Es uno de esos viajes que no necesita mucha presentación, y en los que no importa tanto cómo o en qué se haga -en camioneta, en auto, en motorhome, en moto, en bici, solo, en pareja, en familia, con amigos, todo de un tirón o por etapas-, sino sólo hacerlo, lanzarse a la ruta. En este viaje no hay necesariamente destino, porque el destino es el camino.
Porque es nada menos que la Ruta Nacional 40, la más famosa de la Argentina y reconocida entre viajeros de todo el mundo, es no sólo la más larga del país, sino también la más espectacular, con su KM 0 en Cabo Vírgenes, Santa Cruz, y el extremo Norte en La Quiaca, Jujuy.
A lo largo de 5.200 km la ruta atraviesa 11 provincias, da acceso a 20 parques nacionales y reservas naturales, conecta con 27 pasos cordilleranos, trepa del nivel del mar hasta casi 5.000 metros de altitud, cruza sobre 236 puentes y en su recorrido va acompañada por impactantes paisajes de montañas, ríos, bosques, lagos, desiertos, glaciares, volcanes.
La Quebrada de las Flechas, un imperdible tramo de la 40 en Salta.
Son muchos los viajeros que cada año se lanzan a su trazado, parte de asfalto, parte de ripio, tierra o arena, para recorrerla como sea: de un solo tirón, en tramos, pasando sin parar para llegar en pocos días o deteniéndose en cuanto atractivo cercano se aparezca; buscando viajarla de punta a punta o recorrer hasta donde se pueda para continuar en un siguiente viaje.
Aquí, apenas tres de las miles de historias de viajeros enamorados y apasionados por la ruta, que se animaron a desafiar en soledad los inmensos paisajes que atraviesan la ruta; de las alturas de la Puna jujeña y los Valles Calchaquíes, los viñedos mendocinas, los bosques y la estepa ventosa de la Patagonia.
Y que coinciden en avisar que para salir a la 40 hay que estar dispuesto a cambiar de horizontes sobre la marcha, no atenerse a un plan estricto, porque una vez “a bordo” de la 40, es el viaje el que nos lleva.
Una travesía soñada para salir apenas afloje la pandemia, porque uno de los principales atractivos, más allá de los paisajes, es la gente, de aquí, de allá y de todo el mundo, que se conoce por el camino.
La noto de Armando Della Chiesa a los pies del emblemático viaducto La Polvorilla, por donde circula el Tren a las Nubes. Foto: Armando Della Chiesa.
En moto, solo pero bien acompañado
Un viaje de “11.000 kilómetros, 24 días y miles de anécdotas”. Así resume su travesía en moto Armando Della Chiesa, quien a fines de octubre de 2018, con 42 años partió de Buenos Aires rumbo a La Quiaca para iniciar el viaje por la mítica 40. Por eso a los 5.200 km de la 40 les sumó los de las rutas 9 y 34 hasta La Quiaca y el regreso por la 3 desde Cabo Vírgenes, Santa Cruz.
De punta a punta Armando hizo el viaje en 15 etapas, parando la mayor de las veces en campings y de tanto en tanto en algún hostel o pequeño hotel, en pequeños pueblos como Mina Pirquitas o Jáchal o en grandes ciudades como Mendoza o Bariloche.
La moto en el abra del Acay, el punto más alto de la 40, a casi 5.000 msnm. Foto: Armando Della Chiesa.
“Hice el viaje solo y puedo decir que a la 40 ‘la pisé toda’, desde La Quiaca hasta Cabo Vírgenes; en ningún momento la esquivé por los atajos o variantes que se pueden tomar”, dice Armando, que registró su recorrido en videos que se encuentran en Youtube como “Ruta 40 en moto” (el mismo nombre que un grupo de Facebook que creó).
Policía Federal retirado y técnico en automotores, se compró la moto especialmente para el viaje -una Yamaha Tenere 250- a la que le hizo solo unas pocas adaptaciones, y dice que más allá de encontrarse un poco más con uno mismo, algo fantástico fue la gente que se cruzó por el camino.
Algo que Armando destaca especialmente del viaje fue la gente que se cruzó por el camino. Foto: Armando Della Chiesa.
