MADRID.– Emociona, eriza la piel ver a Héctor Alterio sobre un escenario. A los 93 años, este enorme actor argentino conserva el talento natural y el carisma que lo transformaron en un referente ineludible. Y ahora ha llegado a la Argentina para despedirse con honores del ejercicio de una profesión que mantuvo durante nada menos que setenta años. En Madrid, la ciudad en la que vive desde mediados de la década del 70 y a la que llegó por un exilio forzado, hizo un par de funciones de A Buenos Aires en el Teatro del Barrio, un espacio alternativo del pintoresco barrio de Lavapiés, y terminó ovacionado.
A partir del 7 de abril, y sólo en doce únicas funciones, estará presentando ese mismo espectáculo en el Teatro Astros de la calle Corrientes. Dirigido por su esposa, la psicoanalista Ángela Bacaicoa, y apoyado por el pianista Juan Esteban Cuacci (cuya performance en vivo es realmente notable), Alterio recita poemas de su admirado León Felipe y rememora tangos de Cátulo Castillo, Ástor Piazzolla, Horacio Ferrer y Eladia Blázquez con el aplomo que le asegura su larguísima experiencia y una calidad interpretativa que está apoyada en sus recursos técnicos, pero sobre todo en las sensaciones que despierta: Alterio conmueve, vale la pena acompañarlo en este broche de oro para su extraordinaria carrera.
Durante su estadía en Buenos Aires, recibirá dos distinciones: como Personalidad Destacada de la Cultura en el Centro Cultural Kirchner y también un Gobbi de Oro, premio creado por Horacio Ferrer, el fundador de la Academia Nacional del Tango. Alterio nunca se despegó de la ciudad en la que nació y de la que tuvo que irse por la fuerza en 1974, amenazado por razones políticas, como muchos otros artistas en aquellos convulsionados años previos a la dictadura militar que quebraría el orden constitucional en marzo del ‘76: Nacha Guevara, Norman Briski, Horacio Guarany, Luis Brandoni…
Su trayectoria es impresionante: iniciada a fines de los años 40 del siglo pasado, tuvo como disparador la creación de la compañía Nuevo Teatro, orientada a renovar las artes escénicas, siguió con papeles en películas de fuerte contenido político como Quebracho, de Ricardo Wullicher, y La Patagonia rebelde, de Héctor Olivera, ambas de 1974, justamente el año en el que empezaron a perseguirlo. Ese mismo año también hizo La tregua, de Sergio Renán, el film que inició una saga virtuosa: sería la primera de las tres producciones argentinas nominadas al Oscar en las que fue parte del elenco, con La historia oficial (que ganó el premio) y El hijo de la novia como compañeras en esa lista. También ganó dos Martín Fierro, dos premios Konex, la Concha de Plata en el Festival de San Sebastián y un Goya de Honor por su trayectoria en 2003. Fue una presencia constante en las taquilleras películas de Marcelo Piñeyro (Tango feroz, Caballos salvajes, Cenizas del paraíso, Plata quemada, Kamchatka) y brilló en Vientos de agua, la serie televisiva dirigida por Juan José Campanella, donde tuvo el placer de compartir reparto con su hijo Ernesto, hermano de Malena, también actriz.
Hacía mucho que Héctor Alterio no pisaba un escenario en la Argentina. Había estado en el país hace diez años para filmar la película Fermín, glorias del tango, de Oliver Kolker y Hernán Findling, donde interpretó a un personaje que se expresaba únicamente a través de palabras o frases de tangos. Tres años más tarde, en 2016, deslumbró en Barcelona con su actuación en El padre, obra del francés Florian Zeller en la que interpretó a un hombre que empieza a perder la memoria. Ya se insinuaba, lógicamente, un retiro inminente de la actividad que marcó su historia de vida ya desde la infancia, cuando imitaba a cantores de tango y divertía a sus amigos con algunos pasos de comedia improvisados. “De chico, yo era la estrella del barrio. Imitaba a Floreal Ruiz y a Francisco Fiorentino, entre otros grandes cantantes –recuerda el veterano actor–. Un amigo me desafió a que pidiera limosna en la calle, a ver si me animaba. Yo tenía el pelo largo, así que lo usé para taparme la cara, caminé simulando una renguera y después me arrodillé contra una pared, estiré una mano y empecé a pedir. Interpreté por primera vez un papel, en suma. Pasaba mucha gente por ahí. Y me dejaban monedas. Mis amigos miraban a la distancia, pero yo escuchaba sus carcajadas. También de más chico, cuando tenía 7, 8 años, mi madre me mandaba a ayudar al cura del barrio en la misa. Y yo no era un monaguillo convencional. Estando de espaldas a la gente escuchaba algún rumor cuando me movía, entonces empecé a probar con algunas morisquetas. El cura estaba dando la hostia y yo haciendo monerías atrás. La gente murmuraba, se reía. ¡Conseguí llamar la atención de un conglomerado de personas que no iba a la iglesia a divertirse, sino a rezar! Al final, lógicamente, me echaron (risas)”.
–Pasaron muchos años desde aquellas primeras experiencias y de su debut en el teatro, que fue en 1948. ¿Se sigue poniendo nervioso antes de una función?
–No, ya no me pongo nervioso. Sí que pienso en la expectativa de la gente, pienso en cómo les va a llegar lo que hago, me esfuerzo para que me crean y pienso en que una persona va a ver por primera vez lo que yo ya hice muchas veces. Ese juego lo mantengo permanentemente. Yo quiero que vean que les estoy proponiendo algo distinto, que no se esperan.
–Se lo nota muy feliz en escena haciendo A Buenos Aires, disfrutando de su trabajo.
