Los historiadores lo saben: desde el triunfo criollo en la Invasiones Inglesas del siglo XIX, a los habitantes de estas pampas nos quedó un gusto por la presunción. Un alarde fatigante por enumerar récords, ese valor más bien extraño por el que no somos muy bien mirados. Fanfarronadas (qué mejor que usar un argentinismo): ese catálogo bizarro y delirante, como un cuadro del pintor El Bosco, que incluye ríos, avenidas (tanto la más ancha, como la más extensa), la dudosa jactancia del alambre de púas (tanto una invención esencial para el campo, como signo de la guerra de trincheras) y el tan famoso dulce de leche, entre otros inventos que ya son mitos.
Hay una marca, un récord que paradójicamente no es lo que más aprovechamos y por las que sí somos admirados en el mundo: Buenos Aires es la ciudad con mayor cantidad de librerías en el planeta. Acaso porque en 1884 se reglamentó la Ley 1420 de educación común, gratuita y obligatoria, hecho fundamental del sistema educativo nacional, impulsada por un escritor y expresidente del cual difícilmente argentino alguno haya leído sus obras completas (y en la sombra de su figura, se devela por qué educación y cultura, lectura y democracia, son casi sinónimos).
La ciudad de Buenos Aires tiene un circuito de librerías (aparte de la más grande de Sudamérica), que podríamos llamar de autor, independientes o de librero. Siempre hubo y habrá librerías de barrio, pero durante el tiempo de reclusión obligada por la pandemia (y posterior apertura) ocurrió algo: un periplo, una narrativa sobre el presente y futuro de las librerías urbanas. Y como en una ficción, el prólogo fue, a pesar de la crisis (la de siempre, la de este país, la de los agoreros del “cada vez se lee menos’’) de resurgimiento de asombrosas librerías barriales que venían creciendo y expandiéndose. El detenimiento del país y del mundo por el Covid-19 sumó a esta introducción novelesca una nueva historia. ¿Su trama? De cómo las librerías escribieron su propia memoria acompañando, aconsejando y recomendando lecturas. El mundo on-line y las particulares estrategias de cada librería fueron clave la para acceder a clientes nuevos y para conservar el lazo con los habituales. Y entonces… ¿cuál es el desenlace de esta historia? ¿Qué deparará el 2021 a las librerías de barrio? ¿Qué les dejó el año de la peste, para bien o para mal? En el paseo por las librerías de la ciudad leemos una conclusión incierta y para nada final: en este recorrido por la geografía urbana y libresca de Buenos Aires hay que llegar hasta el último párrafo para saber de qué se trata.
Un paseo lector
¿Cómo son las librerías de los barrios porteños? ¿Qué las distingue, asemeja y separa? ¿Puede tener personalidad una librería? Un paseo del lector (caprichoso, subjetivo y apenas representativo de algunas de tantas de estas librerías) comienza en el barrio de Boedo, en El gato escaldado (Av. Independencia 3548). Ya tiene 15 años esta librería de nombre elegante, guiño sofisticado a una corriente literaria de cuando las grietas no las producía la política sino la poesía (¿o no es lo mismo? ¿no son acaso ambas representaciones del mundo?). “La ideología de El gato escaldado tiene varias patas –explica Marcelo, dueño y encargado–. La poca plata que teníamos al principio la quisimos invertir en buenas estanterías. Por eso aprendimos carpintería y estuvimos tres meses montando el local. Es inabarcable tener todo el material que se edita, por eso trabajamos mucho con pedidos de los clientes. Con la pandemia y la imposibilidad de atender adentro del local se exacerbó el rol del librero: ser un filtro, un decantador, un puente, la conexión necesaria entre el productor del libro y el lector. Eso que se produce adentro de la librería tuvo que trasladarse a lo digital. Se dificultó, pero también se intensificó’’, remata.