“En el norte me crucé con dos chicos que venían en moto de Machu Picchu; en Jáchal, San Juan, con un alemán que venía en bici desde México; y justo en la mitad de la ruta, con un chico de mi misma edad y con la misma moto, que venía haciendo el viaje de sur a norte. Nos encontramos en una estación de servicio en la que habíamos parado ambos por la misma razón: el viento tan fuerte que no nos permitía seguir”.
También destaca la gente de los distintos lugares, que lo ayudó y lo trató siempre de la mejor manera. “Confirmé que uno se aleja apenas un poco de Buenos Aires y la gente es mucho más solidaria, no trata de sacar ventaja, te invita, te ayuda”, resume.
Nevizca y frío en pleno noviembre cerca de Esquel, en Chubut. Foto: Armando Della Chiesa.
Armando heredó la pasión por la moto de su padre, quien solía andar mucho y le daba consejos de chico; por eso estuvo muy presente en su recorrido y lo recordó con mucha emoción al llegar a Cabo Vírgenes. “Me acompañó mucho en el viaje, me acordé de él todo el tiempo; cuando llegué le mostré los videos y me dijo ‘la verdad que me superaste’, fue muy lindo compartirlo con él”.
Y ya piensa en una nueva travesía, en camioneta y con su esposa Betina, que lo apoyó constantemente desde una especie de «centro de monitoreo» de su viaje en Buenos Aires.
El Ford A de 1931 se bancó sin chistar media ruta 40 sobre asfalto, ripio, tierra, arena y caminos de altura. Foto: Horacio Vissani
En el viejo auto que superó todos los desafíos
“Mi pasión por los autos viene de familia, fanática de Ford. Mi papá tuvo uno muy parecido, pero yo estaba en otros temas y no le di importancia entonces; de grande me volvió esa pasión”, cuenta Horacio Vissani, que en abril de 2015 –con 61 años- recorrió media Ruta 40 en un elegante Ford A de 1931. Partió de Salto, provincia de Buenos Aires -donde vive- hasta La Quiaca, y de allí por la 40 hasta Mendoza.
“Puse el auto a punto, hice una lista de cosas para llevar y me largué, con algo de miedo, porque siempre había hecho viajes cercanos y nunca con un auto así”, dice este aventurero que partió solo a velocidades máximas de entre 60 y 70 km/h. “Así se disfruta el viaje a full, mirando todo”.
Una parada en el Valle de la Luna, San Juan. Foto: Horacio Vissani.
En más de 5.300 km de ruta sufrió un solo percance, el primer día, a sólo 150 km de partir: se quemó la junta de tapa de cilindros. “Encontré un taller que me consiguió una herramienta y lo reparé; yo mismo armo y desarmo el auto”, cuenta.
Horacio viajaba entre 8 y 10 horas por día, buscaba llegar a destino cada día a las 4 o 5 de la tarde, y programaba el recorrido del día siguiente. Y aunque llevó carpa y bolsa de dormir, siempre durmió en hoteles, “desde cuatro estrellas hasta media estrella”.
A la velocidad del Ford A «se disfruta el viaje a full, mirando todo», avisa Horacio. Foto: Horacio Vissani
Tardó cinco días hasta La Quiaca porque iba “turisteando, recorriendo tranquilo”, y de allí partió por la Puna jujeña, en Susques lo sorprendió un encuentro de autos antiguos, pasó por Salinas Grandes y tuvo que esquivar el tramo del abra del Acay -el punto más alto de la ruta- porque había mucha niebla y la ruta estaba cortada por un auto atascado.
Para evitar el apunamiento del motor, puso en práctica un truco: “Había escuchado que se le echaba cebolla, así que por las dudas en La Quiaca compré dos cebollas, las corté en juliana y las puse en el filtro de aire. Fue increíble, el rendimiento del motor cambió muchísimo, porque los gases de la cebolla producen una reacción química que oxigena el aire que entra al motor”, cuenta, y dice que hay partes en que el auto no iba a más de 10 km/h, pero en algunas bajadas, “había que sacar las alpargatas afuera para frenarlo”.
A punto de partir desde La Quiaca, aunque ya llevaba 5 días de viaje desde Salto, Buenos Aires. Foto: Horacio Vissani.
