El edificio en la esquina de las avenidas Corrientes y Pueyrredón, donde el mito popular sitúa los 70 balcones del poema de Baldomero Fernández Moreno Emiliano Lasalvia – LA NACION
Hubo una vez un poeta, médico e incansable caminador de las calles de Buenos Aires llamado Baldomero Fernández Moreno. Un artista que, pese a contar con una prolífica obra poética, quedó para siempre en el corazón de los argentinos gracias a su legendaria creación de los setenta balcones. Probablemente este vate porteño tenga poemas mejores, pero estos versos son seguro los que lo llevaron a la posteridad.
“Setenta balcones hay en esta casa / setenta balcones y ninguna flor”, aprendí a declamar de adolescente. Yo tenía unos 17 años y la voz no me había cambiado. Ante tremendo trauma, la fonoaudióloga me recomendó leer poesías en voz alta. Este método no me sirvió para la voz (seguía siendo de pito), pero aprendí de memoria infinidad de versos. Las rimas de Bécquer, por ejemplo, o casi todo el Martín Fierro y su vuelta. Pero este clásico de Baldomero era uno de mis preferidos. Y siempre que lo recitaba, me preguntaba dónde quedaría la famosa “casa” del poema.
La creencia popular postula como el inmueble destinatario de los versos de Fernández Moreno a un portentoso edificio que se encuentra en la esquina noroeste de Corrientes y Pueyrredón. Lo que contribuye a esta versión es, en efecto, la gran cantidad de balcones que tiene esa mole de cemento y la escasa o casi nula presencia de flores en ellos.
“¿A sus habitantes, señor, qué les pasa? / ¿Odian el perfume, odian el color?”, se pregunta el poeta en su mítica obra. Y quien recoge el guante para arriesgarse a responder esta pregunta es el dramaturgo Roberto “Tito” Cossa. Lo hace a través de un bello cuento titulado “Ninguna flor”.
Allí, el protagonista de la historia desembarca en ese edificio con la finalidad de alquilar un departamento en el que vive una anciana. Al comentarle a la mujer que los balcones son ideales para poner flores, ella le dice secamente que eso está prohibido. Luego, entre lágrimas, cuenta la historia. Sucedió que cuando ella era adolescente, se enamoró del hijo del portero del edificio. El muchacho, también enamorado, la obsequiaba con poemas de amor y flores, muchas, que hacía caer desde la terraza del edificio hacia los balcones.
Pero los padres de la joven del cuento se enteraron del romance y, por el peso de la diferencia de clases y el qué dirán, disolvieron la relación de la peor de las formas: expulsaron a la familia del portero del edificio y prohibieron para siempre el uso de flores. La mujer no supo más de su galán, quedó con el corazón destrozado y cada noche, incluso en su vejez, relee los versos que le escribió el único amor de su vida.
Existe una versión menos melodramática del porqué de la ausencia de flores en los balcones de Corrientes y Pueyrredón. En el año 2002, en un artículo de este diario se preguntaba al encargado de ese edificio si había una historia detrás de este asunto y el interrogado, un gallego de La Coruña, respondía: “Pero no, hombre. Es solo que la municipalidad prohibió las macetas desde el día en que se cayeron unas cuantas sobre la gente”.
Pero, más allá de estos cuentos y explicaciones, la verdad debe ser dicha. El edificio de los 70 balcones era otro y estaba lejos de ahí. El periodista y escritor Álvaro Abós, en su libro Al pie de la letra, una guía literaria porteña, recoge las palabras del propio autor cuando habla del origen de su poema publicado en 1917: “Setenta balcones. Ni uno más ni uno menos. Los de una casa nueva, en el Paseo de Julio, a la altura del primitivo Parque Japonés”.
En una traducción a los tiempos de hoy, el Paseo de Julio es la Avenida del Libertador, y el Parque Japonés estuvo, entre 1911 y 1930, donde hoy se encuentra el Parque Thays. Entonces, el edificio de los setenta balcones, que ya no existe, estaba en algún lugar de Libertador, entre Schiaffino y Callao. Pero, según cuenta Abós, ya ni los descendientes de Baldomero intentan corregir los mitos en torno a la ubicación de la casa que inspiró sus versos, esos que aprendí a recitar de memoria mientras buscaba mi propia voz. Literalmente.
Fuente: La Nación