El Complejo Teatral de Buenos Aires está conformado por los teatros Regio, de la Ribera, Alvear, Sarmiento y San Martín. Juntos arman el circuito de entretenimiento municipal con una cartelera de calidad que suele agotar localidades.
El teatro San Martín, ubicado en calle Corrientes al 1500, es “el gigante” del Complejo: 30 mil metros cuadrados, trece pisos, cuatro subsuelos, tres salas, capacidad para 1.815 espectadores, un millón de visitantes cada año…
Esos volúmenes y cantidades, sin embargo, dicen poco. Dentro del San Martín, en el descenso lento del montacargas, en cada ojal del clavijero que tiende y destiende telones; en el látex y el telgopor; en la penumbra o en la luminosidad de sus talleres, algo acontece.
Observe cuando vaya: el piso del hall de entrada se interrumpe, cada tanto, por unas tiras de bronce. Esas líneas marcan la división de los cuerpos del edificio. En el tercero, al fondo del hall, está “la fábrica”.
Cada objeto que termina en los escenarios de todos los teatros del Complejo se produce en los pisos del tercer cuerpo del San Martín. También la ropa, los zapatos y las pelucas de los elencos de teatro y danza, los trastos, los títeres. Aquel colectivo 29 tamaño real y antiguo, también. Los bigotes de las actrices de Piel de Lava. El escenario ondulante por el que se movía el actor Osqui Guzmán, el año pasado, en La Tempestad. El living que subía y bajaba cargado de cosas y actores en El Hipervínculo.
Los trabajadores de Pintura y Utilería con uno de sus trabajos. Foto: David Fernández.
Los talleres están diseminados en varios pisos: Vestuario en el siete; Escultura, Pintura y Utilería, y Escenografía, en el once; Peluquería en el tercero; Maquinaria, tercer subsuelo. En equipos, unos 200 realizadores enfrentan los tiempos que impone el calendario de estrenos. Ahora trabajan en 4 obras en conjunto.
Uno de los desafios es lograr una comunicación eficiente entre los talleres. Más obstáculos: los materiales –que no siempre llegan a tiempo ni en forma–, las internas entre compañeros; un actor que subió de peso entre una prueba de vestuario y otra; una actriz que cree que su maquillaje está “muy cargado”.
Pero la dificultad esencial del trabajo del realizador no está en el tiempo ni en el material que falla, ni en el empleado histórico que se queja, ni en el que calla. La complejidad reside en hacer realidad aquello que se le ocurre a un vestuarista o al escenógrafo, al director o productor de una obra.
El realizador necesita detalle y precisión para lograr el objeto que la puesta en escena requiere. Mientras trabaja en la pieza, inventa problemas y los resuelve, en simultáneo. Y cuando ocupe una butaca en la sala como espectador, se detendrá en el error. Mientras todo eso sucede, el realizador conserva, perfecciona y transmite su arte y artesanía: el oficio.
“Hicimos unas papas para la pieza Pájaro de Barro. Cuando el escenógrafo vino a verlas, se sorprendió. Nos dijo que iba a marcar la papa de ficción por miedo a que el actor, que tenía que pelar una en el guión, se confundiera.”
Florencia Tutusaus
LICENCIADA EN ESCENOGRAFÍA
Prehistoria del teatro San Martín
En 1912, en el mismo lugar en el que funciona ahora, abrió una sala cuyo nombre fue Teatro Nuevo. Más tarde, en la década del ‘30, se llamó Teatro Corrientes y se dedicó al género de revista. Entre el ‘37 y el ‘43 fue sede del Teatro del Pueblo y su cartelera fue de obras independientes. En 1944, el Estado tomó el edificio y creó un teatro público. Desde entonces se llama Teatro Municipal General San Martín. En 1953 comenzó la construcción que hoy conocemos. La inauguración oficial fue el 25 de mayo de 1960.
En 2017, el Gobierno de la Ciudad reabrió el teatro que estuvo cerrado durante 18 meses para ponerlo en valor y sumar tecnología. Levantaron, por ejemplo, las alfombras originales y las reemplazaron por otras de idéntico color y textura. Allí siguen siendo los ‘60. En el taller de Vestuario instalaron equipos de aire acondicionado y bajaron el techo. Colocaron, además, una luces blancas. Lo que no pueden aún resolver es la ventilación del último piso, donde funcionan los talleres de Escultura, Pintura y Escenografía. Allí utilizan, eventualmente, materiales tóxicos.
