“No somos nosotros quienes hacemos el viaje, sino el viaje quien nos hace a nosotros”, escribió el Premio Nobel de Literatura estadounidense John Steinbeck en su monumental Viajando con Charley.
Esta frase es citada y retomada por el periodista argentino Leandro Vesco al comienzo de su nuevo libro, Rutas argentinas, un diario de viajes en el que el autor narra su recorrido por el país, partiendo de Buenos Aires y dirigiéndose a Iguazú, Bariloche y Salta.
El libro, editado por El Ateneo, describe de forma muy pintoresca y con detalle los puntos intermedios y las paradas desde el origen hasta el destino de cada viaje. Pero, además de una guía práctica con mapas, recorridos y recomendaciones, es también un puntapié para conectar “con nuestra mejor versión”, según explica Vesco en el prólogo, que puede leerse completo al final de esta nota.
Escribe el autor: “Por qué necesitamos irnos, qué perentoria, eléctrica, insistente y a veces obsesiva fuerza nos lleva a necesitar salir de nuestro hogar y de nuestra cama. Sin duda, son esquemas que mantenemos de aquellos viajes primitivos, cuando partíamos sin saber a dónde íbamos a terminar el día o a pasar la noche. Todo aquello queda, cómo no habría de hacerlo. Un viaje es un salto al vacío y en esta época es una manera de reconciliarnos con nuestra mejor versión, que es la antigua”.
Ficha
Título: Rutas argentinas
Autor: Leandro Vesco
Editorial: El Ateneo
Precio (en Argentina): $12900
Así empieza “Rutas argentinas”
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El libro que estás a punto de leer tiene una misión: que podamos volver a disfrutar de los viajes como si fueran una aventura. La vida es movimiento, decía Leonardo Da Vinci. Por su parte, el maestro John Steinbeck, en el que considero el mejor libro de viajes, Viajando con Charley, aseguraba que “no somos nosotros quienes hacemos el viaje, sino el viaje quien nos hace a nosotros”, y que no sirven los consejos ni las planificaciones. El camino manda, y lo peor que podemos hacer es pensar que tenemos controlado el viaje.
Un viaje es libertad, también incertidumbre y aquello que no sabemos que pasará. Tenemos ventajas: somos protagonistas principales de esa película que el propio camino va dirigiendo. Es una enfermedad incurable para los que hemos nacido con la curiosidad de despertarnos en lugares donde nunca hemos estado, de esperar con infantil ansiedad ver con los ojos lo que antes observamos en un mapa. Puedo haber vuelto hace horas de un viaje, pero, en dos o tres días, cuando oigo el sonido de un avión sobrevolar el patio de mi casa o cuando siento el motor de un auto que pasa cerca, mi mirada se dirige inmediatamente a la maleta que siempre está a un costado de mi escritorio. Esa necesidad de salir se activa y se manifiesta con una comezón en la palma de las manos, un cosquilleo en la panza y un ardor en los ojos.
La mirada de un ser humano no está hecha para permanecer encerrada en una casa, una cueva o un departamento. Nacimos en una libertad absoluta, que solo era interrumpida por la aparición de alguna bestia. Caminamos durante siglos, fuimos personas en movimiento, no sabíamos bien a dónde nos dirigíamos, pero nos movimos siempre. La intuición se fue perfeccionando en estas salidas prehistóricas, fue necesario que muchos viajes tuvieran un final trágico o el no deseado para que hoy tengamos esa intuición en una versión mejorada, aunque, en todos los casos, la intuición es una señal que sigue a otra.
Cuando pienso en aquellos primeros viajeros y en mí, que viajo tanto, o en una persona que en la intimidad de su habitación prepara por primera vez una maleta, es inevitable imaginar que es el mismo rincón del corazón y la cabeza el que se activa ante la inminencia de un viaje. Pasaron siglos, pero somos los mismos. Todos aquellos temores y dudas, curiosidad e inquietud, alegría y sorpresa que tenían esos hombres cuando salían de sus cuevas o de primitivas chozas y emprendían el viaje a lo desconocido son similares a los que sentimos ahora, con tanto mundo que ha pasado por el mundo.