Belén, Tinogasta, Chilecito, el Valle de la Luna, Talampaya, San Juan, Mendoza, todo en un auto decorado con banderas y ploteos del viaje. “Es muy lindo porque todo el mundo saluda, toca bocina, ayuda cuando puede; hasta los policías se sacaban fotos con el auto”, recuerda.
Y se enorgullece con la anécdota: “Cerca de San Antonio de los Cobres, en Salta, me encontré con un matrimonio en una Land Rover y me dijeron que no iba a poder pasar por un río crecido. Les dije que si ellos había pasado con la Land Rover, yo iba a pasar con mi Ford A. ¡Y pasé! Vi autos encajados en lugares por los que yo pasaba tranquilo”.
Horacio con su fiel Ford A en Salinas Grandes, Jujuy. Foto: Horacio Vissani
Llegó a Mendoza y desde allí regresó a Salto, con el plan de volver en algún momento para continuar la ruta hacia el sur.
¿Pros y contras de viajar solo? “Lo bueno es que uno para donde quiere y no tiene horarios, y lo malo es no poder compartir la experiencia, conversar un paisaje; ver águilas o cóndores y no poder comentárselo a nadie”, dice. Y que le encantaría poder hacer el tramo que le falta acompañado por alguno de sus hijos.
En el camino. Rodrigo pedaleó toda la 40, de norte a sur. Foto: Rodrigo Morales.
En bici, en un viaje hecho por la gente
De punta a punta y en bici. Ese fue el desafío que se propuso -y cumplió- el salteño Rodrigo Morales en 2016, cuando, con 32 años, partió desde La Quiaca pedaleando por la 40.
“Tuve que parar en Susques por problemas con las alforjas que yo mismo había diseñado, volví a Salta y unos días más tarde retomé la ruta en Cafayate”, cuenta Rodrigo, ex guía de salidas en bici por Salta y Jujuy.
El viento complica muchos tramos en la ruta. Foto: Rodrigo Morales.
La travesía le llevó tres meses, de mediados de noviembre a principios de marzo, y la hizo solo, aunque conociendo mucha gente que lo ayudó y lo acompañó a lo largo del camino. Paró en carpa y a veces en albergues o alojamientos “eventuales”, como escuelas o casas a las que lo invitaban.
“El primer día hice 80 km sin haber pedaleado antes con peso; quedé destruido. Pasé la noche en una escuelita y a la mañana, cuando llegaron los chicos, todos me venían a ver, me preguntaban, y también las maestras, la directora, con muy buena onda. Todo el viaje fue así, la gente se acerca, charla, pregunta, ayuda. A veces en medio de la nada paraba una camioneta y me dejaba algo para comer. Eso es impagable, y me enseñó que el viaje lo hace la gente”, cuenta Rodrigo, y se emociona con anécdotas como la del puesto de Vialidad en Santa Cruz, donde los hijos del encargado no querían que se fuera: “Quedate un día más, me decían”.
Le llevó tres meses llegar de La Quiaca a Cabo Vírgenes. Foto: Rodrigo Morales.
O cuando se confundió de camino en Mendoza y tuvo que volver varios km, y al final de día, agotado, armó la carpa al costado de la ruta. “Me desperté con un paisaje increíble con la cordillera justo enfrente; de pronto apareció un camión y nos saludamos con el camionero mientras me cepillaba los dientes mirando las montañas”.
Se cruzó con muchos ciclistas con los que generó amistades, y aunque varias veces pasó por ese estado de “qué estoy haciendo acá, quién me manda”, no duda en afirmar que fue una gran experiencia la de recorrer y conocer tal riqueza de paisajes y, sobre todo, de gente.
¿Lo haría nuevamente? “Sí, y si pudiera, con más tiempo, más relajado. Quedé maravillado por las distancias, la soledad, la inmensidad”, cuenta. Y aunque dice que es un gran viaje para hacer solo, ahora le gustaría hacerlo acompañado para compartir la experiencia”, dice hoy.
Una pausa en la pedaleada, en el glaciar Perito Moreno. Foto: Rodrigo Morales.
Fuente: Clarín