De Boedo vamos a San Telmo. Nos topamos con La Libre (Chacabuco 917). Si existe la expresión escritor de escritores, esta es la librería de los libreros. Como un secreto y una sorpresa para los recién llegados, todos los libreros me aconsejan: “Tenés que visitar La Libre’’. Entrar es imaginarse, sin oxímoron, ser al mismo tiempo un Casanova lector y un bohemio. Sus techos de casi cinco metros con molduras de principio del siglo XX nos hacen sentir como un Indiana Jones en un templo de la perdición…, de la perdición librera: una mesa dedicada a Clarice Lispector, volúmenes dificilísimos de la poeta de Anne Sexton, joyas desconocidas del filósofo Franco Bifo Berardi, un libro de cuentos de Pedro B. Rey o los versos de Clara Beter. ¿Su fuerte? Las editoriales independientes y latinoamericanas. Damián, a cargo de la librería, explica: ’’La Libre, además de librería, es sello editorial y distribuidora; pero por sobre todo, una cooperativa. El cierre en 2020 nos metamorfoseó: armamos una tienda nube o Instagram, pero tratamos de ser lo más personales posible y conservar el trato cercano, porque en tiempos normales, damos talleres, charlas y eventos”. El diálogo se interrumpe cada cinco minutos por los escritores que llaman por teléfono para dejar sus libros. “No queremos ser un mero expendio de productos. Antes solíamos abrir hasta muy tarde y hacíamos chistes con que éramos una librería de turno y que a los lectores les recetábamos el libro que necesitaban”, cierra Damián, mientras una clienta compra libros de Martínez Estrada y de Ricardo Piglia. Lo que se dice una librería amplia.
Una receta para libros
Si la idea de una librería de turno, cual farmacia cultural, es fascinante, hay que oír la voz autorizada del español Jorge Carrión. Escritor, director del Máster en Creación Literaria de la UPF-BSM de Barcelona y creador reciente del podcast Solaris, ensayos sonoros, acaba de editar Contra Amazon (Galaxia Gutenberg) un breve, pero nunca escuálido, ensayo sobre cómo los grandes medios se apropian del prestigio del libro y de lo que representa el papel del librero. Carrión es definitivamente un adicto a los libros que caminaría sonámbulo y a medianoche a una hipotética librería de turno.
Llamás a las librerías hospitales de flâneurs y templos emocionales, y sostenés que la vida es amor, amistad… y lectura. ¿Son esos para vos los pilares de nuestra existencia?
Aunque suene a autoayuda, la clave es, por supuesto, el amor; a tu pareja, a tu familia, a tus amigos y, por extensión, a tus libros, a tu biblioteca, a las librerías donde te sientes acogido. Y más, en tiempos de pandemia. Un amor no exento de crítica o al menos de ironía, por supuesto. Mi relación con Barcelona, por donde paseo muy a menudo, y con el viaje se sitúa claramente en esa tensión.
¿Y amamos a los libreros?
El librero es un curador. No sólo de objetos, también de tiempos, de músicas, de relaciones personales. El algoritmo conoce tu historial de búsquedas y de compras. El librero, también, pero en cuatro dimensiones: con una percepción de los cuerpos, los espacios y los tiempos, algo mucho más emocional. Al menos eso ocurre en las librerías independientes, de autor, que entienden que su comunidad es su principal valor.
Solés escribir sobre la relación entre leer y viajar. ¿Es este tiempo un resurgimiento del concepto de deriva, de deambular y conocer nuevos sitios en nuestra ciudad, por ejemplo, a través de librerías?
La tradición del dadaísmo, el surrealismo y el situacionismo, en efecto, es muy rica y sigue activa, vigente. El GPS y otras herramientas pueden ser sus aliados en nuestra época. Se ha impuesto un nuevo nomadismo de proximidad, a causa del Covid-19: nos movemos por nuestros barrios o ciudades mucho más que antes, cuando es posible, porque no podemos viajar. 2020 fue el primer año de mi vida adulta en que no viajé a otro continente. Yo creo que cada cual tiene que encontrar su forma de relacionarse con su barrio o ciudad, a partir de esa idea de amor crítico que comentábamos antes. Yo uso las librerías y los pasajes de Barcelona como puntos de referencia. Cada cual debe encontrar los suyos.
Casi a la vuelta de La Libre hay dos referentes de la pasión por la lectura: Fedro y Galerna de San Telmo. Fedro pertenece a la familia Bohm, pioneros culturales de la costa argentina, con las librerías Bohm de Pinamar y Villa Gesell. Gustavo Bohm explica que durante la época de distanciamiento hallaron estrategias comerciales a través de Mercado Libre y de las redes sociales. Entre libros de humanidades y psicología, el local cuenta además con una colección de vinilos en el primer piso y una sala entera dedicada a literatura infantil. Ofrece material de editoriales cordobesas, figuritas difíciles, como Alción o Caballo negro. Durante la charla ingresa una pareja de escritores. El diálogo muta en una verdadera conversación entre todos hasta que los autores me consultan cómo se hace para que sus novelas lleguen a los principales diarios. Yo, menos prosaico, pero más inocente, les pregunto cómo se hace para escribir un libro.
