La gente aplaudía de pie, en ovación, a sala llena. Con suma modestia, el Maestro Raúl Barboza agradecía elegantemente en francés y Chango Spasiuk apoyaba su acordeón sobre el poncho colorado que lo acompaña en sus giras, con la mano en su corazón.
En el teatro Lévi Strauss del Museo Branly, una de las catedrales de arte primitivo más importante del mundo, no todos conocían el chamamé. Pero veinte minutos después supieron que estaban frente a grandes artistas. Se despedían con El Tren Expreso. Los franceses escuchaban cautivados y asombrados las notas arrancadas a un acordeón, con esos tonos donde se mezclaba el barroco de los jesuitas, la polca de los ucranianos o los europeos de las colonias misioneras de Europa del este y la milenaria cultura guaraní. Pero había algo más: la evolución posmoderna de esa tradición, esa conjunción con el jazz, el tango, los blues, los pájaros, la naturaleza misma. “Bravooooo”, gritaban encantados, en la última noche de la gira europea, acompañados por el guitarrista Nardo González y el percusionista Marcos Villalba.
El chamamé en París. El maestro Raúl Barboza y Chango Spasiuk, unidos por su amor a la música del litoral, en una gira que comenzó en julio por toda Europa y, por etapas, terminó en la capital francesa. Tulle, Lyon, Brujas, Valence, Barcelona, fueron algunas de las tantas escalas. La bautizaron Chamamé Yeroky Ñeemboe, que en guaraní significa “un rezo que se baila”. En septiembre, Spasiuk grabó en Oslo Hielo azul azules -Tierra roja” (“Bla is- Rod Jord” en noruego) junto a Per Einar Watle, que recién se conocerá en los próximos meses en Buenos Aires. Una absoluta nueva experiencia. En el camarín del teatro Lévi Strauss en París, Chango Spasiuk y Raúl Barboza dialogaron con Clarín sobre este encuentro antes de despedirse. Esta experiencia de darle contemporaneidad y revalorización a la tradición del chamamé en el mundo y cómo se transmite a las próximas generaciones.
-Maestro Barboza, ¿por qué han decidido tocar juntos?
– Es algo muy natural que músicos se junten para tocar. Siempre en las provincias se hace. Es mucho más complicado en las ciudades grandes, donde hay ciertos códigos que a veces son difíciles de comprender. Pero los músicos se juntan y tocan juntos, sacan una pieza nueva, componen un tema nuevo. Este encuentro con Chango no es el primer encuentro. Nosotros nos hemos encontrado en la Argentina en varias oportunidades. Cuando él estaba de gira y yo, en París, me preguntaron si no quería compartir un escenario con Chango. Inmediatamente les dije que sí. Este encuentro es una continuidad de los encuentros anteriores.
Raúl Barboza vive en Francia desde los años ’80 y es muy reconocido allí. Foto: Noel Smart
-Chango, ¿por qué decidir tocar con el maestro Barboza, con una diferencia generacional enorme entre uno y otro?
– Porque Raúl es toda una leyenda para el acordeón, no solamente en la Argentina. Ha influenciado a un montón de generaciones, inclusive la mía. Mi primera llamada fue cuando cumplió ochenta. Le dije: «Raúl, feliz cumpleaños. ¿Qué le parece si giramos juntos por Europa, no de manera circunstancial, sino un proyecto en conjunto?». ¡Y para mí es una fiesta! Es una fiesta poder estar, tocar juntos y encontrarnos, aunque haya una diferencia generacional. El amor por el acordeón, por esta tradición, no tiene ninguna edad. Es el punto en común que nos tiene juntos en este proyecto.
-Maestro Barboza, para usted los ochenta no son nada.
– En junio que viene voy a cumplir ochenta y dos. Yo no he sentido pasar los años. Le he cuerpeado sí a varias trampas, que la vida a veces nos pone. Puedo decir que he tenido suerte más que cuidado. La suerte de haber estado acompañado o cuidado en los momentos difíciles y siempre con la ayuda de los espíritus de Tupá Guazú o Dios, como se quiera llamar, en quienes yo creo fervientemente. No quiero aparecer ni más viejo ni más joven. Es lo que viví y lo que la vida me dio, lo que la vida me ofreció, Y con el instrumento, yo puedo hablar sin necesidad de usar el lenguaje.