Saco que usará Joaquín Furriel para un Hamlet ambientado en los años ’20 del siglo pasado. Foto: David Fernández.
Los realizadores empezaron a trabajar en la temporada de este año durante los últimos meses de 2018. El calendario prevé cuarenta puestas en escena entre las cinco sedes que forman el complejo teatral porteño.
La apertura del nuevo año teatral vino con un aumento en el precio de las entradas. Para las obras de teatro locales, una platea en la sala Martín Coronado o en la Casacuberta, del San Martín, pasó de $220 a $280. Los miércoles y jueves, días populares, el ticket vale $140. En el resto de las salas,la platea va de $150 a $250.
En en taller de Carpintería y Maquinaria se apuran para terminar la escenografía de Hamlet, una de las apuestas fuertes del San Martín. La fecha de estreno está cerca y los carpinteros Manuel Alemán, Luis Vergara y Juan Carlos Agüero le dan forma a una puerta.
El elenco ensayará de dos de la tarde a nueve de la noche. Hacia el mediodía, ellos y los empleados de Maquinaria deberán colocar el rompimiento, una estructura que recorta el escenario y deja ver a los actores. El filo corta la madera. Hay urgencia, pero también hay detalle.
Esa papa no se pela
“A veces la indicación del escenógrafo es: ‘Quiero esto en color madera’. Okey, ¿cuál madera? ¿Con vetas, sin vetas? ¿Qué tratamiento? ¿Encerado? Ah, lo querés en roble. Bien. ¿Roble claro, roble oscuro? ¿Qué utilidad van a darle? Nosotros tenemos que reproducir lo que el escenógrafo tiene en la cabeza. Para eso necesitamos un boceto con la mayor cantidad de especificaciones posible.” Todo eso lo dice Florencia Tutusaus, 33 años, licenciada en Escenografía y una de las integrantes del taller de Pintura y Utilería.
Sobre la mesa de trabajo hay piezas para la obra El Cartógrafo, que se estrenará pronto en la Cunill Cabanellas, la sala del tercer subsuelo del teatro donde en los ‘70 funcionó una confitería y ahora se utiliza como espacio de experimentación.
Vanina Mugnolo, 32 años y profesora de Artes Visuales recibida en la Universidad Nacional de las Artes, trabaja sobre las tapas de una carpeta. La idea es que logre el desgaste típico de una bitácora antigua.
Antes se ser parte del taller de Pintura y Utilería, Vanina restauró monumentos en una repartición que pertenece a Patrimonio de la Ciudad. Pero le interesaba esta área, así que pidió el pase y desde hace tres años elabora objetos para las puestas del San Martín y los teatro periféricos. “Suele pasar que una pieza quede hermosa, hiperrealista, que nos encante. Pero en el escenario apenas se ve o aparece unos segundos. Lo nuestro es un poco efímero”, dice Vanina.
“Hay objetos sobre los que no tenemos un interés plástico –sigue Florencia–. Pero la intención es la misma: que la pieza sea lo más real posible. Hicimos unas papas para Pájaro de Barro. Cuando el escenógrafo vino a verlas, se sorprendió. Nos dijo que iba a marcar la papa de ficción por miedo a que el actor, que tenía que pelar una en el guión, se confundiera.”
La cabeza de Marx en telgopor: los detalles fueron tallados con cuchillos manufacturados en el San Martín. Foto: David Fernández.
Alrededor de la mesa están Juan Manuel Miranda y Gonzalo Palavecino, ambos de 34 años y egresados de escuelas de artes plásticas. A diferencia de Florencia y Vanina, que pasaron por otros departamentos antes de integrar este taller, los chicos lograron el pase desde Limpieza.
“Me tocaron los baños, el cuarto subsuelo y el escenario. Y bueno, ahora lo puedo decir: en horario de trabajo, me colé en todos los ensayos de Rey Lear; quería aprender”, confía Juan Manuel. Rey Lear fue la obra protagonizada por Alejandro Urdapilleta, hace una década.
Durante una año y medio, Juan Manuel trapeó. Gonzalo también: limpiaba el escenario en el turno noche, pleno horario de función. “No sólo veía todas las obras, sino que de a poco me fui acercando al taller. Ya había terminado en Bellas Artes y tenía algunos trabajos. Los traje, se los mostré a los jefes. Y un día me pidieron”, cuenta Gonzalo. Juan hizo lo mismo. Limpieza era un “lugar de tránsito”, un punto de partida. Dejó de serlo hace unos años, cuando tercerizaron el servicio.
