PARDO, Buenos Aires.– “Todos decían que era ciego. Para mí, Borges veía”, afirma César Lamaro desde Pardo, este pequeño y atildado pueblo de 200 habitantes en la fértil campiña del partido de Las Flores. Desde 1946 su familia estuvo a cargo del almacén de ramos generales que tuvo el privilegio de tener como clientes al autor de El Aleph, su entrañable amigo Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Su edad le impide ahora seguir atendiendo el comercio y decidieron ponerlo a la venta.
“Buscamos alguien que le devuelva la magia y continúe con la historia”, dice Camila Lamaro, de 40 años, hija de César. Ella vive en La Plata y su hermano Laureano, en Barcelona. Ninguno puede tomar la posta y la venta del primer almacén que tuvo Pardo es una realidad que preocupa al pueblo, que es también un destino de turismo rural. “Estaría bueno que no se pierda la historia, que quien lo compre la mantenga viva”, dice Juan Manuel Damperat, vecino y promotor de actividades culturales.
Casa Lamaro abrió hace 78 años, el padre de César tuvo la visión. Pardo era un pueblo que prometía progreso y así sucedió. Fue el primer almacén, y no le tuvo miedo al trabajo: tenía su principal clientela tierra adentro. “Llevaba los pedidos a las estancias en carreta”, cuenta Laureano. Arrancaba al amanecer y muchas veces se quedaba a dormir en algún puesto para regresar a su casa, pegada al almacén, al otro día al alba.
Desde entonces se convirtió en el punto de encuentro. “Puedo decir que soy un hombre afortunado, le he servido café a Jorge Luis Borges”, recuerda César, de 80 años. La historia es sin dudas apasionante. La familia de Bioy Casares tuvo la estancia “Rincón Chico”. Dadivoso, accesible y humilde, “Adolfito” –como lo llamaban– fue una persona que siempre estuvo presente cuando se lo necesitó. “Quiso mucho a Pardo, si hacía falta una vaquillona para un evento para juntar fondos, él la donaba sin dudar”, afirma César.
En el pueblo se menciona una cita que el propio escritor expresó en una entrevista, al considerarlo “el mejor lugar del mundo”.
Se lo veía seguido en el pueblo. “Siempre me ponía una condición: no hablar de literatura”, dijo Abel Adad, en una entrevista con la revista El Federal. Este vecino, ya fallecido, vivía en la esquina del almacén. Se quedaba tomando mate y le pedía a Abel que le contara cosas del campo y terminaban hablando de lo que más disfrutaba Bioy: los autos. “Cada vez que llegaba al pueblo armaba un gran revuelo en las mujeres”, dijo.
La historia favorita
Sin dudas, la presencia de Borges en Pardo es la historia más buscada. Muchos en el pueblo aún lo recuerdan. No fueron pocos los veranos que llegaban juntos con Bioy. Siempre iban al almacén con una presencia que alegraba a todos los presentes: Silvina Ocampo, esposa de Adolfo. “Ella siempre venía a buscar alpargatas marca Indiana, talle 38″, puntualiza el mayor de los Lamaro. En la estancia escribieron los libros que firmaron con el seudónimo Honorio Bustos Domecq.
Protegido por la tranquilidad rural del pueblo llegaba Borges; lo hacía varias veces a la semana. El motivo era mayor: hablar por teléfono con su madre. Aunque hiciera calor, llevaba riguroso calzado de vestir, pantalón negro, traje de igual tono, camisa clara y una corbata oscura. “Estaba en otro universo, nadie se vestía así en Pardo”, dice César. Los gauchos lo trataban como a un igual.
El almacén tenía el único teléfono del pueblo. “Sonaba y era mágico”, recuerda Camila. Por entonces, las llamadas había que pedirlas por operadora y podían tardar viarias horas. “Al lado del mostrador o sentados en la verada”, comenta que se quedaban los vecinos esperando. Algunos venían de campo adentro. “A Borges lo hacía pasar a una habitación para que pudiera esperar cómodo”, confía César. Algo le llamaba la atención: entre el laberinto de estanterías, cajas y damajuanas, el escritor y su bastón se movían con natural elegancia.
“Sabía que estaba ciego, pero siempre pensé que veía algo, caminaba sin dudar cada paso”, recuerda César. Tres o cuatro horas se quedaba en la habitación con él. “Mi mamá lo invitaba a tomar un café, pensar que Borges habitó mi casa es un sentimiento inmenso”, admite Camila. No llegó a verlo. “Siempre soñé con poder vivir esa época”, agrega.
