Es el Cosquín que se vive más allá del escenario de la plaza Próspero Molina, en la calle, a la orilla del río y en las peñas; es el que eligen los que aman la música y el baile folklóricos más allá de quien sea el artista de turno, los que tienen sus propios ritos, los que esperan 11 meses convencidos de que esta es la mejor ciudad para vivir su pasión.
Elena Ryazanova e Iván Naleta bailan una chacarera muy juntos, con los ojos cerrados, ajenos a lo que pasa a su alrededor, que es nada más y nada menos que 12.000 personas coreando a Lucio «el Indio» Rojas. La pareja está concentrada en los pasos; quién sabrá qué se les cruza por la cabeza. Son rusos, de Moscú. Hicieron 13.552 kilómetros para estar en Cosquín. Es la cuarta vez para ella; la segunda para él. En su país estudian danzas argentinas en el taller Bohemia Rincón de Arte.
«Es fantástico. Venir aquí, estar con la cultura, con la gente, bailar lo que aprendemos pero en el lugar donde nació», dice Elena a LA NACION y cuenta, con un español mejor que el de su pareja de baile, que venir al festival es el sueño de todo el año, el objetivo de aprender. «El folklore argentino gusta mucho allá», reitera.
A la tarde con el sol todavía inclemente sobre el río hay gente que baila y guitarrea. Los gauchos que andan con sus caballos por la ciudad buscan refugio debajo de los árboles. Siempre hay -no importa la hora- asado, empanadas y vino; también mate. El balneario La Toma es uno de los icónicos de peñas al aire libre. Allí, en 1967, Jorge Cafrune invitó a la gente a seguir el festejo posterior a la consagración de Los Cantores de Quilla Huasi. Era un lugar más apartado y así descomprimía la ciudad a la madrugada.
«Este lugar nació con Cosquín, es de guitarreadas y asados que duran horas», resume un integrante de la Agrupación Gaucha de Valle Hermoso Familia Sitoni; a menos de cien metros están los Santamaría, otros que llegaron en sus caballos y ahora descansan. Cada año, en la mañana de la primera luna coscoína un desfile gaucho atraviesa la ciudad; participan unos dos mil, provenientes de todo el país.
Norma y Daniel son de Villa María; cada edición del festival llegan a Cosquín pero en vez de enfilar para la plaza van a las peñas. Se mezclan con otras parejas entre las que hay hombres con bombachas tradicionales y botas de cuero lustradas y otros con chupines y ojotas; una chica con la parte de arriba de la bikini y una mujer que superó los 70 y está vestida para una gala. Todo vale. «Nada más lindo que bailar acá, es contagioso el ambiente», dice Norma.
Están en la peña de Cuti y Roberto Carabajal, quienes se presentan todas las noches y proclaman que la intención es replicar el ambiente de su casa familiar en Santiago del Estero, donde cantaban y bailaban con la abuela.
A la gorra
Los salones de clubes se transforman en peñas durante las últimas semanas de febrero. Hay dos oficiales, una en el centro de Convenciones y Congresos y otra con los nuevos valores; al menos una decena de privadas y escenarios de espectáculos callejeros que son una invitación más para los bailarines espontáneos. Pareciera que buena parte de los que andan por la ciudad, llevan el pañuelo en el bolsillo, listo para desenfundarlo y moverlo al ritmo de un bombo y una guitarra.
La Salamanca, detrás de la plaza Próspero Molina, es otra peña emblemática que se renueva cada año; sus impulsores insisten en que «todos somos parte de Cosquín; el festival se nutre de todos nosotros más allá del festival». No faltan los celos entre los protagonistas de toda la movida festivalera.
Son muchos los que deambulan con instrumentos al hombro. Ni bien encuentran una esquina con buen paso de gente o un espacio en una plaza se instalan y ponen la gorra o la funda de la guitarra a modo de alcancía. Como hay clima de fiesta, en seguida aparece alguna pareja de bailarines y al rato, suelen ser decenas.
El santiagueño Néstor Garnica tiene «La Fiesta del Violinero», uno de los espacios más convocantes. Es que las peñas son lugares que permiten mostrarse a los que recién comienzan y compartir escenario con algunos consagrados que siguen haciendo culto de esa costumbre.
Fuente: La Nación