Las paredes amarillas del almacén La Paz son parte de su tradición.Estrella Herrera
Cada vez que Julián Gómez entraba al almacén y veía el techo destrozado, con las goteras pudriendo los viejos tirantes de pinotea, no podía evitar sentir una profunda tristeza. El lugar en el que se acumularon cientos, quizá miles, de historias a lo largo de 160 años, de repente -hace cinco años- se había transformado en un escenario oscuro, de futuro incierto, con aperturas esporádicas, como una luz que se va apagando. “Este lugar es mi vida, no lo puedo ver así”, se repetía a sí mismo incansablemente, mientras comenzaba a formarse la idea de juntar voluntades para su reapertura. Así, de a poco, ahorrando peso por peso, la familia Gómez logró restaurar parte del techo y este 22 de septiembre, el Almacén La Paz volverá a abrir sus puertas para formar parte de los festejos del aniversario de Roque Pérez. “Va a ser una prueba piloto, pero estamos muy emocionados”, dice Julián, enfocado en no quemar etapas, pero sin ocultar la felicidad que siente de poder mantener en pie el legado familiar.
Un posteo en Instagram del 23 de julio comenzó a sembrar la expectativa, con un video en cámara rápida, apenas una simple inscripción (“De a poco vamos avanzando!!!”) y donde se los ve empezando a acomodar el interior del almacén. “Cuando avisamos que íbamos a volver a abrir, pasaron cosas muy lindas. Nos puso muy contentos, pero también nos asusta un poco; queremos hacer todo con tiempo, de abajo, como fue siempre el almacén. Mantener la esencia del lugar: los lugareños venían a comer una picadita y a tomar un vermut”, resume Julián, quien para esta tarea cuenta con la ayuda de su esposa, Gisela, y la de su hermana Agustina, junto a su pareja Fabián. “Este es un emprendimiento familiar, como siempre lo fue”, explica.
La historia que liga a los Gómez con el Almacén La Paz se remonta a 1935, cuando don Justo Gómez -inmigrante español- logró comprar el fondo de comercio luego de trabajar varios años allí. Desde entonces, a este sitio se lo conoció como “lo del gallego”. Desde mucho antes, dentro de estas altísimas paredes de ladrillos asentados en barro, se fueron hilvanando anécdotas y peripecias de un paraje rural que -como gran parte del campo- se fue despoblando hasta quedar prácticamente vacío. Julián llegó a verlo con cierto esplendor. “Acá venía cualquier cantidad de gente”, asegura. “Aparte de ser un comercio, era un punto de encuentro donde se hablaba de las noticias del pueblo. Había colas de gente esperando al panadero, que llegaba a las 10 de la mañana. Esa era la hora pico”, agrega. “Había muchos personajes, pero hay uno que queda muy activo, Lalo, que tiene millones de historias: muy bolacero y recitador. Pero toda gente sana”, dice entre risas.
En 2017, en una recorrida por pulperías de la zona, Lugares pudo hacer los últimos retratos en vida de Mabel -Chola- Gómez, tía de Julián y emblema del lugar. Chola había empezado a trabajar detrás de la barra cuando tenía 13 años y ahí siguió hasta sus 90. Falleció en 2019 y la suerte del almacén comenzó a tambalear. Ella estaba orgullosa de ser almacenera. Abría de lunes a lunes y mantenía el lugar con mano de hierro. Se vanagloriaba de sostener este estandarte que había abierto sus puertas 1859 y jamás había cerrado. “Me encantaría poder hacer lo mismo, pero no quedó gente viviendo alrededor. Tenemos que apuntar al turismo, no nos queda otra”, se lamenta Julián.
Además de esta hermosa construcción de estilo italiano, pitada de amarillo con grandes letras en verde, y de una cuantiosa memorabilia de latas y publicaciones antiquísimas, en La Paz hay otro tesoro incunable: una construcción de adobe que fue habilitada como pulpería en 1832 por el propio Juan Manuel de Rosas, donde autoriza su funcionamiento “siempre y cuando no la maneje ningún salvaje unitario”. Así lo indica una fotocopia del permiso otorgado a un paisano de apellido Fillol. “Según estudios que hicieron, parece que el rancho incluso fue construido bastante tiempo antes, tal vez por el 1800″, revela Julián. Y añade, apesadumbrado: “Se puede ver, pero ya no se puede entrar… es una lástima que se venga abajo: no sé cuántos ranchos de este tipo originales deben quedar”.
“Yo nací y me crié en el almacén. Me movía entre las patas de mi viejo y de mi tía, Chola. Este lugar es mi vida, no lo puedo ver cerrado. Por eso digo que yo tengo una misión acá: nosotros queremos que siga abierto, y en familia”, resume Julián, quien tiene que sostener otro trabajo y está invirtiendo sus ahorros en la reapertura. “Por ahora, pudimos recuperar el 40% del local porque cuando abrieron el techo se encontraron con un desastre… por eso vamos a empezar de forma sencilla, con lo que fue siempre: chorizo, queso, mortadela, vermut. Bien de campo. La idea es ir entrando en ritmo”, explica. “Es tan fuerte lo que pasa que ya hay gente queriendo reservar el lugar para pasar fin de año… ¡una locura!”, cuenta.
Si todo va bien, Julián piensa en que tal vez podrían recuperar toda la propiedad y agrandarse. “Queremos darle vida al almacén porque nos da mucha pena verlo cerrado”, insiste, mientras recuerda una foto de una edición especial de pulperías de Lugares, donde se lo veía a Norberto Eliff, uno de sus últimos clientes del poblado y ya fallecido, quien va todos los días, cigarro en mano, a por su vaso de ginebra. “Nos gustaría volver a crear ese hábito, seguir acumulando historias”, cierra.
Fuente: La Nación