A Roberto Goyeneche se le atribuyen dos frases casi iguales. Una es “si Gardel viviera yo seguiría manejando un colectivo”; la otra, “si Julio Sosa no hubiera muerto yo seguiría manejando un colectivo”. Tal vez efectivamente las haya dicho en su momento, y en tal caso serían verdaderas y falsas a la vez. La de Gardel sería falsa o improbable por un hecho simplemente cronológico: aunque no hubiese muerto en 1935 en Medellín, Gardel seguramente ya se habría retirado cuando Goyeneche empieza su carrera; la de Sosa, por una cuestión artística. En 1964, cuando Sosa muere inesperadamente (como Gardel, en un accidente), Goyeneche ya estaba en la cima de su carrera y su refinado estilo no podía estar más en las antípodas que el de Sosa, el “Varón” el tango. Es cierto que a comienzos de los ‘60 la popularidad de Sosa había comenzado a eclipsar a todos los otros solistas, pero de todas formas lo de Goyeneche no sería sino un exceso de modestia.
Roberto Goyeneche con Julio Bocca y Fito Paez, durante la fiesta de lanzamiento del nuevo Suplemento de Espectaculos de Clarin, en el Palais de Glace, en 1992. Foto CARLOS SARRAF
Lo auténticamente cierto de todo esto es que Goyeneche, que nació el 29 de enero de 1926 en un hogar muy humilde del barrio de Saavedra, manejó colectivos mucho tiempo, hasta bastante después de haber debutado con la orquesta del violinista Raúl Kaplún en 1944, tras ganar un concurso organizado por el Club Federal Argentino. Al parecer todavía lo hacía en 1952, cuando empezó a cantar en la Orquesta de Horacio Salgán. “Entonces venía a la Radio -contó Salgán en 1994- en la calle Ayacucho, cantaba y después seguía haciendo el recorrido”.
De su paso por la Orquesta de Kaplún prácticamente no hay registro. Ya de las grabaciones de Goyeneche con Salgán podría decirse algo parecido a lo que decía el violagambista y director Jordi Savall sobre el Orfeo de Monteverdi, que veía como el comienzo y a la vez punto culminante del género operístico (“creáme -aseguraba Savall en una entrevista con Clarín-, después del Orfeo la ópera empieza a declinar”). Allí se encuentran las perfectas interpretaciones de Alma de loca o de Un momento, entre muchas otras; la primera podría elegirse por la sutileza de matices expresivos de la voz; la segunda, especialmente por un efecto rítmico, por ese fraseo un poco por encima de los tiempos del compás, ligeramente suspensivo, aunque también por el maravilloso arte complementario de Salgán, donde la propulsión rítmica del vals se subraya con ráfagas orquestales exquisitas, que rodean la voz del solista sin ahogarla.
No seamos tan extremos como Savall. Luego de ese impresionante debut con Salgán, Goyeneche seguirá puliendo su estilo único, que llegaría a su punto más alto con la Orquesta de Aníbal Troilo, el más grande maestro de cantores que dio el tango. Goyeneche cantó con Troilo entre 1956 y, con alguna idea y vuelta, 1964. Y ese estilo único acaso no tenga más que ver con la tradición del tango y el modelo gardeliano que con el estilo de Frank Sinatra y Tony Bennet. Porque en Goyeneche no sorprende más la aceleración que la detención, el aire, la pausa entre las palabras. “Yo canto las comas, los puntos, los acentos, los silencios”, decía el cantor. Y era cierto: nadie puntuaba como él. Aunque lo conmovedor de Goyeneche no radicaba desde luego en la claridad de la palabra, sino en la totalidad del efecto musical.
Ese efecto eventualmente también era dramático. Rafael Filippelli, un director de cine que oye el tango y el jazz mejor que nadie, comparó en una ocasión las interpretaciones de Gardel y Goyeneche de El día que me quieras. “Sin modificar la forma gardeliana – apuntó Filippelli-, Goyeneche introduce allí un significativo matiz expresionista: mientras Gardel piensa y desea que ese ‘día’ exista en un futuro inmediato, Goyeneche sabe y está está convencido de que ese ‘día’ no llegará nunca”.
Cuando Goyeneche murió, hace 25 años, el 27 de agosto de 1994, el tango estaba muy lejos de su actual apogeo. Pero esa muerte se vivió en el país como un gran luto. Todo el mundo estaba pendiente de su salud. El 5 de junio de 1992, el periodista de Clarín Gabriel Senanes hizo una crónica de uno de sus últimos conciertos, un homenaje a Astor Piazzolla en el Teatro San Martín. La reseña se titulaba: “El Polaco, con suspenso”. La conductora Betty Elizalde anunciaba: “Con ustedes, Roberto Goyeneche”… pero el cantor no aparecía. Luego de una serie de números de ocasión e improvisadas actuaciones, Goyeneche hizo su arribo sobre el final del programa. Cantó tres temas: “Alcanza y sobra -apuntó Senanes- para que el gran actor del tango ponga tripa y corazón en cada palabra de Garúa y La última curda, y ametralle de pasión a sus fieles”. Ciertamente, Goyeneche tenía un considerable público por fuera del tango. ¿Cuántos jóvenes que seguramente no pudiesen soportar dos compases de cantores sobrios como Floreal Ruiz o Raúl Berón se extasiaban oyendo a Goyeneche?
La trayectoria de Goyeneche describe la parábola histórica del tango, el paso del cantor de orquesta al cantor solista, de la pista de baile al café concert, del cantor rítmico al baladista, del barítono lírico al aggiornado “decidor”. Goyeneche pasó todos los límites.
Las nuevas generaciones lo recibieron como un tanguero punk. Tal vez lo fuera. Él fue el tango en su momento más sublime y en su caricatura, pero aun su caricatura tuvo la gracia de ser una creación enteramente suya. Goyeneche solo se imitó a sí mismo, llevado por su propio genio artístico, e incluso en esos conciertos tardíos, casi imposibles, había siempre un resto conmovedor y verdadero.
Fuente: Clarín