Cae el sol en San Isidro, y los escritores siguen hablando. Sus palabras giran alrededor de ideas. Son accesorios dispares, espontáneos, que intentan independizarse de sus obras, de los libros, pero inevitablemente están ligados: un pequeño hilo ata estas reflexiones que salen de la boca de Rodrigo Fresán, Alberto Fuguet y Samanta Schweblin a las novelas y cuentos que escribieron. Hay una conexión casi imperceptible pero efectiva. Desde ese lugar hablan, con ese bagaje, con esa biografía, y lo hacen a partir de la literatura que escribieron, pero sobre todo de la que leyeron: su combustible, su alimento.
Estamos en el Museo Pueyrredón, en el patio de atrás, a metros de las barrancas del Río de la Plata. Los árboles tienen un verde intenso que se troquela con la claridad del cielo celeste. A unas cuadras de aquí, en unos días, se realizará la segunda edición de la Feria LEER (literatura en el río), en el Centro Municipal de Exposiciones de San Isidro. Este fin de semana, 16 y 17 de marzo, de 12 a 20 horas, con entrada gratuita. La invitación es atractiva: un centenar de editoriales, feria de libros, talleres para los chicos, mesas de debate, entrevistas, conversaciones y un show al piano de Julieta Venegas.
Antes de la entrevista, los periodistas aguardamos nuestro turno en una mesa de mantel blanco y vajilla refinada. Hay pastelería exquisita, té —en Zona Norte se toma té— y cada tanto se acerca un chef con bigotes dalinescos con una bandeja de metal a ofrecer más. Fernando Pérez Morales, editor del sello Notampuán, y Eleonora Jaureguiberry, subsecretaria de Cultura de San Isidro, son los organizadores de la feria. «Es un festival a escala humana, no es despelote y ruido, es todo chiquito, íntimo», aseguran.
Más allá, en otra mesa, los tres autores reciben a cada entrevistador. Ninguno de los tres lleva más de 24 horas en Buenos Aires. De todos modos están de buen humor. Llegaron en aviones de diferentes partes del mundo. Vinieron a conversar de literatura. La Feria LEER tiene un lema: el año pasado fue «el futuro», en esta segunda edición será «viajeros». Así comienza la conversación que Fresán, Fuguet y Schweblin tuvieron con Infobae Cultura, justo antes de que concluya el atardecer y llegue la oscuridad.
—Quisiera empezar por el lema del festival: ¿qué lugar ocupa el viaje en sus vidas? ¿Repercute en su escritura?
—Samanta Schweblin: Es como la condena de escribir… La escritura como una forma de quedarme en un lugar, de ocupar poquito espacio, de concentrarme en lo que me estaba pasando en ese momento. Cuando la literatura empezó a crecer y aparecieron los libros, tocó moverse como una consecuencia de ese capricho. El viaje no es la parte que más me gusta de la escritura. Lo tomo como un deber, como un trabajo, y trato de ir a los festivales. Hay un tema con las traducciones que es que muchas son de editoriales independientes muy pequeñitas en Europa, y realmente le hace la diferencia al editor que uno vaya. Entonces uno se ve en la obligación de ir a apoyar el libro. Después uno va y no parece que realmente sea así, que se ocupen mucho de uno… es un poco confuso. Y se te empiezan a mezclar los libros: estás presentando un libro nuevo pero también está la traducción a un idioma del anterior. Es incómodo.
—¿Disfrutás de viajar?
—SS: Disfruto del viaje, pero no de la estadía. Al viaje siento que le saco provecho, sobre todo cuando vuelo. Al no tener los pies sobre la tierra puedo hacer lo que quiera con ese tiempo, es mío, nadie se mete, no suena el celular. Trabajo un montón en los aviones, desaforadamente. Después, cuando empiezan las responsabilidades de las charlas, de las entrevistas… no, la verdad que no lo disfruto. Siento que cada vez que abro la boca le quito puntos a los libros. Y que el libro es lo mejor que yo puedo dar, entonces siempre estoy por debajo de los libros. Me siento como en falta o ensuciándolos.
