Hubo una época en la que Corrientes era la avenida de las pizzerías, los cafés, las librerías y los cines. Los tres primeros rubros todavía luchan por su supervivencia, pero en cuanto a las salas, sólo quedan tres: el Cosmos UBA, la Sala Lugones del Teatro General San Martín y el Lorca. Este último es el único que reabre este jueves 4 de marzo luego de casi un año con las puertas cerradas por la pandemia de Covid-19.
La reapertura del Lorca será con tres películas: Tenet, el thriller de ciencia ficción de Christopher Nolan; Raya y el último dragón, la nueva animación de Disney; y, como para mantener vivo el espíritu del cine que caracteriza al Lorca, una versión remasterizada de 8 1/2, el clásico de Federico Fellini.
Es una gran noticia que se suma a la alegría por la reapertura de los cines en general. Porque a esta altura el Lorca es más que una sala: es un ícono porteño, el único sobreviviente de una era en que el cine de autor reinaba en Buenos Aires.
Son dos salas que funcionan en el edificio ubicado en el número 1428 de Corrientes, entre Uruguay y Paraná, a metros de la boca de la estación Uruguay del subte B. Fue construido e inaugurado por Antonio Álvarez en 1968 con el nombre de Cine Lion, en el mismo lugar donde antes, en los años ‘30, había estado el Cine Éclair.
En la década del ’70 formó parte de un circuito de cine arte que también estaba integrado por los ya desaparecidos Lorange, Lorraine, Losuar y Loire. Las noches porteñas, especialmente las de los fines de semana, eran un hormiguero de espectadores que iban y venían por las siete cuadras de avenida Corrientes entre 9 de Julio y Callao.
Alberto Kipnis, fallecido en 2017, fue el factótum de la cinefilia de Corrientes. Empezó como boletero en el Lorraine, al que salvó de la quiebra gracias a impulsar un cambio rotundo en la programación y a modificar los programas, la cartelera y la publicidad.
El emblemático cartel de neón del cine Lorca.
A partir de ese éxito abrió las otras salas, Corrientes se convirtió en la avenida de los «cines de la L». Se caracterizaban por priorizar las obras cinematográficas de lenguaje intelectual, psicológico e ideológico de grandes creadores, en general europeos, como el propio Fellini, Ingmar Bergman, Luchino Visconti, Lindsay Anderson o Ken Loach, entre muchos otros.
Al calor de esa movida se sumó el Lorca, un esfuerzo familiar encabezado por Rosalía González y su marido, Norberto Bula. Es un edificio de estilo moderno, con una fachada vidriada negra y espejada de la cual cuelga el tradicional cartel luminoso de neón que se enciende de noche y sigue siendo el mismo desde la inauguración del cine.
El hall tiene doble altura. A la entrada está la boletería, con un amplio vestíbulo que conduce a la sala 1, en la planta baja, que tiene la (incómoda) particularidad de que las butacas delanteras están en un nivel más alto que las traseras. Frente a la boletería se encuentra la escalera para subir al primer piso, donde está la sala 2. Ambas están decoradas con tiras de madera de distintos tonos y en total tienen una capacidad para 500 personas.
La fachada del cine Lorca.
La sala no estuvo ajena a los vaivenes económicos del país y los cambios en los consumos culturales. Pero mantuvo sus puertas abiertas pese a que desde fines de los años ‘80 debió enfrentar severas dificultades financieras, con algunos alivios esporádicos.
Por ejemplo, en 1998 tuvo un éxito inesperado con El sabor de la cereza, del iraní Abbas Kiarostami. Fueron a verla nada menos que 125 mil personas, y durante semanas hubo colas que llegaban a dar vuelta a la esquina de Uruguay.
“Es sorprendente. Pensé que sólo iba a durar una semana en cartel, más allá de que sea de visión imprescindible para el cinéfilo», decía en ese momento Bula, al diario La Nación. Un año antes había ocurrido un fenómeno parecido, a menor escala, con Happy Together, la película del hongkonés Wong Kar-wai filmada en la Argentina.
El vestíbulo del edificio de Corrientes 1428. Foto: Martín Bonetto.
Bula contaba que muchas veces en los últimos años había tenido que cumplir con lo establecido por su sala en caso de no haber ningún espectador en una función: proyectar la película durante diez minutos, para nadie, y apagar el proyector.
Pese a las sucesivas crisis, González y Bula se negaron a vender el edificio, por el que McDonald’s y el banco Ciudad (que tiene una sucursal lindante con el cine) llegaron a ofrecer el doble de su cotización a fines de los años ‘90.
Tuvo dos cierres breves que alarmaron a los cinéfilos, que temían por su continuidad. Pero se debieron a reformas edilicias. El primero fue en 2013: “Teníamos dos opciones: o invertir o cerrar, no sé… para alquilarlo. Pero hemos invertido para que siga siendo un espacio de cine arte”, le contaba Bula a Clarín.
8 ½ de Federico Fellini, uno de los tres títulos con los que reabrirá sus puertas el cine Lorca.
En ese momento hizo una inversión de 160 mil dólares para adquirir proyectores digitales. “Era cambiar o cerrar», explicaba el empresario. «Las compañías ya nos dijeron que el año que viene dejarán de existir las copias de 35 milímetros. Ya no quieren hacer material fílmico. Ningún cine independiente puede afrontar estos costos. Nosotros apostamos. Y reabriremos como lo que siempre fuimos: un cine sin pochoclo, de películas independientes”.
El otro cierre se produjo entre diciembre de 2016 y enero de 2017. Se hicieron arreglos en los baños, cambios de butacas y mejoras en los equipos de imagen y sonido. Perduraron, entre otros detalles emblemáticos, el cartel de neón y la fachada vidriada, negra y espejada, como ecos de un Buenos Aires de antaño, en el que se discutía acaloradamente sobre el último estreno del polaco Andrzej Wajda o el japonés Akira Kurosawa.
Fuente: Clarín