-¿Cómo han conseguido este diálogo de estos dos acordeones?
Para el Chango Spasiuk, tocar con Barboza es un sueño cumplido. Foto: Noel Smart
Spasiuk: Es muy espontáneo, hay un gran margen de improvisación. Concordamos en un repertorio en común, en donde hay muchas canciones de Raúl, hay canciones mías, y hay composiciones que para nosotros son una tradición, como por ejemplo, las de Tránsito Cocomarola. Y armamos ese repertorio. Por momentos hay algo como medio de fan que yo tengo. Yo estoy tocando, toco mi música, pero disfruto mucho de escucharlo a Raúl. Lo tengo a mi izquierda, veo su mano derecha. Cuando teníamos quince años, todos queríamos tocar como él. Después nos dimos cuenta de que para tocar como Barboza, hay que nacer Barboza. Es como algo muy bello y donde cada uno nos corremos un poco de nuestros conceptos estéticos y tratamos de encontrarnos, como para que ese cuarteto suene fluido.
-¿Y para usted, Barboza, cómo es este encuentro con Chango y con los jóvenes?
– Yo comencé a tocar -tenía siete, ocho años- al lado de mi papá. Tuve contacto con los músicos y fueron nuestros maestros; Cocomarola, Ernesto Montiel, Isaco Abitbol, Damasio Esquivel, Pedro Lesielve, Julio Luján, todos. Piazzolla, Roberto Grela, Falú, Atahualpa Yupanqui, Ariel Ramírez. Yo era muy joven cuando estaba con todos ellos, me invitaban a tocar. Con Ariel hice cuatro años de gira y yo estoy habituado a eso. Para mí haber conocido a todos esos hombres, me ayudó a tener una forma de ver de una manera el chamamé. Que en muchos casos no ha sido bien recibido, mismo por el público argentino. Pero eso para mí nunca ha tenido una gran importancia. Yo siempre pienso que si no soy bien recibido en un lugar, cambio de lugar y me voy ahora, ¿no?
– Usted es un maestro y una leyenda del chamamé para todos los jóvenes, ¿qué es lo que le gusta del Chango, qué le ha aportado Chango al acordeón?
Barboza: Debemos decir que Changuito viene de ancestros diferentes de los míos. Por lo tanto, nuestro ADN es diferente, somos distintos. Yo lo conocí a él de muy jovencito y fui viendo su evolución. Él me conoció a mí cuando yo era grande. Yo ya había grabado tres LP en la época que Chango venía al mundo. Tenemos una experiencia distinta, diferente. Por años vividos, yo tengo un tipo de experiencia mayor y es posible que él conozca cosas que yo no conozco. Por eso yo tengo en mi concepto de vida el respeto. No es una cuestión de edad.
-¿Y qué aprendiste Chango de Raúl?
– Musicalmente no voy a ser redundante. Todos sabemos lo que es él para el acordeón y para el chamamé. Inclusive, como un pionero en el desarrollo de este lenguaje a nivel internacional. Yo admiro su entusiasmo: hay que girar, probar sonido, hay que tocar, hacer prensa, tener esa disponibilidad y esa amabilidad para hacerlo después de haber caminado tanto.
– Maestro, ¿para usted fue un desafío tocar el chamamé fuera de Misiones, de Corrientes, de Paraguay, fuera de la Argentina, fuera de una región donde probablemente la música era más habitual?