Siento que cada vez que abro la boca —confiesa Schweblin— le quito puntos a los libros
—Rodrigo Fresán: En el libro que estoy terminando ahora, un personaje que es escritor y que tiene un problema con esto de los viajes, dice: «Si los viajes serían realmente como uno quiere, tendría que estar uno escribiendo sobre una mesa y con todo un auditorio de gente leyéndolo». Esa sería la realidad absoluta: que ellos vieran cómo sos vos escribiendo y vos ver cómo son ellos leyendo.
—SS: Yo hice eso en un jam de escritura acá en Buenos Aires y fue precioso. Iba escribiendo y la gente decía ‘noooo’. Después borraba y decía ‘siiii’. Metías un adjetivo correcto y te aplaudían. Era una belleza.
—RF: La idea del viaje, para un escritor comienza mucho antes: cuando uno es lector. Cuando leés viajás. Esa la primera idea del viaje, sobre todo en la infancia. Yo nací en los años sesenta. Tengo un hijo de doce años y le cuento que cuando yo era chico había cuatro canales de tele en blanco y negro. La programación para chicos era dos o tres horas al día. De repente veías una película y no podías volver a verla hasta dentro de dos años cuando la repetían. Si la agarrabas empezada no podías apretar un botón y rebobinar. Y me dice: «¿Queeee? ¿Cooooomo?» Eso tiene su parte buena y su parte mala. Hoy él tiene un acceso a una cantidad de cultura…. es fanático de Kubrick y puede ver cada fotograma quinientas veces. Pero había algo genial en esa idea de que al no poder volver a ver una película hasta que la vuelvan a pasar y eso quizás tardaba dos años, entonces ibas imaginándola y mejorándola. Después las volvías a ver y decías: «¡Es muchísimo mejor la mía!» Así aprendí a narrar también. Pero respecto de lo que decía Samanta, a mí me gusta mucho irme para después experimentar la felicidad de volver. Lo comparo mucho cuando hice el servicio militar, que fue horrible.
—SS: ¿Dónde lo hiciste? ¿Acá?
—RF: Sí. Fue en la época de Malvinas. Pasé un año y medio ahí adentro, pero la felicidad del día que me dieron la baja fue una cosa orgásmica, extática. Salís a la calle y es como el final de Expreso de medianoche cuando el tipo se escapa de la cárcel. Después todo lo recordás con cariño. Pero bueno, nos fuimos de tema…
Cuando leés —asegura Fresán— viajás
—Es interesante porque ustedes trabajan con la imaginación. Me refiero a que en la literatura, a diferencia del cine, el lector no ve a los personajes, los imagina. Es un viaje bastante diferente a otras disciplinas artísticas…
—RF: Sí, la literatura es la más democrática de las artes. Frente a un cuadro podés pensar en cosas diferentes, pero todos estamos viendo el mismo cuadro. Por eso yo soy un gran enemigo de las portadas de los libros cuando te ponen una especie de retrato de quien se supone que es el personaje. Me parece como una falta de respeto, porque te están imponiendo como una imagen para revelártelo. De todos modos, creo que en un momento deja de ser imaginación. Es un trabajo, un oficio. La imaginación es como el combustible pero hay como un motor.
—SS: Ahí es donde el viaje, por lo menos a mí, me resulta como disparador. Me es imposible escribir en un viaje, salvo que vaya a un lugar y me quede un tiempo a escribir. Pero en viaje me es imposible. Escribir de manera programada, pensante, como un trabajo. Lo que me pasa es que al estar en tránsito siento una libertad en las ideas que no siento en el escritorio, entonces me la paso tomando notas de todo tipo. Es como mi espacio de experimentación.
—RF: La extranjería… es bueno cada tanto cambiar de lugar. Si bien hay escritores entrañables que se murieron en la cama donde vivieron ochenta años y toda su literatura pasa por la esquina de su casa, pero a mí me encanta cada tanto, por ejemplo, tener que aprender la marca de las papas fritas de otro país, porque te limpia la pupila y te vuelve sensible a cosas que das por hechas. En el mundo es cada vez más difícil, porque cada vez es más Starbucks, Apple, McDonald’s, Coca-Cola. Antes el extranjero tenía una identidad muchísima más extranjera que la que tiene ahora, ¿no?
