“Tengo una mentalidad y una forma de trabajar muy diferente a la del Colón -dice-, pero ahora soy un invitado”
Es el cuarto día de Julio Bocca en Buenos Aires y el cuarto día que llueve sin parar. Poca gente camina por la calle, un escenario gris y difuso que juega a favor para cualquiera que busque pasar inadvertido. Después de cerrar en Buenos Aires su carrera de bailarín, en 2007, con la 9 de Julio a tope de gente para despedirlo –una función llena de estrellas internacionales de la danza y con los cantantes más populares del país (de Mercedes Sosa a la Mona Giménez)–, Bocca salió con custodia policial evadiendo a la multitud. Entonces se rapó, para que no lo reconocieran; como un primer gesto de libertad de cara al día después de una carrera más exitosa, imposible. Y se fue a vivir a Uruguay. Diecisiete años más tarde muchas cosas son distintas, aunque sus pies sigan haciendo algunos pases de magia dignos de admiración. Ahora, con una melena crecida y más clara que lo habitual, que cortará en vivo la semana que viene en el streaming Olga, con Humberto Tortonese, no sólo confirma que a los 57 todavía puede cambiar de look a su antojo, sino que le sirve para camuflarse. Hoy la popularidad es otra. Va del teatro al médico y vuelve al hotel cinco estrellas donde se aloja por quince días enfrente del Teatro Colón. “La mayoría no me reconoce”, confirma. Y pareciera a propósito entonces que justo una mujer lo pare en Viamonte y Libertad, para decirle: “Gracias, gracias, gracias”. El cariño de la gente, bien lo sabe, es impagable.
No es frecuente que Bocca pase tanto tiempo de este lado del río; tampoco se le da por la nostalgia. Esta vez, la ciudad, lo tiene de algún modo desconcertado. “Iba en el taxi por el centro y en un momento me sentí como perdido, no reconocía donde estaba, no me ubicaba, ¡y eso que estaba en la zona!”. El año pasado, por ejemplo, apenas si vino dos días: uno para dar una conferencia por el 25ª aniversario de su fundación que tiene sede en las Galerías Pacífico, y el otro para reunirse con amigos a recordar al entrañable Lino Patalano, cuando se cumplía el primer año desde su muerte. “Se hace difícil –confiesa–. Todavía lo tengo en los ‘contactos’ del celular. A veces, cuando no recuerdo algo, pienso en escribirle, porque él se acordaba de todos los detalles. ¡Nada que ver conmigo!”.
En esta visita, va mano a mano con la lista de cumplidos y pendientes: todavía no fue a Munro, donde está la casa de su infancia, no vio a su hermana ni a los amigos del barrio. También le falta visitar al Dr. Muscolo, su traumatólogo de siempre, una eminencia del Hospital Italiano. Lo único inamovible en su agenda son los compromisos de maestro, las horas que pasa con las dos compañías más importantes del país: el Ballet Contemporáneo del San Martín y Ballet Estable del Teatro Colón. Y con sus respectivas escuelas: el lunes era su día libre hasta que apuntó una charla motivadora para los alumnos del Instituto Superior de Arte –donde él mismo se formó– y una clase al Taller de Danza Contemporánea.
Jueves, 10 AM
Cuando faltan pocos minutos para la diez de la mañana no hay más que bailarines con el paso apurado atravesando el hall del teatro que da a la avenida Corrientes. Sin excepción, todos pasan junto al busto del General San Martín que está en la entrada: no es devoción por el padre de la patria, simplemente detrás del prócer está la máquina donde tienen que fichar. Causa gracia ver la escena.
En esta compañía profesional de 33 bailarines la clase es obligatoria. Julio dirá luego, con mucha naturalidad, que para un bailarín “tomar la clase es como levantarse y desayunar, ¿a quién se le puede ocurrir pasarse el día sin comer?”. A la hora en punto, en el salón del piso 9, no falta nadie (incluso, se ven algunas caras nuevas) y desde el primer ejercicio de la barra hasta el último del centro habrá un crescendo de intensidad y dinámica que no da margen a las distracciones. “Hagan un passé y diviértanse”, sale Bocca a jugar a las rimas, y más que una indicación es una forma de relajar y dar aliento. El pianista, de repertorio versátil, pasa de Giselle a El día que me quieras, y como el hada madrina de La cenicienta, aporta lo suyo al divertimento cuando le hace decir a las teclas abracadabra, patas de cabra, ‘Bibidi’, ‘Babidi’ y ‘Boo’ para acompañar una combinación tan veloz que puede necesitar de algún truco para salir airosa.