Pero qué es un viaje. Por qué necesitamos irnos, qué perentoria, eléctrica, insistente y a veces obsesiva fuerza nos lleva a necesitar salir de nuestro hogar y de nuestra cama. Sin duda, son esquemas que mantenemos de aquellos viajes primitivos, cuando partíamos sin saber a dónde íbamos a terminar el día o a pasar la noche. Todo aquello queda, cómo no habría de hacerlo. Un viaje es un salto al vacío y en esta época es una manera de reconciliarnos con nuestra mejor versión, que es la antigua. Desde el principio de nuestra historia, los viajeros fueron los que la hicieron y, por sobre todas las cosas, los que, con su aventura, trasladaban historias.
Viajamos porque nuestra mirada, lo sabemos, necesita ampliar su alcance; los interminables horizontes son un alimento. Esto es lo que nos lleva a sentir ese impulso de salir. En la actualidad, los viajes son la mejor manera de regresar a la aventura. Anticipo algunas cosas: no existe seguridad más falsa que la de pensar que porque uno ha viajado mucho conoce todo sobre viajes.
Vuelvo a Steinbeck: “Un viaje es como una persona: no hay dos iguales”, por lo tanto, ni siquiera quienes vivimos de los viajes tenemos la certeza de conocerlos ni de estar cerca de la verdad sobre ellos. Cada uno es único. Algo para tener en cuenta: cuando avisamos que vamos a irnos, nacen, por generación espontánea, consejeros. Familia, amigos, vecinos y hasta desconocidos que nos dirán lo que tenemos que hacer, horarios para salir y rutas que tomar, cuánta presión poner a las cubiertas en caminos de tierra y hasta cuántas horas dormir, qué comer, qué ropa llevar y a dónde no ir. No hay que olvidarse de la regla: cada viaje es único y el que haremos no lo ha realizado nadie en el mundo, jamás, tampoco se repetirá. Es nuestra road movie.
Leandro Vesco: «El libro que estás a punto de leer tiene una misión: que podamos volver a disfrutar de los viajes como si fueran una aventura».
Las historias que vas a leer unas páginas más adelante te pueden decir por dónde arrancar. Solo eso, lo demás forma parte del gusto personal: selva, montaña, mar, estepa, pampa, serranía. Un viaje nace mucho antes de cerrar las puertas del auto o de subir al micro o a un avión. Nace quizás muchos años antes de dar el primer paso. Después de tantos años de armar y desarmar maletas, de sentir ese cosquilleo, que nadie me puede sanar, al oír un motor rodar y, como soy el autor del libro, puedo darme algunas concesiones, puedo contradecirme y decirte algunas cosas que me gustaría que tengas en cuenta. Llegar a destino nunca es lo importante. La ruta, el camino son una partitura, podemos tocar la canción que todos eligen o crear variantes, nuestra propia melodía.
Los desvíos en el camino son la improvisación en el jazz. Lo vi una vez a Frank Morgan en Taos (New Mexico), su banda seguía una partitura, pero llegado un momento, Frank les guiñaba el ojo a sus músicos y continuaba él solo: se desviaba, se iba de viaje dentro del viaje en un show con canciones prefijadas. Eso debemos hacer: comenzar la aventura, pero, en el camino, hacer ese guiño de Morgan, y desviarnos y quedarnos solos en lo imprevisible. Hemos perdido algo que fue crucial en nuestra evolución: el alimento que produce la curiosidad. Los desvíos en un viaje son eso, proteína para las emociones, la arcilla que necesita nuestro corazón para modelar sentimientos de libertad.
Siendo el destino lo menos importante en este viaje, lo que vamos a vivir necesitará de nuestra completa complicidad. Lo que dejamos atrás no es solo nuestro hogar, sino nuestras propias interpretaciones del mundo, con las rutinas que nuestra vida genera para abastecernos de seguridad y confort. Pues bien, será necesario que entendamos que en una aventura no podemos ser los mismos, que esa libertad nos obliga a considerar cambios durante el camino, que van a ayudar a crear nuevas miradas, a estar atentos a señales que podrán llegar de cualquier manera, un cartel despintado, un mojón inclinado de kilometraje, una antena que emite una luz roja con una secuencia particular, el color del auto que retoma la ruta desde una estación de servicio.