Barboza: Cuando era chico, yo tocaba en los bailes y la gente no bailaba. Se quedaba y me miraba, porque yo tendría 10, 12, 13 años. Cuando pasaron los años, también pasaba lo mismo en muchos bailes: la gente no bailaba. Eso no les gustaba a los dueños de las fiestas. Porque decían: «La gente no baila y no gasta». Entonces llegó un momento en que yo no tenía trabajo en la Argentina. Al punto tal que yo había formado matrimonio con mi señora, y ella me dijo: «Raúl, ¿por qué no vamos a otro lado». Y empezamos a mirar dónde, pero yo ya había viajado a la Unión Soviética en los años setenta. En el ‘81 yo estuve en Japón. Recorrí cuatro veces la Argentina, desde La Quiaca hasta Tierra del Fuego con Ariel, con los Chalchaleros, con los Huanca Hua, con Cafrune, con Aníbal Zampayo. Tocar en otro lado no me fue difícil. Lo difícil era tocar chamamé donde nunca lo habían escuchado y a lo mejor nunca habían visto una persona con rasgos aindiados. Acá en Europa me preguntaron: «Perdóneme señor, no se enoje, pero usted tiene cara de indio”. Le digo: «Y sí, porque mi papá era guaraní, y mi mamá, si bien era descendiente de vascos, hablaba el guaraní tanto y tan bien como la gente local». Mi papá y mi mamá hablaban guaraní, yo no lo aprendí. Y tocar el acordeón, tocar la música para mí era una necesidad más que un desafío. Un día me encuentro con Piazzolla en Buenos Aires y me hizo una broma sin conocerme. Me pareció que me estaba ofreciendo su amistad y así quedamos amigos. Cuando yo llego acá a París, no tuve ninguna dificultad, porque enseguida los músicos franceses me hicieron un lugar. Y alguien me dijo: «Ustedes los argentinos han hecho mucho por nosotros los franceses. En arte, el primero fue Gardel, que vino de la Argentina habiendo salido de acá. El segundo fue Maradona, nos enseñó a jugar al futbol. Gardel nos enseñó a cantar. El otro que vino acá fue Astor y nos enseñó a tocar el bandoneón y el tango con bandoneón. Y ahora venís vos y nos enseñás que el acordeón tiene otro color distinto». Entonces, frente a tantas gentilezas, yo subo al escenario y no tengo ningún temor de nada.
– A los veinte minutos, aunque la gente no conozca el chamamé, se establece como una comunión ¿vos lo sentís?
Spasiuk: Sí, totalmente. Lo que pasa es que a veces naciste en un país en donde te decían que eso que estas tocando no era como para mostrar. A la hora de mostrar el país, nadie pensaría en el chamamé. Pensaría en un montón de lenguajes y algunos los dejarían para consumo interno. Mi experiencia, después de tantos años girando, es cómo posiblemente lo que más escondemos es lo que más el mundo necesita oír o vale la pena compartir. Hay tantas formas de belleza. Esta es una forma más. ¿Por qué no compartirla? ¿Por qué no plantearla en un contexto, donde se expresan tantos mundos sonoros? Y esta música, esta tradición tiene muchos elementos. Imagínese una música donde converge lo barroco, lo guaraní, lo mestizo, lo criollo, lo afro, los pueblos inmigrantes. Una música que, como siempre digo yo: «la diversidad, más que un problema, es un tesoro para esta música».
-El chamamé de ustedes tiene hoy otra universalidad. Se ha enriquecido, pero al mismo tiempo, no ha perdido su identidad chamamecera, ¿no?
Raúl Barboza con el instrumento, juntos como están desde su infancia. Foto: Noel Smart
Barboza: No, no se pierde como tampoco se pierde el sonido del castellano hablando francés. Hay una identidad que no se borra, está presente, uno puede mejorar para pronunciar mejor las palabras. Mi idea siempre fue buscar la parte más bella de los distintos colores del chamamé. Yo nunca fui adepto a tocar para buscar el aplauso fácil, tocar siempre los mismos temas, porque sé que eso lo escucha el público y grita y aplaude. Yo creé temas nuevos. He grabado temas nuevos acá en Europa. Y no por eso pierde, se me ocurre a mí. Tienen el color guaraní, porque yo soy un guaraní, no soy otra cosa. Y si bien yo tengo otras armas en las manos, el sonido, el espíritu y el sabor es guaraní 100 por ciento.
-¿Cómo se concilia el chamamé con el jazz, con la orquesta sinfónica con la que usted tocó, con los grandes músicos con los que ustedes dos han participado?
Spasiuk: Con respeto a la tradición con la que uno nace. A mí, no me gustan las palabras fusión o proyección. Sino simplemente es el desarrollo natural de una tradición y en donde cada generación busca su propio sonido. Uno suena diferente, porque está tratando de encontrar su propio sonido. Es como que yo estoy tratando de encontrar mi propia voz. En esa tradición construyo sobre lo que ya fue construido. Pero como suelen decir los orientales: «No hagas lo que hacían tus abuelos, busca lo que buscaban tus abuelos». Entonces buscando, de alguna manera, aparece el compositor, y aparecen las ideas de uno, los conceptos.
