños que sobresalen de la pared sin sentido aparente y cables colgando. La heladera no funciona, eso sí. Por esos los huevos estaban en el piso. Ya se hizo el reclamo.
Alejandro dice que los dueños del lugar podrían bajar los costos, pero no quieren. “¿Vez? Acá entraría tranquilamente una cama más. Pero no dejan más de dos personas. Son 84 dólares, 42 por cabeza. Pero podría ser menos. Decime, ¿por qué no pusieron una mesa acá? Sobra lugar para eso”.
Los que pagaron un poco más (102 dólares) no están demasiados conformes tampoco. Las dimensiones de los cuartos son idénticas y la única diferencia es que las camas son de madera. También son de madera los lockers, en lugar de chapa.
A Uriel, de José C. Paz, como “lo mató” el frío del aire acondicionado, casi no tiene voz. Pero se ríe cuando cuenta que en el centro, con su camiseta argentina, lo confundieron con el Cuti Romero y que más de 20 pakistaníes le pidieron fotos y autógrafos a los que accedió gustoso.
Apenas son algunas historias escuchadas al pasar. Los “Barwargento” se desplazan en buses y subte y ya van dejando su impronta por todo Doha. “El transporte es todo gratuito con la Hayya Card (la visa)”, dicen con alegría los que están más justos de bolsillos. No se puede saber con exactitud la cantidad de argentinos que viven en Barwa sobre los 35.000 que sacaron pasajes para llegar a Qatar. Pero sin duda no existe otro alojamiento que tenga tantos como en el barrio encerrado entre los paredones al sur de la ciudad. Allí las camisetas de la selección se desprenden de cada monoblock y se transpira pura pasión celeste y blanca.
Fuente: La Nación