“Recuerdo que la compañía tenía una técnica más clásica cuando estaba Mauricio Wainrot en la dirección; ahora, en cambio, parecieran verse más las personalidades”, piensa, respetuoso en abrir cualquier tipo de juicio. Desde la dirección, la llegada de Bocca es vista como un gran estímulo, un aliciente para los bailarines, que sin protocolos dejan escapar una exclamación cuando un salto no llega a tiempo o si el double tour no cierra perfecto al caer del aire. Al chico de la bandana verde le corrige un detalle en el hombro, que resulta clave: la próxima pirueta le sale perfecta. El calor agobia, en la ropa no cabe una gota más de sudor, pero igual, al final, todos se toman unos minutos extra para aplaudir al maestro, que algo habrá hecho para estar allí. Y se toman la foto de rigor.
“Mi clase es igual en todas partes del mundo, si son profesionales o estudiantes, si la compañía es clásica o contemporánea. Los pasos pueden cambiar, pero es la misma dinámica. Una clase cuadradita y simple”. ¿El método Bocca? “¡El método Burmann! –le da crédito a su propio maestro, fallecido en la pandemia de coronavirus, que tanto le enseñó en los años de Nueva York–; yo lo tomé de él y lo seguí trasmitiendo. Es básico, no inventé nada ni creo que Willy lo haya hecho. En la danza, la quinta es la quinta, un giro es un giro, y la base está en los dedos, no en el talón. Después está la impronta que le pongas: cómo te presentás y qué transmitís. Ahí siento que después de trabajar en tantos lugares del mundo aprendí muchísimo. Trato de ver qué puedo aportar e incentivar, que no pierdan la buena energía, que la pasen bien también. Yo en general la paso bien. Y a los bailarines les digo tres cosas: tienen que poner un poco de ustedes, que están haciendo lo que les gusta. Que el maestro también necesita una retribución, es un ida y vuelta, no solo va a dar. Que traten de encontrar su personalidad”.
Después de la siesta
Cuatro horas más tarde, después de consultar a una nutricionista con la que comenzará un tratamiento nuevo –sea corta o larga, cada visita de Bocca a Buenos Aires incluye varias visitas al médico–, y tras una siesta reparadora de “por lo menos media hora”, Bocca debería estar en la puerta del Colón, en la entrada de artistas. LA NACION lo espera para continuar la recorrida de un día completo de clases y charlas, entre fotos y cafés, que terminará recién cuando se apaguen las luces de la sala para dar comienzo a la tercera de once funciones de Carmina Burana. El que entra, en cambio, es Jorge Telerman, director general del teatro, con su don de anfitrión. En broma sólo a medias, busca complicidad y propone un trato para retener a la mayor figura viva de la danza argentina. Las risas se sobrentienden.
Paladín de la puntualidad, era imposible que Bocca estuviera llegando tarde. Instalado desde más temprano en el Salón Dorado, con un cambio de ropa para la producción de fotos, sugiere cómo optimizar el tiempo hasta el horario de su próxima clase, con el Ballet Estable, en la sala 9 de Julio del tercer subsuelo. En la coqueta confitería del Pasaje de Carruajes, pide un americano –no en vano vivió tantos años en Estados Unidos– y escucha la anécdota.
–Mientras te esperábamos en la puerta de la calle Cerrito nos encontramos con Telerman, está muy contento con tu visita. Y bromeando, propuso un trato: si te convenzo de que te quedes más tiempo en Buenos Aires, él luego hace su parte”. ¿Cómo lo ves?
–Bien [se ríe]. “¡Suerte en pila!”, como se dice allá.
–Ya contestás como uruguayo.
