Unos pasos más apenas en dirección al sur y la ciudad llega a su fin. En esas coordenadas Madrid casi acaricia la autopista de circunvalación, la M-30. En un extremo del complejo de salas y auditorios las Naves del Matadero, en un edificio con ladrillos a la vista, el Ballet Nacional de España comienza su jornada a las 10 de la mañana. El encargado de seguridad, pendiente del ingreso, conoce a casi todos los miembros de la compañía, pero, por las dudas, tiene junto a su escritorio una “chuleta” –un ayuda memoria– con la foto y el nombre de cada integrante. Un asistente lleva una pesada vasija. Ingresa en una sala de ensayo y la deposita junto a la puerta. Podría haber un dispenser de agua con vasos de plástico, pero ningún recipiente mejor que la botija –he aquí su nombre preciso– para conservar la temperatura.
El Ballet Nacional de España es un templo y custodio de la tradición nacional. Es también un sitio de experimentación, pero siempre dentro del folclore, de un envase con fórmulas y respuestas acertadas que almacenan, con un lenguaje único, una identidad.
Viene de tapa Come un puñado de nueces, bebe un poco de agua y da por concluido su pequeño descanso. Inmaculada Salomón vuelve a interpretar
Ser frente a sus maestros, una de las piezas que se verán en Buenos Aires desde el 11 de este mes. África Paniagua y Raúl Tino miran a la solista con atención, escrutan su
developpé, la línea y la felicitan. En este ambiente íntimo también está el técnico de sonido, uno de los 30 expertos que cruzarán el océano, junto a 40 bailarines.
“¡Presencia, presencia, presencia!”, pide Antonio Najarro con su voz y sus zapatos en una coreografía para un cuerpo de baile de varones. Hace algunos minutos, el director de la compañía conversaba en su oficina con la directora adjunta del Ballet, Gachi Pisani, y ahora recorre las salas y supervisa el trabajo del elenco. Este niño introvertido se transformaba cada verano, cuando sus padres lo llevaban a las fiestas de Málaga, en un gigante. El pequeño quedaba encantado con la estética, los caballos, el sombrero cordobés y los colores de esa celebración autóctona. Aquellos movimientos sincronizados que en un comienzo eran un juego, se convertían junio tras junio en la expresión corporal de un virtuoso.
Najarro ingresó temprano al Ballet Nacional, luego se convirtió en solista, más tarde en primer bailarín y también en coreógrafo. Fue en 2011, a los 35 años, cuando fue nombrado el director más joven de la historia de este cuerpo tras postularse en el marco del “código de buenas prácticas”, un concurso donde cada aspirante debía explicar cuál sería su estrategia en el caso de que resultara electo. Najarro había formado su propia compañía y debió desmantelarla dado que este cargo público, un honor nacional, no le permitía llevar a cabo una actividad privada. “Todo lo hacía yo porque no tenía dinero para más. Conozco lo que significa sacarle el partido comercial a un producto. He tenido una compañía con mi madre cosiéndome el vestuario, mientras me ocupaba de la prensa y me entrevistaba con promotores y directores de teatros. En el caso del Ballet soy también consciente de que aunque somos la mejor compañía de danza española y el público nos ovaciona en el mundo, somos también grandes desconocidos. Lo que he intentado siempre es buscar estrategias para darle más visibilidad a la danza”.