“La primera prenda que corté fue una túnica para Alfredo Alcón. Tenía lentejuelas y mucho brillo. Recuerdo que estaba nervioso. Yo venía de la sastrería comercial y de teatro no entendía nada.”
Cristian Sayaverde
SASTRE TEATRAL
Facas y la coreografía de Nichrome
Marcela Alonso entró por concurso en el año 1992: hace 27 años que integra el taller de Escultura. Hoy es segunda jefa y gran parte de su vida transcurre aquí, entre segelines, filos, viruta de telgopor, polietileno y resinas.
La remodelación del San Martín también llegó a los talleres, aunque con menos impacto. Escultura está en el último piso del edificio. Eso significa que la terraza recibe (y absorbe) el sol, por lo que el calor en el taller puede ser difícil de sobrellevar. Los ventiladores de pie están encendidos: apenas un soplido.
Marcela Alonso es delgada y se mueve como gacela entre piezas engañosas, como de ilusión óptica. Contra la pared, las réplicas de los atlantes del edificio diseñado por Morten Rönnow, ubicado en Belgrano y Perú, en Monserrat. Parecen pesadas como el granito, pero tienen la levedad de la espuma de telgopor.
“Aquí logramos que lo que sea plano termine en tres dimensiones. No dibujamos, no hay papel. Lo nuestro es curva, relieve, volumen”, explica Marcela. Para transformar un bloque de telgopor en molduras, por ejemplo, Alonso arma parejas.
Cada uno tiene un manillar unido por un alambre de Nichrome y entonces: “Primero marcamos el material, para tener una guía. Luego, un realizador se ubica en una punta y el otro, en la otra. Uno ‘canta’: ‘¡Entramos! Me quedooo’. Ahí esperás que el alambre entre en el telgopor. Es una coreografía. En la era de la tecnología nuestro trabajo es artesanal”.
Marcela muestra los cuchillos de trabajo que hacen los escultores. Son filos de carpintería y mangos de caño, que no pasarían una requisa. “Walter, un compañero, llevaba los cuchillos en el bolso y como no entraban, quedaban a la vista. Una vez lo paró la Policía”, cuenta Marcela.
Conversamos al lado de Marx. Estamos bajo un árbol que de tener follaje, daría sombra. Sigue Marcela: “Es para El Cartógrafo. El problema que teníamos era que las ramas deben entrelazarse en el techo de la Cunill Cabanellas que tiene caños, tubos… El telgopor no nos servía porque se rompe. Así que pensamos, investigamos, hasta que nos dimos cuenta”. Los ramas del árbol están hechas, ni más ni menos, que con los flota–flota.
Jimena Groppa, segunda jefa del taller de Escenografía, pinta de pie con un pincel encabado. Foto: David Fernández.
Anonimato y los ojales, a mano
Luz natural y los equipos de aire acondicionado encendidos para amortiguar el calor de las planchas, que de no ser porque funcionan y son ideales para este trabajo, estarían expuestas en un museo. Las mesas de trabajo son bajas. Algunas rectangulares, otras con forma de semicírculo, para compartir. Maniquíes, percheros, géneros.
En el taller de Vestuario hay una leyenda, un cuento con final de moraleja: “Había una vez una vestuarista que le dijo al sastre teatral: ‘Quiero que en el escenario este saco diga acá estoy. ‘¿Y dónde vio usted un saco que hable?’, preguntó el hombre”. El lenguaje que usan los vestuaristas no es el mismo de quienes confeccionan la ropa.
Pausa para hacer una distinción de género. Es una tradición en la industria del vestir, que el sastre se ocupe de la indumentaria masculina y la modista, de las prendas para mujeres. Mariana Vera es quien se ocupa de ellas.
Aquí está Cristian Sayaverde, sastre teatral, hilvanando el saco de vestir que usará uno de los personajes de Hamlet. Esta vez, la obra de William Shakespeare estará ambientada en los años ‘20, a lo Peaky Blinders. “El 20 por ciento de la ropa y accesorios que se usan en las obras es reciclado, es decir, se busca en el depósito y la adaptamos. El resto lo hacemos acá”, dice Cristian.