– ¿Y para usted don Raúl, cómo es?
– Yo nunca he tocado con músicos de jazz, salvo con un músico que vino de Estados Unidos hace poco, que es argentino, que se enteró que yo estaba acá. Vino y me llamó. No sabía cómo juntarnos. Entonces hicimos un asado en la casa de un hindú. Y yo preparé el asado porque no sabían hacerlo y ahí tocamos. El tocó sus instrumentos y yo toqué lo mío. Ahora yo trato de incorporarme, de conocer el idioma para ver cómo puedo hacer.
– Chango, vos decís que es una música que aprendiste por transmisión oral, que se transfiere de grandes a chicos. ¿Quién te enseñó, cómo fue?
– Es que la mayoría de las músicas folclóricas son de transmisión oral. Se aprende del tío, del vecino, del pariente, de alguien que toca el acordeón. Vas a un baile, prestás atención. Si te gusta el acordeón, vas a un casamiento o a un baile, está tocando el acordeonista y esperás que pare para descansar y lo «atropellás». Le empezás a preguntar cómo metió el dedo en tal lugar y si te quiere enseñar, te enseña. Últimamente me detengo mucho si viene alguien muy joven: sé lo que es esperar que alguien te enseñe algo. Y siempre se puede aprender más. Uno no sabe todo, uno no sabe casi nada. Pero hay una parte del chamamé o de la música folclórica que se puede escribir. Pero hay una parte esencial que se aprende por imitación, viendo, escuchando, percibiendo, siendo atravesado por el contexto, la situación y las personas que hacen ese contexto. El primero que me enseñó a tocar el acordeón era un hermano de mi padre en la carpintería. Mi padre me compró un acordeón y se sentó con el acordeón. El primer chamamé que tocó era de Isaco Abitbol, un chamamé llamado Siete higueras. Entonces yo lo miré y lo copié. Y después estaba la radio, escuchabas las canciones, los discos de vinilo, tratabas de imitar. Nos volvíamos locos tratando de sacar las canciones de Raúl, por imitación. Hasta que algún día te preguntabas ¿esto cómo lo hace? ¿cómo se puede tocar esto o aquello? Y vas como armando un montón de piezas del rompecabezas. Pero lo esencial es oral para mí.
Chango Spasiuk, un apasionado del chamamé. Foto: Noel Smart
– ¿Y usted, cómo aprendió Don Raúl?
Barboza: Más o menos parecido. Yo recibí un acordeón a los 7 años, de mi papá, que se lo compró a un vasco. Me acuerdo de un detalle: que fuimos a la casa del ferretero de enfrente para comprar cinta aisladora negra, para tapar todos los agujeros que las polillas habían hecho al fuelle. Era un acordeón alemán, o sea de voces graves. Luego, mi papá me compró un acordeón en la Casa América en Buenos Aires. Un acordeón con sonidos agudos, a la forma italiana. Yo con esos instrumentos trabajé. Cuando tenía 14 años toqué con Damasio Esquivel. A los 12 años, yo grabé un primer tema en un disco de 78 revoluciones, en el año 50. Y así fui aprendiendo a tocar. La primera vez que yo vi el Cuarteto Santa Ana, tenía 9 años y escuché el sonido de Isaco. ¿Por qué toca Isaco así? Y con el tiempo me di cuenta. Él era judío sefardí y tenía esos sonidos que yo aprendí a hacer por imitación y porque me gustan. Y aprendí a tocar como Cocomarola, de origen italiano. Y tenías los intervalos de tercera y sexta. Y Montiel, que nació al lado de San Borgia, al lado del Alto Uruguay, del lado del Brasil, tocaba de otra manera. Yo pienso que yo encontré formas de tocar de mucha gente, de los pianistas como Oscar Peterson. Cuando yo la escuchaba cantar a Ella Fitzgerald, cuando escuché tocar a Oscar Alemán, cuando lo escuché tocar a Piazzolla la primera vez, a Troilo, a Roberto Grela. De todos esos, yo fui aprendiendo a mezclar esos sonidos que a mí me gustaban. ¿Cómo los puedo hacer para que eso encaje también en el chamamé?
