José Abadi tenía 14 años cuando aquel mundo que formaba parte de la cotidianidad familiar -la Grecia clásica como representación de la historia, la cultura, la belleza, la filosofía y la mitología occidentales- se materializó en un viaje familiar fundacional. A esa edad descubrió el sitio exacto donde se originaron esos relatos fantásticos. Hijo de un hogar de inmigrantes judíos intelectuales (Mauricio, su padre, nacido en Damasco en 1917, había llegado de Milán a los 18 años fascinado por la filosofía y la arquitectura y sería uno de los pioneros del psicoanálisis en la Argentina; su madre era psicoanalista de niños y adolescentes), a los diez se le reveló un libro escrito y leído por su propio padre, Descubrimiento de Edipo, que le amplió la frontera del conocimiento.
«El Partenón aun no estaba rodeado por veinte mil alambrados, con cables y guardias. Con mi hermana, que tenía 10 años, corríamos carreras allí adentro. Tocábamos las Cariátides. Mi viejo lo recorría todo, extasiado. Por eso Grecia me aparecía como una especie de luz en el horizonte: tenía que ver con algo importante que me pasaba más allá de lo que me daba cuenta».
Ese recorrido estaría signado por otro hallazgo: el anfiteatro de Epidauro, edificado hace 2.500 años, de 112 metros de diámetro, con capacidad para 12 mil espectadores y una acústica asombrosamente perfecta. Allí, el reconocido médico psiquiatra, psicoanalista, periodista, dramaturgo y actor soñó por primera vez su sueño de representar.
La evocación de Abadi, un trazo íntimo de un momento de su adolescencia, aflora con su espectáculo Había una vez… Edipo Rey, monólogo que presenta todos los jueves de noviembre, a las 21, en el CPM Multiescena, el ex cine Los Angeles (Corrientes 1764).
¿En qué momento descubriste que podés compatibilizar el psicoanálisis y la tragedia griega?
Desde siempre tuve una fuerte vocación por el teatro y el cine, junto con mi vocación psiquiátrica y psicoanalítica. A los 27, como ese imperativo insistía, decidí estudiar actuación. Estudié con Lito Cruz, Beatriz Mattar, Augusto Fernandes, Rubens Correa, Luis Rossini, Norman Briski. Era una gran pasión, como lo era visitar en los veranos a un tío productor de cine, en Londres, para recorrer los estudios con las grandes filmaciones y las estrellas de la época. Me generaba un gran entusiasmo, al igual que el psicoanálisis. Y naturalmente, se entrecruzaban las tragedias griegas. No solamente porque allí había puesto su mirada descubridora nada menos que Sigmund Freud, sino porque se entrecruzaban temas violentos e insistentemente conflictivos como un juego literario y teatral maravilloso.
¿Por qué Edipo, que para la mayoría de los mortales remite al incesto?
Porque allí está la lucha por el poder, los celos, la ambición, la codicia. Es una obra que trata sobre el incesto, pero también sobre el parricidio, la lucha entre padre e hijo sin saberlo -donde uno mata al otro-, un bebé enviado a ser exterminado por un criado, el amor de dos padres que lo adoptan y lo convierten en príncipe de un reino que no es. Se puede suponer que son textos infernales, ilegibles ¿Sabés cuántas páginas son? ¡Sesenta! ¡Te lo leés como un thriller policial!
¿Cómo se resignifica esa tragedia en el Edipo que presentás?
No hace falta saber ni una palabra de la obra, ni haber leído nada. Esto lo cuento de entrada, a partir de cómo nace el teatro y cómo eran las fiestas dionisíacas. La teatralización de algunas pequeñas escenas y el humor hacen que esté lejísimos de lo denso y lo culturoso. No puedo definir si es teatro, pero sé que se convirtió en una conferencia narrativa teatralizada en tono de comedia, que además te recibe con una copa de vino.
¿Hay un guión o la «conferencia narrativa teatralizada» te lleva por otros caminos?
El relato como charla, como narrativa, como conferencia es en parte actuada, aunque el público no necesariamente lo tiene que saber. Esa persona que está hablando por un lado es una persona que ama el teatro y cuenta esta obra que lo conmueve. Por otro, es el psicoanalista que le interesa la trama oculta inconciente de la obra. Por otro lado hay un muchacho joven, un pibe de barrio a quien le acaban de contar cómo es esto y no lo puede creer. ¿Mató al padre? ¿Cómo que se casó con la madre? Hay una mezcla de géneros y resulta difícil decir dónde empieza una cosa o la otra. Además, después de la obra hay un debate con el público desde lo psicoanalítico, desde lo teatral y desde lo político.
Los oráculos son una parte fundamental de la cultura griega como herramienta de percepción del futuro. A la hora del debate, ¿vas a encarnar ese rol?
No, los analistas no somos oráculos. Y está mal que -narcicismo mediante- se lo crean. Tal vez nos parezcamos a los sacerdotes, esos que al lado de la pitonisa que supuestamente escuchaba la voz del oráculo y la declamaba, traduce algo de ese lenguaje oculto. Pero no inventamos ese lenguaje: lo interpretamos. El oráculo entraba al templo de Delfos y la pitonisa, vestida en una tela de víbora, se jadeaba, bailaba, decía palabras que no se entendían un pomo, y había un hombre -cultura patriarcal- el sacerdote, que traducía. Más que traductores, nosotros somos intérpretes del discurso del inconciente que proclama la pitonisa. En el teatro digo como broma que el oráculo tiene su descendencia en la Argentina en los encuestadores.
¿Por qué creés en la vigencia de los clásicos griegos?
Porque ahí está la duda, la pregunta, la necesidad de saber quién es uno, la apariencia y la verdad, la estética de la violencia. El ser humano en su presentación formal y en su arquitectura más oculta hasta para él mismo. Un gran crítico de la cultura inglesa alguna vez dijo una frase muy divertida: por qué alguien se dedicó a escribir algo después de Shakespeare, si está todo ahí. Yo se lo rebatiría: le diría que puede anticiparse e ir a la tragedia griega.
¿Se puede analizar la obra escrita sin conocer a sus autores?
No. Esto me permitió acercarme a Sófocles, que escribió 113 tragedias, de las cuales se conservan siete. Te lo imaginás agazapado en un escritorio, pensando las cosas más tristes, viviendo de un modo desgraciado. ¡No! Era alto, delgado, con una pinta que mataba. Pericles estaba enamorado de él. Era militar, político, literato, pintor. Era rico y vivió 90 años. ¡Y es el que escribió las peores tragedias! Distinta fue la vida de Esquilo. Para Esquilo, somos malos o buenos protagonistas de un libreto escrito por los dioses. Sófocles tiene una característica novedosa frente a Homero y a Esquilo: empieza a darle significación a mundo interno del hombre. Nos da la coautoría.
¿Qué pensás que encontró aquel adolescente deslumbrado por los clásicos griegos, que más de medio siglo después mantiene la misma pasión?
(piensa)… Que son gente de la familia.
Fuente: Norberto Chab, La Nación