Esa arcilla que va modelando nuestra libertad en la aventura hallará la señal y nos murmurará, siempre en una voz baja, aunque también, en ocasiones, como si fuera un estornudo, nos encontraremos diciendo una palabra ante el asombro de quienes nos acompañen en el auto. Ahí está la señal, entonces es momento de desviar y comenzar a dejar que esa libertad crezca. Se despertará la intuición, primero, luego, comenzaremos a sentir cierta anhelada liviandad en nuestras manos y piernas, por último, y ya en el desvío y en la plena incertidumbre de no saber lo que vendrá más adelante o más allá de la próxima curva, comenzaremos a alimentarnos del maná que produce la curiosidad, la más pura de las versiones de la libertad.
En el desvío, cuando se llega al pueblo o al paraje o a ese lugar que no existe en los mapas y que, sin embargo, tiene un misterio o una historia que queremos conocer, habremos de recordar lo que decía Paul Auster: “Es nuestra responsabilidad como seres humanos no endurecer nuestros corazones”, entonces, si alguien aun después de almorzar te ofrece una bandeja de pasteles, de patay, de colaciones o un pan casero grande como una sandía, decile que sí. Cuando aun después de haber bebido, una doña se acerque con un licor, con una botella de agua, un vino patero o un jugo de alguna fruta que nunca probaste, decile que sí. Si en un día soleado y caluroso una niña está sola en una plaza con el último poncho y gorro de lana cruda, cruzá esa calle y decile que sí, que aunque haga calor vas a llevar el poncho y el gorro, y que son hermosos, además.
Todo lo que nunca probaste, aquellos sabores que jamás has sentido están ahí, y tenés que animarte y comer y tocar y acariciar y olfatear, ¿cómo vas a perder la oportunidad de conocer el perfume de una flor que nunca antes viste? Si alguien te dice que a unos pocos kilómetros de donde estás existe una cascada o un río, una playa solitaria, una olla de agua cristalina y fría, acaso un lago o una laguna, no lo dudes, salí en busca de ese lugar y, aunque no tengas con qué, entrá al agua corriendo y dejá que este elemento te calme la piel.
En todos los lugares en donde estés tratá de decir mucho que sí, no te fijes en gastos, si existe algo en este mundo más real y cierto es que el dinero siempre vuelve, y de igual manera nunca es lo más importante, ni se acerca. No ahorres en elogios ni en adjetivos para expresar lo sabrosa que está una comida o lo bello que es un pueblo, no guardes sonrisas. El mundo necesita oír más la palabra sí, y muchas más sonrisas, y también abrazos, apretones de manos y brindis. Es tan simple como esto: una sonrisa y una palabra amorosa pueden cambiarle la vida a una persona para siempre. En el viaje, fijate siempre cómo está el tanque de nafta, pero el tanque de los sí, las sonrisas y las aventuras siempre está en reserva y llenalo todo el tiempo, metro a metro.
Esa voz del desvío va a hablarte y en algún momento dirá que podés seguir viaje, despertará las veces que haga falta. ¿Hacer un viaje de diez horas en cinco días?: es un gran promedio, antes necesitaban semanas. El destino hacia donde vamos no va a moverse, tampoco el mundo sentirá nuestra ausencia en aquellos lugares en donde pensamos que somos imprescindibles. Nadie lo es. Un día de felicidad puede con todas las agendas; si tenemos que quedarnos una noche más para ver el amanecer o para desempatar un partido de estrellas fugaces o satélites vistos en el cielo, la respuesta es sí, nos quedamos la noche y todo el día en ese lugar donde hallamos la felicidad. El mundo, mientras tanto, seguirá girando y podrá hacerlo sin que tengas que empujarlo, podés inventar cualquier excusa, por ejemplo, que tenías ganas de ver el cielo o que la voz de la libertad te autorizó a cancelar todos tus planes para hacer nuevos. El viaje y sus desvíos hacen más viajes alrededor de un solo camino. A un viaje, como a un sueño, solo hay que ponerle fecha y dar el primer paso. Suerte ahí donde estés.
Fuente: Infobae