—SS: Y también pasa algo loquísimo. Hace unos años atrás estuve viajando a China, Rusia… y todos esos lugares que a nosotros nos resultan extranjeros como McDonald’s, Starbucks, «tomate una Bayaspirina», en esos espacios tan lejanos, eran mis lugares, mi hogar. Necesito tomarme un café y ¡Starbucks, por fin! Una cosa de conexión, de decir: esto es mi mundo. Lo que antes funcionaba como extranjero ahora se te acerca.
La literatura —dice Fresán— es la más democrática de las artes
—RF: Cada vez me cuesta más viajar, pero cuando fui a Japón me dije: «Bueno, tuvo sentido venir acá porque hacía muchísimo tiempo que no me sentía extranjero». Me contaban cosas alucinantes. Yo hice algunas incursiones en el mundo árabe pero ya me niego y no me gusta ir más porque no me gusta cómo tratan a las mujeres, es muy violento, me siento mal. Una vez fui a dar una conferencia a la Universidad de El Cairo sobre Bioy Casares; en un momento digo que Bioy Casares tenía muchas amantes, y todas las alumnas se pusieron de pie y abandonaron el lugar. Pero todas. «¿Qué pasó?», pregunto. «Es que dijiste algo muy fuerte». Entonces me dije: «No quiero volver en mi puta nunca más a este lugar». Fue horrible.
—¿Y los hombres se quedaron?
—RF: Las mujeres salieron y los hombres se quedaron y decían: «Cuenta, cuenta de Bioy Casares» Es como que no les correspondía oír eso. O tal vez estaban ofendidas. No sé cómo funciona la cabeza de una mujer a la que le están machacando y machacando…
—SS: O era como una palabra clave tal vez, que les sugería que había empezado el horario prohibido para menores.
—RF: Claro, claro… Pero bueno, aún quedan lugares extranjeros. Supongo que si vas a la Antártida debe ser bastante impresionante, por la ausencia de marcas.
—En esta época de la cultura de la imagen, donde hay una exacerbación de sentidos y significados, y todo parece estar en la superficialidad, ¿es más difícil trabajar con la imaginación?
—RF: Depende de lo que escribas. A mí cada vez me interesa más la literatura con estilo. Me interesa la literatura que no puede ofrecerte HBO o una película. Me gusta mucho lo que dice Nabokov, que la verdadera biografía de un escritor era la historia de su estilo. Yo creo que la batalla se juega ahí. Antes eran como gestos aislados muy vanguardistas como podía ser el Ulises de Joyce o Proust o Beckett. Yo disfruto muchísimo de leer grandes narradores, pero me parece que ser un gran narrador no es lo mismo que ser un gran escritor. Son dos cosas totalmente distintas. A mí Paul Auster me parece un gran narrador, por ejemplo.
—Alberto Fuget: ¿Con narrador te refieres a alguien que cuente historias? —dice el autor y cineasta chileno incorporándose a la conversación, que estaba dialogando con otros periodistas.
—RF: Sí, pero que no veo un estilo. Stephen King es un gran narrador, por ejemplo, aunque tiene un estilo, por insistencia. A mí me gustan más los gestos más extremos.
—AF: Yo tengo muy poca imaginación. Como que miro, robo y sobre todo recuerdo. Así como imaginación, el negocio es de otra persona. Yo sería incapaz de trabajar en HBO e inventar todos los días una serie. Yo no tengo imaginación, tengo otras virtudes.
—SS: Es que la literatura es puro poder de invocación y todo lo demás es material que hay en la cabeza del lector. Vos decís «no hay una tetera sobre la mesa» y ya todos elegimos una tetera. Para mí, al contrario, este bombardeo de imágenes de todos lados del mundo puede hacer que ese poder de invocación tenga una material más concreta.
