Las actividades de estos pueblos se basan en una agenda que dominan el trekking por bosques y senderos naturales, cabalgatas, navegación o simplemente gozar una comida típica
Los viajes en pandemia obligaron a repensar el modo en la elección de destinos, y se priorizan lugares tranquilos con entornos naturales
Un viejo proverbio dice que un viaje se vive tres veces: cuando lo soñamos, cuando lo vivimos y cuando lo recordamos. Desde que comenzó la pandemia, uno de los mayores anhelos fue el de volver a las rutas y viajar para recuperar libertad y alimentar nuevas vivencias. La necesidad de sentir el aire puro, de poder asimilar la mayor cantidad de cielo, disfrutar de la contemplación de la naturaleza y renovar el contacto con las personas son los deseos que potencian las ganas de hacer una escapada.
Los viajes en pandemia obligaron a repensar el modo en la elección de destinos. Los tradicionales y masivos perdieron terreno ante aquellos más tranquilos y solitarios donde la concentración de gente es menor, y en algunos caso, mínima. En este escenario, las actividades se basan en una agenda que dominan el trekking por bosques y senderos naturales, cabalgatas, navegación o simplemente gozar una comida típica en la galería de un comedor regional. Vivencias, sensaciones y emoción, las claves que se buscan en los viajes en esta nueva normalidad: volver recargados pero también con historias para contar.
Estos son cuatro pueblos solitarios en distintos puntos de la Argentina para conocer en vacaciones de invierno.
Lago Posadas, Santa Cruz
Un fenómeno natural único se puede ver en este pueblo de apenas 300 habitantes que se presenta al pie de la Meseta del Águila. Un itsmo de apenas 200 metros de ancho separa el lago Posadas del Pueyrredón: el primero tiene aguas turquesas y, el segundo, más profundo, azules. La imagen, surreal, deja sin aliento al visitante.
La Patagonia andina es un mundo de silencios y cielos perfectos. El aire, que baja de la majestuosa cordillera, traslada frío, pero también el interés por recorrer los caminos solitarios de ripio que conducen a rincones de insospechada belleza, como la desolada ruta 41 que une el pueblo como Los Antiguos, a orillas del Lago Buenos Aires. “Declarada Ruta Escénica, llamada también el camino del Monte Zeballos, es una de las opciones que más se recomienda”, afirma Marisa Blanco, licenciada y guía de turismo santacruceña.
La huella va paralela a la frontera con Chile, y se cruzan montañas, ríos, cerros, cascadas, lagunas, extrañas formaciones geológicas y el mítico Monte Zeballos (2743 msnm). Otra alternativa es llegar hasta la “Garganta del Río Oro”, con una cascada de una gran belleza natural. El pueblo tiene hospedajes (estancias, campings y hosterías). Un punto imperdible: el “Arco de Piedra”, una extraña formación rocosa erosionada, que sobresale de la costa del lago Posadas, a la que es muy fácil de acceder en vehículo.
La gastronomía es típica: cordero patagónico, guisos, estofados, y la infaltable torta frita. Un secreto se esconde bajo las aguas de ambos lagos y arroyos: truchas arco iris, truchas marrones, salmones, percas y pejerreyes patagónicos. “Es un pueblo tranquilo, con tradiciones rurales”, cuenta Blanco. Hay estación de servicio, cajero automático y una buena señal: no existe la señal telefónica. La desconexión está asegurada. Lago Posadas no quiere competencias, su belleza íntima es absoluta y dominante.
¿Dónde queda?
El Durazno, Córdoba
El pueblo encantado, el pueblo con magia, el de los silencios y la tranquilidad. El pueblo ideal para el turismo en pandemia. De todas estas formas nombran a El Durazno, aunque los lugareños lo señalan de una manera más coloquial y simple: el pueblo más lindo del valle. Está a 8 kilómetros de Yacanto de Calamuchita. “La llegada a El Durazno es una postal alucinante”, confiesa Daiana Suárez, de la oficina de turismo de la primera localidad.
El camino de tierra sigue el dibujo de los cerros hasta ofrecer una deslumbrante vista del pequeño caserío y los vallecitos. El río Durazno abraza el pueblo, al que se accede por un puente. Es la entrada al paraíso serrano. Las aguas, muy transparentes y frescas, nacen en las laderas del cerro Champaquí (2790 metros); sus playas son las burbujas ideales. Poca gente, el espacio sobra. Las calles del pueblo tienen nombre pintorescos: Los Zorzales, Las Calandrias, Las Liebres. “Para los amantes a la naturaleza, el paisaje que rodea al paraje es asombroso, reina la paz”, afirma Claudia Agüero, de la misma oficina.
La vegetación abraza las pocas casas. Viven 100 habitantes: son los elegidos de proteger este micromundo de silencios. La música la monopolizan las aves y el lento ronroneo del agua. Hosterías, cabañas y posadas argumentan la idea de dormir en este escenario de ensueño. Caminar por la playa, descubrir senderos, las actividades que siguen los visitantes, también, llegar hasta la Reserva Natural Los Cajones, donde el río se encajona en inmensas paredes de roca que provocan profundos piletones naturales.
¿Más gozo es permitido? Sí: sentarse en algunos de los comedores que ofrecen truchas, chivitos y pizzas recién amasadas. Productores locales venden artesanías, tejidos y conservas. La felicidad envasada. Desde aquí se sugieren caminos para conocer mejor la comarca, el que lleva al cerro Los Linderos donde está la gruta del Cura Brochero, que cruza por un bosque de álamos, o el mirador del Cristo con una panorámica al valle y a las sierras de los Comechingones. “El Durazno, enamora”, dicen.
¿Dónde queda?