A pocos metros, en Galerna, me espera Fernando, una leyenda entre los libreros de Buenos Aires. Portentoso, casi calvo y charlador nato, Fernando es sobre todo un librero profesional. Lleva el garbo de un actor clásico: Sydney Greenstreet, Jackie Gleason, Adolphe Menjou. Los tatuajes en su mano izquierda son la seña de un pirata, de un bucanero, pero uno cultural. La tarjeta personal que me extiende también parece el papiro de una aventura de otra época: ni rastros de Management Booker, CEO o SEO, sino esto: “Obrero renacentista / Librero / Prof. de Historia’’. “Yo me formé como librero en Italia. ¿Y sabés por qué los libreros tenemos un oficio renacentista? Porque sabemos un poco de todo: desde limpiar un baño, hasta armar una planilla de Excel de ventas o hacer de terapeutas ocasionales de los clientes”, dice Fernando, y también sostiene que toda librería es una ideología: lo que elige ofrecer, lo que muestra, lo que recomienda. Con mesas dedicadas a literatura nipona, al cannabis o a los felinos (y próximamente al cambio climático), también vale la pena ojear la cuenta de Instagram de la librería (@galernasantelmo), donde el librero hace unas originales intervenciones. Antes de abandonar la librería arroja un consejo, uno de contrabando de librero, una recomendación (como las mejores) en las orillas de lo que se ignora: “Hay que leer al escritor chaqueño Mariano Quirós’’.
Hacia la zona norte de la Capital y antes de visitar las librerías de galerías, como Rayo rojo o Philopannyx, como si Buenos Aires estuviese formada por un hilo subterráneo de corredores y pasadizos que comunican la lectura, bien vale la pena conocer Sudestada (Tucumán 1533). Su encargado, Martín Latorraca, nos dice: “Para nosotros, lo presencial en charlas y presentaciones de libros es muy importante. Y en 2020 eso se perdió. Pero al venir de la militancia de la palabra escrita, del libro y de la autogestión a través de la revista Sudestada, teníamos armado un aparato de comunicación digital muy fuerte. Paradójicamente, como editorial, 2020 fue nuestro año récord de edición de libros: 23. Y las ventas online crecieron mucho y no retroceden”.
Ya en Barrio Norte y camino a Palermo, en la tradicional Galería Patio del Liceo (Av. Santa Fe 2729) se encuentra Brezal. Hay que subir al primero piso… si es que logramos despegar nuestros ojos de la vidriera de planta baja, que ya adelanta algunas de las golosinas visuales que encontraremos arriba. Porque Brezal es una suerte de Aleph. O el subsuelo para viajar en el tiempo de la novela 22/11/63, de Stephen King. Un universo que incluye las obras completas del historietista Robert Crumb, ensayos de John Berger, libros de afiches de cine o todos los títulos de Valeria Luiselli. De sonrisa colosal, lector morrocotudo y coleccionista de libros, Matías Zoja, quien está a cargo, lleva más de veinte años trabajando en el mundo editorial. Elegante, discreto y generoso, se sienta al fondo del local sin incomodar a los compradores. Los clientes deambulan en los pasillos pequeños de la librería hasta estirarlos como si fueran laberintos. Las clientas se acercan, lo miran. Preguntan algo. Lo miran. “Fue algo muy importante que todas las librerías nos uniéramos para formar la Red de librerías independientes. Porque todos tenemos casi lo mismo, pero a la vez tenemos algo diferente –revela Zoja, condensando en una frase el espíritu ecuménico, laico y politeísta de la pasión por las librerías porteñas, catedrales de saberes−. Un libro te puede cambiar la vida. Y los libreros somos un actor, un mediador entre la industria cultural, el periodismo, la educación formal y el lector. Acá a veces sucede que dos personas que no se conocen se ponen a conversar, se recomiendan libros y al fin, logran conocerse o irse a tomar un café juntos. De alguna manera no está lejos de lo que Jacques Derrida llama acontecimiento: un evento extraordinario, una sorpresa y algo que por su naturaleza misma es imprevisible… como la lectura y todo lo que genera’’. Antes de salir de Brezal, Zoja, generoso con su tiempo, con sus conocimientos de filosofía y de otras librerías aconseja: “Tenés que ir a La Internacional Argentina’’.