La literatura —sostiene Shweblin— es puro poder de invocación
—RF: Además ves cómo cambió el lenguaje de la literatura cuando agarrás las grandes novelas decimonónicas, como Victor Hugo, que está estructuradas de una forma donde hay un capítulo de acción de los personajes y hay un capítulo donde describían el tiempo, el lugar. Claro, no había referencias visuales. De repente había lectores de esas novelas que por más que estuvieron a ochenta de kilómetros nunca iban a ir a Londres en su vida, y no había fotos, a lo sumo dibujos en los periódicos. Había una función social del escritor, no sé si más importante, porque finalmente la función es proporcionar historias, que me parece bastante, pero sí más necesaria, digamos. Ahora ponés «se fueron a Nueva York» y de inmediato el lector lo ve.
—SS: Claro, hay un Nueva York para cada lector.
—AF: Sex and the City, Woody Allen…
—RF: Hubo una paradoja, porque el siglo XIX se supone que es el siglo de los grandes monumentos realistas: Ana Karenina o Madame Bovary, por ejemplo. Pero para mí son lo más irrealista que hay, porque la realidad no está estructurada de manera con tiempos dramáticos, capítulo por capítulo, toda la semana pasa algo que encaja con lo siguiente. Quiero decir, me parece más realista William Burroughs con el cut-up, que es más como pensamos nosotros. Si nuestra vida se destilara como novela realista tendría zonas muertas donde no pasa absolutamente nada. Otra cosa que decía Nabokov, otra vez: él decía que la realidad estaba sobrevalorada, que todos vivimos en una realidad común. Como Suiza, neutral, donde para todos eso es una silla, pero para un carpintero es otra cosa y para alguien que tiene problemas de columna es otra cosa, y para alguien tenga una mueblería es otra cosa. La realidad está llena de otras realidades, cuando uno escribe elige una.
Si nuestra vida se destilara como novela realista —comenta Fresán— tendría zonas muertas donde no pasa absolutamente nada
—Y hablando de distintas realidades, ¿cómo se llevan con la literatura predominante, con las más leída, con la que más se escribe? Con la que es tendencia, digamos.
—RF: Como escritor jamás podría escribir literatura masiva, no tengo ese talento. Me parece que es un talento realmente. Como lector, me gustan mucho los best-sellers, pero me parece que son cada vez peores.
—AF: A veces, más allá de los best-sellers, lo que está de moda en el circuito es otra cosa: lo que está en el cánon, lo que se está premiando, lo que se está produciendo. Yo siempre trato de pensar cómo lo haría Lubitsch, que es una famosa frase de Billy Wilder. No tratar de hacerlo como lo harían los demás, sino tratar de hacerlo como lo haría yo. Tratar de contar, de hacerme cargo de Chile o de mi historia o de la historia de mis amigos, lo que sea, pero no tratar de escribir como alguien. Yo creo que esa es más la preocupación de América Latina, más que la de competir con los best-seller. Porque creo, como dice Rodrigo, que nadie en América Latina ha logrado ser un Stephen King, ser un John Grisham. A mí me gusta Robin Cook, por ejemplo.
—RF: Yo creo que ese es un problema más de editores que de escritores.
—AF: Yo creo que sí hay, en los talleres sobre todo, eso de querer escribir como tal escritor. En una época era realismo mágico, en otra escribir como Borges o como Cortázar o como Vila-Matas o como Bukowski. En América Latina se hablaba mucho de literatura de los hijos, el dolor de ser un hijo y que tus padres no fueron gente capaz de tomar decisiones. No sé. Yo creo que hay que ser muy audaz en América Latina para escribir una novela de aviones, que se secuestran, yo no veo a nadie así.
—RF: A mí me encantaría poder escribir Entrevista con el vampiro pero no me gustaría escribir Crepúsculo, por ejemplo. Ahí está el declive del best-seller, vampíricamente hablando.
—AF: Yo creo que hay cada vez más posibilidades de hacer literatura de género, pero género en esos términos.
—SS: A mí me cuesta mucho pensar en esos términos, realmente, porque no es algo que piense durante la escritura.
—RF: Es algo que aparece a posteriori tal vez.
Cuando la vida es dura —comenta Scweblin—, la literatura es un gran aliciente
—SS: Yo creo que todo tiene que ver con la idea que estás contando, con un timing, con un estilo, una voz, una cantidad de personajes. Es lo último que pienso. Más bien te diría que es algo que descubro. Yo me recuerdo leyendo con sorpresa que Distancia de rescate era una novela de terror y pensar: «¡Qué bien! Si hubiera podido elegir que quería escribir una novela de terror…»
—AF: ¿Han visto la película de Melissa McCarthy?