Cuando coloque las mangas y el cuello, y cosa los ojales a mano, el saco que hilvana estará listo. Antes de colgarlo en el perchero, le darán un golpe de plancha. El saco es una prenda de tantas. Un cambio completo de varón implica diez piezas entre indumentaria y accesorios.
Florencia Tutusaus, de Pintura y Utilería, con una obra hecha para una puesta en escena.
La primera prenda que Cristián cortó fue una túnica para Alfredo Alcón. “Tenía lentejuelas y mucho brillo. Recuerdo que estaba nervioso. Yo venía de la sastrería comercial y de teatro no entendía nada”, cuenta.
Patricio Delgado es el otro sastre del taller y hace casi veinte años que corta y cose para el Complejo Teatral de Buenos Aires. Lleva una especie de registro mental en el que “anota” características de los actores con los que tuvo que trabajar. Sabe qué materiales debe evitar porque a tal actor le genera urticaria. Recuerda si una actriz es zurda o diestra. Dice Patricio que un actor “se humaniza” cuando le toma las medidas. “Algo pasa en ese momento. Cambia la energía del actor. De repente es más parecido a uno, a cualquiera”, explica. Tomar dimensión, registrar los cambios.
“El trabajo de interpretación que debemos hacer, más allá del figurín, es crucial. El vestuarista trae su idea en un boceto y la otra mitad te la explica”, sigue Patricio. Bajar a la realidad la métafora de quien pensó la estética de la obra, puede ser complicado. “Pero nosotros no discutimos. Hacemos silencio, escuchamos. Creo que el sastre y la modista no tienen que ser protagonistas. Si sos protagonista es porque cometiste un error”, opina Patricio. En el perchero hay una saco de tartán. Las líneas del bolsillo coinciden con el resto. No importa que las pinzas hayan alterado la estampa.
Cada objeto que entregan debe ser idéntico al que referencia que les dejaron. Foto: David Fernández.
Una tarde de prueba
Promedia febrero y el verano no se da por vencido. En la radio anuncian que el Servicio Meteorológico Nacional ha emitido una alerta amarilla porque la térmica, en Buenos Aires, estará por encima de los 40 grados. El chiste es que emparda la cotización del dólar en la City porteña.
Mónica Gutiérrez, jefa de Peluquería y Maquillaje, llegó temprano al San Martín. Hoy debe preparar los postizos que usarán las actrices de Pájaro de Barro, obra que se estrena en unas semanas en el teatro Regio, en Palermo.
Mónica trabajó sobre la melena que usará la actriz Marita Ballesteros. Es de pelo natural y la convirtió en una recogido típico de los años ‘40: rulos que forman un copete leve sobre la frente, un entramado apretado sobre la nuca. Para “avejentarla” la aclaró un poco. Antes de subirse a la camioneta que la llevará al Regio, colocó una redecilla alrededor de la peluca para protegerla. En menos de una hora estará en un pequeño camarín para probar el postizo en la cabeza de Ballesteros.
Las pruebas de peinado y maquillaje se repiten antes del estreno. La idea es que el actor se sienta cómodo y el vestuarista, conforme. El realizador cuenta con una referencia, como fotos de época, que debe imitar. También puede indagar en el guión o preguntar por la historia del personaje.
A Marita Ballesteros le peluca le calzó perfecta. Ahora es el turno de Mariano Mazzei, actor joven que debe interpretar a dos personajes, uno de ellos engominado. El problema con Mazzei es que tiene rulos. Mónica pregunta cuánto tiempo tiene entre un personaje y otro: apenas minutos. La pregunta que sigue es cuánto tiempo lleva alisar el pelo con gomina. ¿Y si mejor es con gel?
La encargada de Peluquería del Regio, es decir, quién estará en cada función asistiendo al elenco, plantea los problemas: “No tiene tiempo”, “Ese gel no sirve”, “No podemos poner un secador de pelo en la pata del escenario”. Las mujeres observan el cabello ensortijado del actor. El gel “bueno” le domesticó la melena, calculan el tiempo para pasar de un alisado a una cabellera suelta, sin rigidez. De repente Mónica corta el silencio: “Ya sé. Una toalla húmeda, ¡eso! Una toalla en la pata del escenario para sacudirle el pelo y que se desarme el gel. A ver, probá”. Y entonces, el milagro.
Fuente: Clarín.