Del outlet a las librerías
Villa Crespo es también un polo y un paseo de lecturas. Además de circuito de teatro off y de zona outlet, germinan por sus calles las librerías más originales. La Internacional Argentina (Padilla 865) es la biografía oficial de la editorial Mansalva, donde en tiempos normales hay tertulias, encuentros y presentaciones de libros. Una editorial con la que se podría contar la narrativa de toda una generación: Rosario Bléfari (que debido a su triste pérdida se convirtió en el hit del invierno), Segio Bizzio o Lucía Puenzo. “Tratamos de emular la experiencia social –comenta Nicolás Moguilevsky, a cargo de la librería– a través de las redes sociales, pero con nuestra personalidad. Un ejemplo: a través de promociones con primeras ediciones o novelas traducidas por César Aira. Y la imposibilidad de salir logró de manera sorprendente que las ventas suban”. Y finaliza, sin chicanas y con entusiasmo: “Es para repensar el lugar que ocupa la librería en la sociedad. ¿Por qué hay que llegar a una situación desesperada, de encierro, para leer más?”.
Mandrágora (Vera 1096) es librería, bar y espacio de talleres (en su web pueden consultarse los que se darán en marzo: de lecturas trans-feministas a encuentros de literatura en otros idiomas). Intervenida, pintada, textualmente empapelada, su fachada está intervenida como un lienzo ilustrado. Así, incluso de lejos, sus muros ya parecen un antídoto contra el famoso mal del escritor frente a la página en blanco. “Mandrágora –cuentan Juan y Carolina, sus dueños– nació del deseo de unir vida cotidiana y amor por los libros. Entendemos a la librería como lugar de encuentro. Para eso es necesario la conversación asidua con el cliente y también interactuar mucho con el barrio. Por eso fue muy sugestivo cuando tuvimos que enfatizar la parte digital y los envíos a domicilio: llevar, por ejemplo, los libros nosotros mismos para no perder contacto con las personas”.
Librería Mi Casa (www.libreriamicasa.com.ar) tiene el más literal de los nombres: la atiende hace más de una década Nurit Kasztelan, y queda en su propia casa. Especializada en poesía, Nurit cuenta que el funcionamiento online con el que venía trabajando fue un músculo que catapultó sus ventas en 2020. “Con la pandemia ocurrió que también llegó un público de narrativa y otros géneros. Creo que el encierro logró que ese ocio que podía consumirse en otro tipo de actividades pasara a la lectura”. Además, desde el perfil en IG de la librería, escritoras como Agustina Bazterrica o Florencia Garramuño se filmaron recomendando diversos títulos.
En el límite con Chacarita se encuentra Falena (Charlone 201). Hogar, librería, paraíso arquitectónico. O tapa, contratapa y señalador de un espacio soñado para pasar el tiempo buscando libros mientras el sol destila desde los ventanales una luz purificada, casi químicamente embotellada para leer. La atiende su dueña, Marcela Giscafré, quien nos cuenta: “Fue un año extraño y a la vez pienso en redoblar mi apuesta. Una librería es en sí un desafío y una apuesta: al trato personal y a lo presencial. El libro tal vez no es más sagrado que otras cosas, pero para mí sí es importante y valioso, y así quiero mantenerlo en Falena: con el cuidado y selección con que mantengo su catálogo”.
Otras voces, otros ámbitos
Entrar en Céspedes (Alvarez Thomas 853) también es una experiencia, acaso intertextual. Conversar con Cecilia Fanti, su dueña, recuerda la genial y sutil escena de El ciudadano, en la que el viejo tutor le reprocha al joven millonario Kane (Orson Welles) que las diatribas desde su diario, The Inquirer, hacia los accionistas del ferrocarril van en contra de sus propios intereses. Kane, famosamente, le responde: “El problema es, Sr. Thatcher, que usted no se da cuenta de que está hablando con dos personas a la vez”. Fanti es librera, escritora (las novelas A esta hora de la noche y La chica del milagro) y trabajó durante muchos años en una editorial internacional. De ella podría decirse lo que el jazzman Charles Mingus escribe al comienzo de su autobiografía, Menos que un perro: “Yo soy tres’’.
Fanti habla rápido y piensa mucho. Sus brazos, leves, como de grafito, de escritora, acompañan cada frase, como si cada respuesta la hubiera reflexionado (escrito) años, lustros. Habla y se mueve, dispara ideas. Las impulsa. Una osadía gestual de los que los que además de pensar, actúan.
¿Cabe el concepto de curaduría en una librería?