Los Ángeles, Catamarca
Una larga cuesta que amenaza con quebrar con la esperanza de llegar a destino es el esfuerzo que pide la naturaleza para entrar y asimilar la belleza de este pueblo mínimo enclavado en la montaña donde todas las señales del mundo moderno no entran. “Parece que el tiempo se ha detenido”, afirma Natalia Ponferrada, museóloga y diputada provincial.
Una calle larga y angosta atraviesa todo el caserío; es la única calle. Viven menos de 400 habitantes. Largas hileras de árboles frondosos enmarcan esta vía por donde pasa toda la actividad, de un lado y del otro se presentan las casas, simples, coquetas y antiguas. “Hay mucho verde, paz, sólo se trata de disfrutar del silencio”, agrega Ponferrada.
El principal recurso económico es la nuez. Se pueden visitar las fincas de nogales y probar este fruto seco, que aquí se consumen a diario y de todas las formas. El pueblo está a 2400 metros sobre el nivel del mar. De aquella calle, tímidos, se ven callejones y senderos que conducen a bosques, praderas y campos con ciruelos, manzanos y perales. El río Los Ángeles refresca la tierra del pueblo, es el punto de encuentro. “Se pueden hacer cabalgatas o pescar truchas”, invita Juana Noguera, licenciada en turismo de San Fernando del Valle de Catamarca, a tan sólo 38 kilómetros.
Los visitantes que llegan son amantes de una experiencia vivencial. “Es un pueblo muy aislado, llegan los que quieren descansar”, afirma Noguera. Es una agenda básica la que ofrece Los Ángeles: caminar y detenerse a probar los productos locales. Dulces, distintas mermeladas, y nueces confitadas, manjares del terruño. Una hostería municipal, de campo, con un nombre particular, “Niquija”, ofrece alojamiento, también el menú típico: truchas, locro, humitas y empanadas.
Por la noche, las estrellas parecen bajar hasta el pequeño y caprichoso conjunto de casas, las pocas luces aseguran una diafanidad completa. “Todas las actividades se pueden hacer al aire libre, es lo mejor para esta época”, cuenta Ponferrada. La plaza del pueblo, con su bellísima capilla, es el centro cívico. Para espíritus inquietos, “desde el pueblo se puede hacer ascensión a El Crestón, cerro del cordón serrano de Ambato de 2871 metros de altura”, concluye Noguera. La clave, es seguir el ritmo de las señales de la naturaleza y estar atento al mandato de las cocineras, que hacen magia en las ollas generosas y suculentas. Una cazuela de locro humeante, siempre espera en Los Ángeles.
¿Dónde queda?
Puerto Almanza, Tierra del Fuego
Es el último pueblo de la Argentina: más allá de ahí, trasunta la idea de llegar al fin del mundo. En invierno, el sol se esconde por dos meses y medio detrás de las montañas. Aquí termina la Cordillera de los Andes, para volver a aparecer en la Isla de los Estados. La turba, la nieve y el hielo dominan la visión, también los ñires, calafates y lengas. El pequeño poblado, donde viven alrededor de 80 familias, está recostado sobre el Canal Beagle. “La mayoría son pescadores, productores y recolectores”, afirma Julieta Digiovanni, que junto a su pareja Raúl de Antueno viven en el pueblo y tienen un pintoresco comedor, “A´kum”, que en lengua yagán significa, ven aquí.
La centolla es la atracción absoluta: aquí crecen bajo las oscuras y gélidas aguas, las consideradas mejores del mundo. Es la principal fuente de mano de obra. Los centolleros salen en su búsqueda en coloridas barcazas. Los visitantes esperan su regreso en la costa y en el muelle. El lento movimiento de las patas de este crustáceo, su color, y textura puntiaguda, producen fascinación, en Almanza se los consumen apenas salen del agua, su sabor es único.
El pueblo está diseminado por una pequeña bahía dilatada. “Aquí se juntan la cordillera, el bosque nativo y el océano”, confiesa de Antueno. Está a 80 kilómetros de Ushuaia. El camino a veces queda tapado de nieve y hielo. “El agua se congela, hay que tener mucha precaución, mirar el pronóstico”, afirma Digiovanni.
Puerto Almanza tiene un ritmo muy sosegado. “Entre sus casitas se alzan nuevas proveedurías, huertas, restaurantes y hay actividades para todos los gustos, navegaciones y senderismo”, describe Julieta. De un lado, la montaña, del otro, el canal, y en frente se puede ver Puerto Williams, la última localidad chilena sobre la isla Navarino. Una batería de cañones de nuestro lado, recuerda el conflicto con el vecino país a fines de la década del 70.
Hoy, todo es belleza y calma. El frío obliga a hacer caminatas, cruzar el puente del río Almanza, con hielo y un chorrillo de agua cristalina, una escuelita homenajea a los tripulantes del ARA San Juan, que pasó en su último viaje frente al pueblo. La claridad aparece a media mañana, y abandona el cielo alrededor de las cuatro de la tarde. Es una realidad diferente, ensoñadora. Se siente claramente estar lejos de todo. La experiencia es inolvidable. “La gastronomía está centrada en el producto local, los que nos ofrece el canal (centolla y mejillón) o las truchas, así como en tierra carnes de cordero, y las delicias que ofrecen los productores de frutas finas y dulces”, cuenta Digiovanni.
El tiempo libre se ocupa en conocer la calmada aldea, un almacén de ramos generales ofrece empanadas de centolla y provisiones, hay bares donde probar cerveza artesanal fueguina y gin local. Las hosterías tienen nombres sugerentes: Oveja Verde, Granja de Beagle, Sirena y El Capitán. El guión de la felicidad en Almanza es consagrarse a la contemplación de esta naturaleza solitaria, fría pero dominante y bella.
¿Dónde queda?
Fuente: Leandro Vesco, La Nación