–¡Y son 16 años viviendo ahí! Lo que pasa es que para eso tendrían que aceptar mis condiciones. Y yo tengo una mentalidad y una forma de trabajar muy diferente a la del Colón. Pero si fueran por ese camino, podemos hablar. Por ejemplo: a las 18.15, tengo que dar una clase de una hora y cuarto, justo antes de la función, cuando es algo que se hace a la mañana, y antes de salir al escenario un calentamiento, no al revés. Después, ¿empezar a trabajar a las 11? Yo soy de las ocho horas, como en cualquier parte del mundo, con una programación agendada a dos años, un presupuesto para saber qué puedo manejar y qué no. Si yo vengo acá, la orquesta, el coro y el ballet tienen que ser iguales. Tener una oficina. Mínimo. No creo que todo eso…
–Decís lo mismo en los casi 17 años que pasaron desde que te retiraste.
–Sí, y todas estas cosas también las dijo Paloma [Herrera dirigió la compañía por cinco temporadas, de 2017 a 2021]. Por supuesto, no es nada que no sepan. Pero si yo vengo quiero trabajar bien, en armonía. Acá ahora estoy dando clases, soy un invitado.
–¿Esta hipótesis incluiría volver a Buenos Aires?
–Ya elegí un lugar [se ríe], el Alvear Icon, en Puerto Madero, que es hotel y residencias. Tiene el Crystal bar, de espumantes y champagne.
–Porque si es, que sea con burbujas.
–Sería volver, pero no dejar mi casa en Uruguay, por supuesto, y tener la libertad para viajar. Ahora mismo tengo ocupado hasta mediados de 2026 [hace una larga enumeración sobre los próximos meses, que lo lleva del centro de Europa a Japón y de Sídney a San Francisco, donde Tamara Rojo lo tiene como coach residente. Por supuesto, tiene bookeados sus días en el American Ballet, que fue su casa. Luego, su amiga Alessandra Ferri, con quien formó una pareja artística imbatible, asumirá la dirección en la Ópera de Viena. Es de esperar que también allí porte carnet de visitante frecuente].
–Al final, no te presentaste al concurso internacional para dirigir el Ballet de Santiago en Chile.
–Lo pensé, pero ya tenía mi año lleno de compromisos, no servía para nadie. Aunque conozco y me tratan divino, Chile hubiera sido otra vez un país nuevo para vivir. Era como irme un poquito más lejos de casa, y si lo hiciera entonces prefiero que sea acá. Pero como siempre digo estoy en contacto para lo que pueda ayudar.
–En tus charlas de “gurú” para gente de la danza, como la que diste los otros días, decías que tratás de explicar “por qué estamos tan atrasados en la manera de formar a los bailarines” y de hacer un aporte al cambio.
–Fijate, hace un mes, en el Prix de Laussane, había cuatro argentinos: tres que hasta ellos mismos notaban la diferencia de entrenamiento, y la ganadora [Paloma Livellara Vidart], que es argentina, pero venía de la escuela de Montecarlo donde estuvo los últimos años.
–Siempre te importó mucho estar bien parado en el mundo, también cuando eras director del Ballet Nacional del Sodre. ¿Cómo decís que ven a la Argentina ahora?
–Es una imagen que no se entiende. La Argentina en un momento fue muy respetada, ahora siento como que ni les importa. Teniendo todo el potencial que se tiene en el país… A los bailarines que llegan, luchando, todos los miran y después preguntan: ¿qué pasa, por qué no se quedan? O viene gente de afuera a trabajar acá y te comenta los problemas que tuvieron. Interiormente uno dice: ¡Por qué! Me da bronca ver, saber, que tenemos talentos y posibilidades, ¿por qué no se llega al máximo?
–Siempre fuiste muy crítico del lugar que en el país se le da a la cultura, que no es el que merece. ¿Ahora con el cambio de gobierno cómo lo ves?
–Recién empieza, hay que dar un tiempo. Antes la cultura tampoco era… tal vez para un sector, pero no para todos. Hablando del ballet, ¿qué fue lo que se hizo en serio, de nivel? ¿Cuántas veces las compañías salieron afuera? Ahora está este cambio y hay que esperar.
–Estás interiorizado en la propuesta cultural del nuevo gobierno.