En esas horas en las que Jorge Luis y el matrimonio bolichero compartieron tiempo, ¿de qué hablaban? “Me preguntaba cosas del campo, se interesaba en lo que pasaba en el almacén, quería saber cómo era la vida en Pardo”, enumera César. Borges le daba un número escrito en un papel y él debía comunicarse con la operadora de Las Flores y esta, a la vez, con una de la ciudad de Buenos Aires. “Un día me dijo que el número era de su madre”, recuerda César.
“Yo salía en bicicleta a llevar los mensajes”, sostiene Camila. Noticias familiares, de trabajo, de salud, nacimientos, fallecimientos. La logística debía ser precisa. “¡Era tan grande la emoción que generaba un llamado telefónico!”, añade.
Nadie sabía lo que podía tardar un llamado. “Era una persona muy buena, aún lo recuerdo sentado en la cocina de nuestra casa”, describe César, la misma que hoy decidieron vender. Sin saber, esos encuentros le cambiaron la vida; también al pueblo. La anécdota era que a veces Borges se impacientaba y pedía que reclamara. César volvía a llamar a la operadora. “Lo tengo a Borges esperando”, le explicaba. Del otro lado de la línea recuerda una respuesta: “Sea Borges o no, que espere”.
Junto a Bioy Casares se lo veía por las calles. “Era como si fueran del pueblo, paseaban en bicicleta”, detalla Camila.
Pueblo con un tiempo propio
Pardo es un pueblo pulcro, criollo, con un tiempo propio que lo envuelve en una atmósfera idílica, la comunidad desarrolla una vida feliz. Sus calles arboladas le dan un aire elegante; sus casas bien mantenidas, con jardines cuidados, y la estación de tren que lo ve pasar varias veces al día. La bocina de la locomotora rompe con la paz rural y se anuncia varios cientos de metros antes.
“Es una pena que no pase más con servicio de pasajeros”, lamenta Damperat. Solo pasa el de carga. En la estación, frente al almacén de Lamaro, funcionan una biblioteca y un museo con elementos que pertenecieron a Bioy Casares y Silvina Ocampo. Una máquina de escribir del autor de La invención de Morel atrae la atención.
La decisión de vender el almacén se tomó en la familia Lamaro con mucha reflexión. “No puede perderse la identidad del pueblo”, cuenta Damperat. Llegó a Pardo en 2011 y aún lo atendía César. “Entrabas y el tiempo se paraba”, dice. Su historia y ubicación, en una de las dos calles asfaltadas del pueblo, lo convirtieron en una parada obligada. “Ojalá que quien lo compre mantenga la historia”, coincide Damperat.
Además del almacén, se venden la casa y unos galpones. Una familia que desee cambiar de vida, una pareja con sueños, un gastronómico o un bolichero de raza son los perfiles que se buscan. “Sería bueno que alguien ponga un bodegón”, se esperanza Laureano. “Me encantaría ver un proyecto hermoso”, agrega su hermana.
Pardo está sobre ruta 3 en el kilómetro 220; en el camino se ve como una isla arbolada. Lo cruza el canal 11, que en épocas de lluvia adopta el carácter de un arroyo caudaloso. Las calles del pueblo tienen nombres que remiten a la flora y la fauna del lugar. Completan el paisaje la escuela primaría “Juan Bautista Bioy”, el bosque en los terrenos ferroviarios que sirve para eventos y área natural para hacer camping, donde los niños y jóvenes del pueblo juegan y hacen rondas para tomar mate y charlar.
“Se ve el horizonte lejos, se puede disfrutar el presente”, reflexiona Camila sobre su comarca. En los últimos años, esta postal idílica fortaleció el destino y permitió el crecimiento de emprendimientos turísticos como Yamay, una alternativa de hospedaje en yurtas en sintonía con un manejo responsable de la energía y bajo los preceptos de la permacultura. “La Vieja Estación” es un comedor que atiende donde antes funcionaba la estación de servicio y “Aires de Pardo”, un reciente espacio donde se puede disfrutar de meriendas y comprar productos regionales.
“Es esa simpleza que existe en la profundidad pampeana”, atribuye Camila a la belleza del pueblo. El almacén tiene las cortinas de metal cerradas: un pilar de Pardo se resquebraja, a la espera de una nueva oportunidad. “La última vez que hablé con Borges me aconsejó que estudiara, nunca voy a olvidar esas charlas”, rememora el octogenario César Lamaro.
Fuente: Leandro Vesco, La Nación.