–Feliz y también seguro porque sé que tengo el gran apoyo de Juan Esteban Cuacci y de mi mujer, que es la guía absoluta para el espectáculo. Muchas de las cosas que aparecen en escena no obedecen tanto a la planificación, de todas maneras. Salen más naturalmente. Está pensado de esa forma. Tengo un texto, una directora, un proyecto en la cabeza, pero no mucho más. No puedo desarrollar una teoría sobre este trabajo. Diría que sale como soy yo, que me representa. A mí me gusta respetar a la gente, me gusta que me respeten a mí, me gusta que me escuchen y me gusta escuchar. Y todo eso, más el paso inevitable de los años, se refleja de alguna manera en A Buenos Aires.
–Todos esos recuerdos de la ciudad en la que nació y creció están inevitablemente atravesados por la nostalgia. Y por el dolor del exilio, seguramente.
–El del exilio es un recuerdo que ya no me afecta. Y eso que me fui pensando que volvía pronto, pero lamentablemente no fue así. Estuvimos ocho años sin ir, después de las amenazas, de la imposición de salir del país. Me acuerdo de que muchos amigos que se interesaban por mi situación me decían “si venís, no hables con la prensa”. Tuve una reunión en la Casa Rosada, antes de que se estrenara la película Tiro al aire, en 1980. Me entrevisté con un militar que me dijo “Alterio, ¿por qué hace esas películas de maricones?”. Creo que me hablaba de La tregua… Era mi retorno al cine argentino después del exilio en España y me di cuenta de que las cosas todavía no habían cambiado tanto. Después, con la llegada de la democracia, sí se armó un lindo ida y vuelta, el sueño de muchos de poder trabajar en los dos lugares a mí por suerte se me dio.
–¿Piensa mucho en Buenos Aires?
–Pienso siempre en las caras conocidas, en los abrazos de los amigos. Son las cosas que me dan muchas ganas de venir a esta ciudad. También quizás aparece alguno que no quiero saludar (risas).
“O que no te quiere saludar a tí”, interviene de inmediato Ángela. El sentido del humor de la pareja es notable. Durante la entrevista, se percibe muy a menudo la complicidad que hay entre ellos. Si la memoria de Héctor no alcanza, ella está siempre al pie del cañón para colaborar. Ángela Bacaicoa sigue ejerciendo en Madrid su profesión de psicoanalista. Lúcida, atenta a cada detalle de la charla, aporta cada vez que hace falta datos útiles que son bienvenidos: “Lo que nunca se ha olvidado son los textos de León Felipe. Los recita muchas noches mientras se duerme, yo lo escucho y es como un rezo”, cuenta ella. “Es que los estoy repasando”, apunta él. “Me encanta su poesía, así como me encanta Piazzolla. Para mí, decir esos nombres es como decir felicidad”, agrega.
–¿Cómo se sintió en las funciones que hizo en Madrid? La gente que llenó dos veces la sala lo aplaudió de pie al final de cada función.
–Sé que la gente me quiere y me gusta retribuir ese cariño. Las de Madrid fueron funciones especiales porque había muchos amigos en la sala. Esa gente representa toda la trama histórica que se inició con el exilio en los años 70 y llega hasta el presente. Fue un preestreno, necesitábamos apoyo y lo tuvimos. Fue muy emotivo para todos, creo.
–¿Qué maestros y qué trabajos recuerda hoy como claves en su carrera?
–Aprendí mucho con la experiencia de Nuevo Teatro. También con Alejandra Boero, con Agustín Alezzo, con Raúl De Lange, un gran personaje que vivió y trabajó en Alemania y fue el discípulo predilecto de Max Reinhardt… Los trabajos que recuerdo con cariño son muchos, pero ahora me viene a la memoria Vientos de agua. Tuve muchas alabanzas por el papel que me tocó en esa serie y, encima, la alegría de que mi hijo hiciera el mismo personaje en la juventud.
–¿Cómo se ha tomado los elogios y los premios a lo largo de todos estos años?
–Con calma. No hay que ser vanidoso. A los actores nos gusta que nos miren, pero una cosa es que te miren porque estás en un escenario y otra porque andás pavoneándote por ahí.
–Si pudiera cambiar algo de su historia, ¿qué sería?
–Tengo 93 años y empiezo a sentir algunos pequeños dolores que me gustaría no sentir. Hacen que me pregunte por el futuro, por cómo evolucionará eso. Me molesta hasta pensarlo, me distrae.
–¿Cuáles son las condiciones indispensables para dedicarse a la actuación?
–Yo diría que divertirse, en el mejor sentido de la palabra. Y también tener un respeto por el público, porque así vas a lograr que te respeten a vos. Después, todo lo demás viene solo, por añadidura. El objetivo de un actor es hacer que la gente caiga en la trampa de la ficción, y eso a mí me entretuvo toda la vida y me sigue entreteniendo. Tengo que hacerle creer algo al que me está viendo, y eso me estimula, es un desafío permanente que hoy disfruto tanto como el primer día.
Para agendar
A Buenos Aires. Protagonista: Héctor Alterio. Autora y directora: Ángela Bacaicoa. Dirección musical y piano: Juan Esteban Cuacci. Producción: Cipe Fridman y Andrea Stivel. Funciones: viernes, sábados y domingos de abril, a las 20:30. Entradas: en www.teatro-astros.com o en la boletería del Teatro Astros, Corrientes 746.
Como hace 3000 años. El poeta español León Felipe en el cuerpo y la voz de Héctor Alterio, escoltado por el virtuosismo de José Luis Merlín en la guitarra. Por la plataforma Teatrix.
Fuente: Alejandro Lingenti, La Nación