–He escuchado y también me mandan cositas que no sabés si son reales. Hay que dar tiempo. Empezaron en diciembre, ¿los otros cuánto tiempo tuvieron? Quizá es cuestión de acomodar las cosas sin tanto despilfarro, hacer una limpieza, buscar que todo sea más equilibrado. Yo con mi familia y mis amigos no charlo de política, porque es siempre para pelea. Antes no era así, pero a esto llegamos, no podemos hablar. A mí no me gusta meterme muy profundo y dentro de lo que puedo voy a ayudar en lo que sé, que es la danza. Del único partido político que soy es del arte.
–¿Qué hacés cuando no estás trabajando?
–Trabajo. Mi cabeza trabaja igual. En casa trato de estar tranquilo, de desconectarme, que es algo que me cuesta.
Desconectarse no es un tema de tecnologías ni dispositivos para una persona que ni siquiera tiene redes sociales (“solamente LinkedIn”). Cuando lo dice, Bocca hace como si estuviera desenchufando unos cablecitos imaginarios de su mente. Después de vivir una década en Montevideo, el tiempo que dirigió el Sodre, se mudó a Maldonado con su pareja. Ahí, en “las afueras”, como le gusta decir, está su refugio.
Rumbo al camarín que comparte por estos días con Wainrot, toca un tema de época: cómo en el ámbito profesional también la danza tuvo que adecuarse a los tiempos que corren. “Ahora no te podés acercar a nadie, hay que mantener distancia. El año pasado en Estocolmo, teníamos que preparar Manón y me dieron un protocolo del ensayo: había que ver si los bailarines querían hacer la parte del beso o no, y si lo hacían había que ver que no hubiera acoso. Dos días antes de salir al escenario tuve que preguntarles: ‘¿Podrían ensayar el beso?’”, cuenta. Y saca una galería de anécdotas por el estilo, donde los temas de género y de diversidad son el común denominador. Dice que hay una escuela, por ejemplo, donde las clases de partenaire se dan con muñecos. “La obra La Bayadera en algunos lugares ya no se programa y El corsario, por el tema de las esclavas, tampoco; que en El Cascanueces sacaron la danza china, y que cuando hacen La bella durmiente, el personaje del moro ya no se puede maquillar. A mí me da bronca, porque me parece que en la ópera no pasan tanto estas cosas. La danza llegó a un punto más allá. Yo me adapté, en las clases ya no hago grupos de varones y de mujeres, ni marco un paso para unos y para otros. No tengo problema, tuve que incorporarlo. Pero siento que en el ballet hay muchas más restricciones que en el teatro”.
Personaje ya conocido entre los pasillos del teatro, Zoraida recorre la fila de camarines y monta guardia en la puerta del suyo. “¡Conozco a Julio desde que tiene ocho años”, dice y lo aprieta en un abrazo ni bien sale. No sabía que Nancy, su madre (y primera maestra de danzas) había muerto, y le pide que se cuide mucho. En el ascensor que baja hasta el tercer subsuelo, se van sumando otros saludos, incluido el de Mario Galizzi, el director del Ballet Estable, a quien lo une una larga relación.
Tendido en el suelo, con la espalda en el piso, el maestro estira las piernas tensando una banda de elongación, y se prepara para dar su segunda clase del día. “Son buenísimas, tienen el estilo de Willy Burmann. Yo no me las pierdo”, dice un solista del Estable. A diferencia del San Martín, en el Colón las clases son optativas. Por una suma de factores, entre los cuales la posibilidad de elección y el tema del horario no son menores, la clase arranca con sólo veintisiete bailarines de una plantilla de alrededor de cien, y termina con algunos menos todavía. Media hora más tarde hay cuarenta profesionales sobre el escenario, dándole la vuelta a la rueda de la fortuna, los placeres y el amor que propone Carmina Burana.
Cambiado y con amigos, Bocca se acomoda en el palco 9 para la función que está por comenzar. Son pocos en el público los que lo vieron llegar. Para cuando vuelva a encenderse la luz de la sala, ya se habrá ido. Al menos por ahora.
Fuente: Constanza Bertolini, La Nacion