No existen protagonistas a la hora de hablar de estilos. La escuela bolera, la danza estilizada (la del ballet argumental), el folclore y el flamenco; a todo se los invoca en la programación. La gestión de Najarro tuvo algunos hitos y riesgos que los puristas desaprobaron, pero que puso al género en el centro de la atención, desatando corsets y seduciendo a un público no avezado. En 2014, por ejemplo, las bailarinas de la compañía participaron en la Madrid Fashion Week. En lugar de modelos, ellas lucieron las prendas del diseñador Juan Duyos sobre la pasarela al ritmo de Björk. También Najarro convocó a Franco Dragone, uno de los creadores del Cirque du Soleil, para diseñar Sorolla, un espectáculo de danza en homenaje al pintor valenciano, donde el director de escena aportó una estética impactante. Todas las funciones se efectuaron a sala llena. Con las valijas listas
En los pasillos del Ballet Nacional hay siempre atmósfera de viaje. Las fajas de algunos cajones cerrados precisan el contenido del vestuario y de los elementos que pronto saldrán de su sede en Madrid hacia otras ciudades. “Me reciclé”, dice Chus García, quien fuera bailarina de la compañía y se desempeña como regidora de vestuario. Camina por un laberinto de pasillos con llaves en la mano, abriendo puertas y prendiendo luces, en dirección a la buhardilla, un espacio donde no ingresa la luz. El Ballet Nacional posee 4900 trajes, casi 28.000 prendas de vestuario, un tesoro catalogado, inventariado, fotografiado y etiquetado con código de barras. García destaca que gracias a esta organización puede, en cuestión de minutos, desde su oficina y con una cómoda aplicación tecnológica, localizar determinado vestido en el almacén. Así muestra los zapatos que el bailarín Antonio Correderas utilizó en Estar contigo
me da paz, y un ejército de fundas blancas, con sus etiquetas, que protegen los trajes del polvo y el paso del tiempo. Solo algunas prendas, como las capas con las que ensayan los bailarines El sombrero de tres
picos, descansan en unos percheros móviles en la puerta de la sala de ensayo.
“Quiten la presión de sus brazos porque parecen un croissant”, dice la maestra Cristina Visús. Culmina la pasada de una coreografía y en el segundo en el que esta dama elegante marca el final, un bailarín desmorona su sonrisa y su cuerpo. Prueba la resistencia de su rodilla luego de una lesión. Unos bailarines se abrigan de inmediato con las camperas que contienen las siglas BNE, mientras un asistente ingresa y le recuerda a la maestra que en siete minutos debe concluir su ensayo. Con esta precisión y este mecanismo de relojería, en dos salas contiguas, la compañía se prepara para la gira que la hará cruzar el Atlántico.
A diferencia de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que cuenta con un teatro propio, en el corazón turístico de Madrid, el Ballet Nacional –creado en 1978, nada menos que con Antonio Gades a la cabeza– posee una sede, pero aún no tiene un espacio propio, por lo tanto, allí se ensaya, aunque los espectáculos se estrenan en diferentes salas, un hecho que exige más preparación aún, ya que cada escenario es un espacio diferente, con sus trampas y dimensiones específicas.
En esta compañía, un bailarín gana en promedio un sueldo de 1200 euros, una suma módica en términos del mercado. De este hecho derivan a menudo conflictos que no comenzaron con la gestión de Najarro. “Se les exige tener una preparación técnica altísima, la misma que un bailarín clásico, además de tocar las castañuelas, que es un elemento muy complejo. Son carreras cortas, sin jubilaciones, sueldos bajos que se veían antes compensados con dietas y horas extras. Se les paga con tiempo libre, pero esas horas o días son contraproducentes, porque un bailarín tiene que estar en forma. Se merece condiciones económicas mejores. Los entiendo, por supuesto, pero al mismo tiempo va en contra del desarrollo artístico de la compañía. Hay unos convenios de hace 20 años que nada tienen que ver con la España que estamos viviendo ahora”, explica su director.
A punto de culminar su exitosa gestión frente al Ballet, un contrato de cinco años que luego se prorrogó por otros tres, Najarro lleva a cabo una ordenada transición con quien será su sucesor a partir de septiembre, Rubén Olmos. “No participé de la elección –sonríe sin ocultar su aprobación–. Es un gran trabajador, hemos compartido muchos camarinos. Tenemos una excelente relación, pero si no fuera de esta manera, debería ser así el traspaso porque del mismo modo que fui elegido yo, ahora ha sido elegido él”.
Najarro volverá nuevamente a construir su propia compañía, aunque antes hay mucho trabajo por hacer. “Estamos muy desunidos en la danza. Intenté continuamente aunar y no lo he conseguido todavía. Es una pena. Es la espinita más grande que me llevo. He querido utilizar mi cargo para que seamos conscientes de que todos tenemos que luchar por la danza”, confiesa antes de quitarse las zapatillas, ponerse las botas y salir a dirigir el siguiente baile.
Fuente: La Nación