Por supuesto. Es lo que logra la permanencia de tus clientes en el local, te compren o no. Y esa permanencia es un valor en sí mismo. ¿Para qué le voy a ofrecer yo a una persona que entra a mi librería más de lo mismo? En Céspedes creemos en la literatura, tenemos un ranking de venta propio que seguramente sea diferente al de otras librerías. No es una jactancia: es lo que buscamos. Y, además, con los libros, como en toda industria cultural, se edita mucho. Y la pandemia logró que se retrajera el exceso de muchos libros prescindibles.
¿Pero si una persona entra pidiendo un libro que ustedes no tienen?
Tratamos de tener todo, pero no en cantidades ingentes. Y ahí, justamente, es cuando sucede lo mejor: el momento real del librero. Sucede, por ejemplo, cuando un cliente pide tal best seller del momento, o un policial X. “Mirá, te presento a Los detectives salvajes, de Bolaño. Tenés, crimen, aventura, sexo, misterio, narcotráfico, realismo, épica. Y hasta vanguardia y política. Y ese lector vuelve. Ese lector va a querer seguir sorprendiéndose o regresará a comprar ese u otro título para alguien más. Porque los libreros somos promotores de la lectura.
En las originales vidrieras de Céspedes −que cambian todos los meses, pero no según las novedades sino como una declaración de política de libro, como una afirmación de la lectura− hay algo de portada de un diario con su primera plana y sus titulares. Y el interior de la librería posee, como el jazz, una parte escrita y otra improvisada: podemos encontrar allí todas las voces de la literatura, incluso las que no sabíamos que íbamos a buscar.
En el extraordinario capítulo dedicado a las librerías de la serie Pretend It’s a City (dirigida por Martin Scorsese), la newyorker serial Fran Lebowitz comenta que todos tenemos una sola vida, pero que en los libros tenemos millones. Y que eso la lleva a desear más los libros que el dinero: en la lectura, dice, se hace rica. En las librerías que recorre, con ese andar de plomo, de mujer menuda pero que pisa fuerte, descubre cosas. “El libro es como una puerta”, dice. Metáfora simple pero acertada para describir un pórtico de ingreso a las catedrales del placer y del saber.
Buenos Aires, con sus librerías y libreros de barrio, son como Ersilia, la urbe en Las ciudades invisibles, de Ítalo Calvino, en la que los habitantes tienden hilos entre las casas. Cuando los hilos son tantos que ya no se puede pasar, los habitantes se van y quedan sólo los hilos. Perderse en la ciudad, caminar entre librerías porteñas, de sur a norte y de este a oeste, como quien lleva un hilo, es una perdición en muchos sentidos: una pérdida que es extravío, descarrío (feliz); pero también su antónimo: fortuna. La fortuna de encontrar un consejo, un libro o una lectura a futuro. O de encontrarse con alguien. En Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit sostiene que el concepto de perdido tiene dos significados bien diferentes: perder cosas es la desaparición de lo conocido, pero perderse uno mismo es la aparición de lo desconocido. Hacia todos los puntos cardinales de la ciudad hay muchas librerías que también merecen conocerse, como Corneja, Punto de encuentro, Suerte Maldita, Mandolina, Notanpuan, Eterna Cadencia, Musaraña o Menéndez, por sólo mencionar algunas… A cada lector le tocará perderse entre ellas. En Vértigo, de Hitchcock, cuando su protagonista, el detective Scotty (Jimmy Stewart), suspira por penetrar en la mente, la historia y los secretos de Madeleine, la mujer que lo obsesiona en esa urbe que es laberinto de puentes y de misterios, recurre a un librero (Pop Leibel, de la librería anticuaria Argosy). Como si la lectura fuese la única capaz de desentrañar pasiones, geografías e historia. Como si el librero fuera un antropólogo de todo lo humano.
Año extraño, expansión, transformación, profundización de la lectura, cambio, apuesta, continuidad son algunas de las palabras que más corean todos los libreros independientes entrevistados… Hoy, luego del año del Zoom y tantas aplicaciones para comunicarnos (tan bien las recibimos en un principio, tanto hastío nos provocaron al poco tiempo), esperemos que no nos gane una nueva app que nos dicte los caminos de una librería a otra. Mejor perderse entre ellas (entre libros, lecturas y libreros). Y que cada uno pueda viajar, narrar, contar o leer –como en la Ersilia de Calvino–, por los hilos invisibles que unen a las librerías de Buenos Aires. Nuestro mejor argentinismo.
Fuente: Nicolás Pichersky, La Nación