Diversidad. Esa palabra sirve para definir más o menos bien lo que se respiró en la primera jornada del Lollapalooza, en un día que empezó gris, con amenaza de lluvia, siguió soleado y terminó con una temperatura muy agradable. Diversidad musical, para empezar, acompañada de buen grado por la notoria amplitud de miras de un público muy joven y bien predispuesto para escuchar,
independientemente del amplio abanico estilístico planteado en la programación. El perfil promedio de ese público que agotó las entradas fue mayoritariamente joven, bien predispuesto, ciertamente libre de los prejuicios de las tribus del pasado. En ese marco insular, sobrecargado de atuendos multicolores, celulares, sofisticadas cámaras de fotos, mucho glitter, lentejuelas, lentes estrambóticos y una gran profusión de sponsors, hubo espacio para que Kamasi Washington, una figura clave del jazz contemporáneo, cautivara con su sincretismo: su arte es un magma que reúne el espíritu de la música negra de los 70 con las experimentaciones de los vanguardistas del género.
El otro plato fuerte de la primera jornada fue sin dudas Rosalía, una artista cuyo espíritu sintoniza a la perfección con la época. La euforia que provocó en un público en su mayor parte posadolescente se explica naturalmente por el proceso de identificación que la catalana provoca de inmediato con su espectáculo rabiosamente contemporáneo. Al margen de la decoración más superficial de las dinámicas coreografías que acompañan a su sólido repertorio (la secundaron seis jóvenes bailarinas ataviadas de riguroso blanco), Rosalía tiene mucho para dar como intérprete: se nota cuando las poliédricas bases disparadas por El Guincho -productor de su último disco y socio determinante de la joven artista española- se apagan y su voz brilla en soledad. Amada y odiada en partes más o menos iguales por la gran familia del flamenco, Rosalía no banaliza el género, como dicen los puristas más conservadores; en realidad lo reinventa con mucha imaginación, valentía y desparpajo. En los temas de El mal querer, el disco que editó el año pasado, el viraje hacia el pop contemporáneo más mestizo es evidente: hay sintetizadores, samples y unos cuantos recursos propios del hip-hop y el trap, pero sobre todo una voluntad expresa de conectar con la música que domina hoy los charts, algo que en Los Ángeles, su álbum debut, asomaba más difuso.
Rosalía es uno de esos casos excepcionales en los que el notorio afán de masividad no empaña a la obra: tiene encanto, personalidad y erotismo, escribe buenas letras y se arriesga a poner en diálogo a próceres como Camarón de la Isla y Lola Flores con Justin Timberlake y Beyoncé.
Su show arrancó con el irresistible «Pienso en tu mirá», demostración cabal de su capacidad de cantarle al desamor con pasión y despecho con apenas 25 años de edad. La vitalidad y el desenfado de Rosalía cuadraron a la perfección en el marco de la abigarrada fiesta millennial que se desató debajo del escenario, una multitud encendida que visiblemente se vio reflejada en esta flamante popstar global.
«La amamos fuerte», decían después del show Mariana y Romina, dos hermanas muy jovencitas que se vinieron desde Rosario acompañadas pos sus padres, adultos pero lo suficientemente aggiornados como para entender que el flamenco es apenas el punto de partida de esa música turgente y adhesiva que se ganó el corazón de sus hijas y también el de ellos, claro, que Rosalía es «pa’ todo el mundo».
El rock más oscuro de Interpol, el pop de Portugal The Man y el trap de Keo mantuvieron el line-up siempre caliente hasta el cierre bien arriba con Twenty One Pilot y el rapero Post Malone, los más esperados de la jornada.