—RF: ¿La de la falsificadora?
—AF: Sí, esa. Es la historia de una mujer que hace novelas históricas, biografías, y le va mal, nadie la lee, se desespera, entonces empieza a escribir cartas de escritores famosos inventadas. Empieza a copiar a todos, a Faulkner, a Dorothy Parker. En un momento la descubren. Cuando la putean y le dicen que es una ladrona y sin talento, les dice: «Disculpa, ladrona sí, pero talento tengo… «
—RF: Si yo tuviera el talento para escribir Cincuenta sombras de Grey, ganar 200 millones de dólares y después dedicarme a lo mío… Además, hay que tener mucho talento para no darse cuenta que eso es pésimo, llevarlo hasta el final, publicarlo y hacerte multimillonario…
—¿Sienten alguna responsabilidad social? Me refiero a la vieja pregunta de la función de la literatura, sobre todo en tiempos como estos.
—SS: Yo creo que la responsabilidad está en los poderes de la empatía y en ponerse en el lugar del otro que genera la escritura y la lectura. Está ahí. Uno genera como circuitos de recorridos emocionales por los que circulan los lectores y en esos circuitos el lector entiende, descubre, ordena cosas en la cabeza. Es como una herramienta. Cualquier herramienta se puede usar muy bien o muy mal. Hay muchas casos en la historia universal de la literatura. Pero no sé si hay una razón política particular o un objetivo final. Por lo menos en mi literatura no. Yo no pienso en eso.
La responsabilidad de la literatura —dice Schweblin— está en los poderes de la empatía
—RF: Yo lo veo en términos de felicidad. Yo he sido enormemente feliz como lector y lo sigo siendo, por lo menos una vez a la semana. Mi responsabilidad, digamos… no, ni siquiera es mi responsabilidad… mi deseo, mi anhelo es poder provocar algo más o menos parecido a eso a alguien que no conozco. Creo que no hay más que eso.
—AF: Yo antiguamente, que era más rebelde, te hubiera dicho que una cosa es lo que voto en privado y otra es lo que hago como ciudadano. Pero con el tiempo me di cuenta que a mí me interesa que me subrayen. O me interesa que alguien se sienta acogido, que se sienta identificado. Me parece que con tanto ruido y tanta locura dando vuelta, de repente la lectura o una película o un disco uno puede sentir que… que salven es muy fuerte… pero sí que alguien te entiende. Que hay otros. No sé si eso es responsabilidad, pero sí es bueno de vez en sentirse apañado, como decimos en Chile.
—SS: Cuando la vida es dura, es un gran aliciente.
La literatura tiene un espesor y un silencio que es distinto al cine o a Netflix —dice Fuguet—, el lazo es distinto
—RF: Además, es una manera muy económica de construir algo.
—SS: Sí, para vos y para el lector.
—RF: A diferencia de otras disciplinas artísticas los materiales para escribir son mínimos, y los libros siguen siendo bastante baratos. Hay bibliotecas. Los clásicos ya están todos online libres de derechos. Me sorprende cuando a veces te cruzás con gente y te dice con cierto orgullo: «Yo no leo» o «Sólo leí un libro en mi vida».
—AF: ¡Mi Ministro de Economía! Se jactó que no lee, que no tiene tiempo.
—RF: ¿Te vas a morir sin saber lo que es esto? Es increíble.
—AF: También es cierto que hay menos tiempo, sin embargo se lee más, aunque sea en las pantallas. Y también se escribe más. Se está escribiendo como nunca antes. Pero respecto al libro, la gente lo está leyendo porque tiene un espesor y un silencio que es distinto a cosas como el cine, que a mí me gusta, o como Netflix. El lazo es distinto.
—RF: La literatura sigue siendo misteriosa.
* Festival LEER (literatura en el río)
Sábado 16 y domingo 17 de marzo, de 12 a 20 horas
Centro Municipal de Exposiciones
Del Barco Centenera y el río – San Isidro
La entrada es libre y gratuita
La programación completa acá
Fuente: Infobae