– Uno tiene la idea de un chamamé alegre, energético, bailarín, con sapucay. Pero parecería que todo eso fuera la caricatura, porque el guaraní y el chamamé parecen melancólicos, tristes.
Spasiuk: Lo de la alegría es un cliché. Hay que explicarlo como un estereotipo, que alguna vez quedó instalado, como: «oh, qué alegre el sapucay». Por eso nuestra gira se llama “Chamamé Yeroki Ñeemboe”, que significa «el chamamé es un rezo que se baila». De alguna manera es una música que tiene una profunda melancolía, una alegría desgarrada. Es una música poderosa físicamente, pero profundamente melancólica.
-¿De dónde viene esa melancolía profunda, que es como una lágrima, del chamamé?
Spasiuk: La música expresa al hombre en el contexto de la vida. La música de alguna manera es como la vida. El pueblo guaraní es un pueblo sumamente espiritual. Ese sincretismo que se da en el noreste argentino, de alguna manera tiene como un montón de elementos y esos elementos, de alguna manera u otra, más sutil o más expuesta, se expresan en esta tradición.
Raúl Barboza y Chango Spasiuk, dos glorias del chamamé, unidos por el amor al género y al acordeón. Foto: Noel Smart
– En este mundo que rechaza al otro, que ve al otro casi como un adversario, especialmente a quien no conoce, el modelo de inmigración y de integración en Misiones incluye al chamamé.
Spasiuk: El chamamé de alguna manera tiene que ver con toda la región guaranítica, con el Paraguay, con el sur de Brasil, con el Uruguay, con todo el nordeste argentino. Pero más allá del chamamé, hay que pensar en el arte como una herramienta para incentivar lo que se llama la empatía. Uno no existe sin el otro, no se puede crecer sin el otro. La fragmentación es producto de la ignorancia. La empatía es producto del conocimiento, de interesarse por el otro, de ver de qué manera el otro me puede enriquecer a mí y yo puedo enriquecer al otro. Porque si ponemos la música solamente como una herramienta de entretenimiento, para eso está Disney.
– ¿Cómo ha sido el resultado de esta gira?
Barboza: Hemos tenido varias semanas de estar juntos, hemos aprendido a estar juntos. Somos personas con caracteres diferentes y hemos aprendido, primero a tolerarnos, después a intentar estar juntos sí, porque no puede ser de otra manera. Pero tenemos que también saber controlar nuestros espíritus y quien tiene esa obligación soy yo. Porque yo soy «el viejo del grupo», el que tiene que llevar la tranquilidad a los demás, el que debe callar cuando otros hablan y solamente hablar si es necesario. Se ha terminado una gira con unas enormes ganas de en algún otro momento hacer algo parecido. Pero ahora Chango va a continuar su trayectoria de artista que se está buscando, que ya se ha encontrado. Y yo soy un hombre que también va a continuar. Yo estoy en una etapa final de la existencia física, pero tengo todas esas ganas, ese deseo de una constante evolución. Alguna vez, yo le dije a mi mamá que estaba enfermita: «Mamá, yo creo que un día yo no voy a quedarme acá en la Argentina. Me parece que a mí me va a pasar lo mismo que le pasó a Piazzolla». Y cuando yo vengo a París, fue Piazzolla el que me ayudó. Fue él que escribió algo que abrió las puertas más pesadas de Francia, con una música totalmente desconocida, a un músico totalmente desconocido, que no tenía dinero, que no conocía la lengua, que no tenía papeles. Sin embargo, al poco tiempo, yo estaba completamente integrado a la sociedad francesa. Yo amo este país con la misma fuerza, cariño y respeto que amo a mí país. Yo tengo dos vidas, la primera donde aprendí y la segunda donde me desarrollé.
Spasiuk: ¿Qué pienso de la gira? Lo que más pienso es que cuando pasen algunos años, si hay algo que no voy a decir es «me hubiese gustado». Me gustaba la idea y esa idea se concretó y la pudimos llevar a la acción. Pudimos tocar, pudimos viajar, pudimos desarrollar un montón de cosas, aprender. Entonces más adelante voy a mirar para atrás y voy a decir «cómo deseé esto y cómo la vida me dio mucho más de lo que esperaba que me dé».
Fuente: Clarín