Es simbólico, claro. Recibir las llaves de una ciudad es un acto simbólico. Como si pudieran abrirse de golpe todas las puertas, desde el Bronx hasta el Upper East Side en la Manhattan del alcalde demócrata Bill de Blasio que no se parece en nada a aquella que con acidez entrañable cuenta Fran Lebowitz en la entrevista documental de Marty Scorsece, Supongamos que Nueva York es una ciudad. Aquella sí es la Nueva York de la que Patti Smith habló mientras recibía eso, las llaves de la ciudad.
“Vine aquí en 1967 desde una zona rural del sur de Nueva Jersey. Tenía solo unos dólares en mi bolsillo, no tenía ningún lugar donde quedarme, ni muchas expectativas. Pero vine aquí para conseguir trabajo y ver qué podía hacer, ponerme a prueba. Y descubrí que, en la ciudad, con todas sus diversidades y posibilidades, si uno está dispuesto a trabajar, si mantiene el entusiasmo, logrará lo que se proponga”. Es otra historia del sueño americano, claro, pero en el caso de Smith, que hoy cumple 75 años, se parece menos al manual de uso del entrepeneur que a las leyendas de los pioneros. En los lejanos 70 (como un eco del lejano oeste), Nueva York todavía tenía algo de terra incógnita y la huesuda Patricia Lee, hija de Grant y Beverly, criada en la fe alternativa de los Testigos de Jehová era eso, una pionera.
Patti no tenía las llaves de la ciudad que el alcalde le dio esta semana pero trabajó los puños como si fueran los de Rocky Balboa y golpeando todas las puertas de la urbe, desde el mugriento Bowery a los cenáculos literarios, abrió las del mundo. Convirtió la escritura (y lectura) de poesía en una forma de cantar, de dicción entrecortada tan punk como piel roja. Reencarnó a los maudits franceses como el fantasma de Rimbaud más parecido a Keith Richards que haya pisado la Tierra y reemplazó a Jehová por Bob Dylan. Al punto que terminaría por convertirse en su representante en estos pagos, en su papisa, cuando el viejo hucha de Duluth le pidió que recibiera el Nobel de Literatura en su nombre. Patti olvidó entonces las palabras que sabía mejor que las propias y tropezó cantando el himno de protesta “A Hard Rain-A Gonna Fall”. Su propia naturaleza anfibia empujó el fallido: demasiado pop para la Academia; demasiado libresca para el pop.
La chica que no quería morirse para no perderse el nuevo disco de los Rolling Stones, como había dicho antes de la salida de It’s Only Rock and Roll, llevaba escrito en sus huesos el ADN de dos tradiciones jóvenes: la de los poetas beat y la de la contracultura de los 60 con su parafernalia sónica.
Desde esa suerte de autopista invisible que consumaron las bandas de garage esparcidas por toda la geografía norteamericana al acto sacrificial de Jimi Hendrix. Por eso el número punk de Smith estaba hecho de ruptura y continuidad y el sonido de sus discos esenciales registrados en la segunda mitad de los 70 con el Patti Smith Group está sostenido en esa ambivalencia.
En Babelogue (1978) se la escucha recitar a los gritos (en una traducción pudorosa) “No hice mucho el amor con el pasado pero sí lo hice mucho con el futuro/Sobre la piel de seda hay cicatrices/Desde las astillas de estaciones y paredes que he acariciado”. No era como decían los Sex Pistols, entonces, había un futuro. El que le había sido revelado por la educación religiosa y cuyo texto envolvió con una canción de Them que vía The Doors (de Dublín a California; de Van a Jim Morrison) se convirtió en el evangelio de la reina plebeya del speed poetry.
“Jesús murió por los pecados de algún otro pero no por los míos”. Esas son sus primeras palabras grabadas en Horses, un susurro acompasado a las notas de un piano que desemboca en el éxtasis y el estribillo prestado, apropiado, de “Gloria”, que es al mismo tiempo la chica de la canción original y la invocación del gospel: Dios era nada más y nada menos que una canción pop. Moderna y ancestral, ahí estaba Patti retorciendo las sílabas, deconstruyendo el lenguaje, liberando las escrituras pero al mismo tiempo recuperándolas en una misión suicida.
Iba al frente de una banda modélica como una Jean D’Arc que viajaba en el asiento trasero de Travis, el De Niro de Taxi Driver, y se casó de veras con el rock and roll cuando unió su vida a la de Fred “Sonic” Smith, guitarrista de los incendiarios MC5, la banda de garage de Detroit que puso como ninguna otra el ideario del 68 sobre un escenario. Eso reverbera por contagio en toda la obra de Smith (Ivan Kral, el bajita de Patti Smith Group era un disidente checo exiliado) y se consuma en “People Have the Power” (reescritura del “Power to the People” de Plastic Ono Band) que se volvió su himno tardío aunque, fatal paradoja, de tan político e instrumentable pierde toda radicalidad. Como fuera es la canción que define el baño de consagración oficial de Patti Smith de las últimas décadas: de la Orden de las Artes y las Letras en Francia (2005) a la Medalla de Oro de las Bellas Artes de España (2019) y el Premio Nacional del Libro (2010) a la sorpresiva decisión del Vaticano para que cantara en el concierto de Navidad de 2014.
Ni la bendición papal ni el hecho de que la poetisa (cuya bibliografía suma 18 títulos incluyendo los esenciales Babel y Just Kids) hubiera puesto un paréntesis en los 80 para criar a los hijos Smith-Smith impidieron que Buenos Aires la recibiera en 2018 como un ícono del feminismo. Sobre el abismo negro del escenario del CCK se recortaban entonces su melena cenicienta, tentáculos de pulpos albinos trenzados; los ojos cerrados como persianas del downtown a deshoras; un puño duro en alto y en la muñeca del otro brazo un pañuelo verde atado arrojado desde la platea.
Patti Smith había llegado por segunda vez a la ciudad con un conjunto de polaroids como parte de la colección de la Fundación Cartier de París y se fue así, a los gritos, en marzo de 2018, como la activista número uno de la causa feminista. Arrastrada por el vendaval verde, ahora una Joan Baez post punk, escribió con su presencia y canciones el prólogo para la proclama masiva del 8 de marzo de 2018 por el aborto seguro, legal y gratuito. Su voz en off en la sala donde se veían las fotos que Guillermo Kuitca había seleccionado para la muestra Les Visitants y un concierto acústico rutinario se resignificaron entonces como un mitin de los derechos civiles. Había vuelto al país como artista visual y se fue como la jefa espiritual del movimiento verde.
Su sola presencia traía todas las discusiones de género por venir. Todavía hoy, su cuerpo flaco y desgarbado sigue siendo una lección de anatomía sobre la androginia. El fotógrafo Robert Mapplethorpe fue el primero que lo entendió con aquellas imágenes que la definieron para siempre: la de la tapa de Horses, por ejemplo, cuya profundidad residía en que al hacer foco en la indefinición constitutiva de sus huesos invertía el estatus de la época. Allí donde los machos del rock simulaban hipermujeres (Jagger, Bowie, Mercury) para ser una chica del rock inevitablemente habría que travestirse, volverse un varoncito de pelo corto y corbata. Patti, pues, les arrebató la potestad de la androginia y la poesía fue, también, desde entonces, esa cara huesuda chupando un cigarrillo, los codos muy abiertos, las manos tomando las caderas, en una pose tan parecida a la cara estampada en la remera, la del Rolling Stone junkie de dientes quebrados y pelo negro huracanado. Patti, like a rolling stone.
Estos atributos ya estaban presentes la primera vez que Patti Smith bajó a Buenos Aires como parte del festival BUE (2006), pero las circunstancias exacerbaron las condiciones de recepción. En 2018 llegó precedida por el moderado éxito editorial de Just Kids (Lumen), la memoria de sus días junto a Mapplethorpe, que la acercó a un público distinto. Ya no eran los connaiseurs del rock quienes la asediaban en la conferencia de prensa sino otro muy joven, mayormente femenino que depositaba en ella ese lugar de hada feminista que nunca ejerció. Se volvió madrina honoris causa de todas las chicas de pañuelo verde y aquella dicción entrecortada con la que Smith definió una manera femenina (esto sí) para cantar rock and roll fue resignificada en Buenos Aires, ciudad a la que ha conocido a través de los libros: por los cuentos de Borges y, sobre todo, las novelas de César Aira a quien contribuyó a difundir en Estados Unidos con una reseña consagratoria en el New York Times.
“Patti Smith…sí…Yo tenía Horses, ¿te acordás?”, dijo Aira, lacónico, entonces, entre amigos, cuando se le hablaba con entusiasmo sobre la reseña de su obra a cargo de la reina del speed-poetry. Sí, claro, imposible olvidar la primera vez de Horses donde ya estaban todas las llaves para abrir y desguazar las cajas de seguridad de la cultura toda.
Fuente: Fernando García, La Nación.