7) Standing on the Shoulder of Giants (2000)
Un periodista inglés observó hacia mediados de los 90 que Noel Gallagher antes que un gran compositor de canciones era el curador jefe del Museo Pop británico. Tal condición es la que le daba autoridad para armar un guion propio donde podían confluir The Beatles, T. Rex, los Sex Pistols, The Smiths y Stone Roses. Oasis, entonces, construyó una voz superponiendo ecos del pasado pero desdeñando las estrategias posmodernas de su tiempo (el collage y el cut&paste) para sumergirse en una suerte de reenacment (recreación) donde todo parecía (pretendía) ser dicho como la primera vez (pero más fuerte). Acá no había consumo irónico del estilo Eurovisión (Pulp) ni pastiche (Blur): los Gallagher citaban a mansalva pero sin intención arty aunque se parecieran a Pierre Mennard, el autor que Borges imaginó reescribiendo sin variaciones El Quijote.Ads by
Para la salida de Standing on the Shoulder of Giants estaba claro que la estrategia estaba asfixiada entre una redundancia maquillada con el break beat de los Chemical Brothers (los Gallagher también fueron hermanos químicos) y su propia megalomanía. ¿Quiénes eran los gigantes desde donde los hermanos de Manchester miraban el mundo? ¿Habían trepado más alto que los predecesores a los que honraban? El único álbum de Oasis como trío (el bajo Paul MacGuigan y la segunda guitarra Bonehead Arthurs se fueron durante la grabación) los encontraba utilizando samples (la apertura instrumental “Fuckin in the Bushes” y la eufórica “Go Let It Out”) y buscando estirar el rave&roll que los Chemical Brothers habían conseguido un año antes con “Let Forever Be” donde pusieron la voz de Noel para rockizar su parafernalia digital. Hay aquí un intento por superponer la psicodelia de fines de los 60 con la electrónica de los 90 que renueva la voluntad de aturdir del grupo y se concreta en canciones mid tempo hipnóticas como “Gas Panic!” pero no alcanza para sostener el álbum. El nuevo Oasis es bombástico y moroso (casi como el peor Pink Floyd), acaso más preciosista en la producción pero menos efectivo en la dinámica de riff y estribillo con la que habían tomado Inglaterra (y el mundo) por asalto. “¿Where Did it All Go Wrong?” se pregunta Noel y tanto parece que hablase por la resaca de la “cool Britannia” de Blair (a la que habían adherido) como por la fama embriagadora que los había envuelto. Un intento desparejo en la bisagra de la banda como novedad amenazante y clásico prematuro.
6) Heathen Chemistry (2002)
El segundo álbum de Oasis en el siglo XXI encuentra a los Gallagher reformulando la idea de quinteto con el ingreso de Andy Bell (ex Ride) y Gem Archer (ex Heavy Stereo) y sacándose el maquillaje denso de su disco anterior. El álbum abre con una suerte de ilusión acústica: el Oasis previo al debut, el que acaparaba la atención de los semanarios pop de Londres, pasado en cámara lenta. Tal es el efecto de “The Hindu Times”: tan abrasivo como “Supersonic” pero ralentizado como en una ingesta de clonazepam. El sonido es más limpio y directo y la composición más enfocada (“Born on a Different Cloud”, “Little by Little”) consiguiendo meter un último hit en la radio de clásicos, el baladón “Stop Crying Your Heart Out”. Entre esos dos extremos está la magia de los Gallagher: cómo hacer que los Sex Pistols toquen una canción que podrían haber compuesto otros hermanos, los Gibb. La reescritura obsesiva del “Tomorrow Never Knows” beatle alcanza su forma definitiva en “(probably) all in the mind” y Liam firma la mejor canción de John Lennon jamás compuesta por John Lennon: “Songbird”. Nadie lo explicó mejor que Malcolm McLaren: “Los Beatles están copiando a Oasis, eso es lo que le está pasando a la historia”.
5) Be Here Now (1997)
Oasis llega a su tercer álbum convertido en la fuerza musical más poderosa de Inglaterra en mucho tiempo, aunque no por innovación (ese rubro queda para Massive Attack) sino por una capacidad asombrosa para ser conservadores e inquietantes al mismo tiempo. En el año que consagra al New Labour y la idea de la Tercera Vía (entre Tories y Laboristas) de Blair (que se pronuncia casi igual que Blur), es toca a ellos encarnar en el inconsciente colectivo la fijación con la estructura de grupo que se había repetido sin fisuras hasta entrar en la última década del siglo XX. Así es que reclamaban la gloria de las canciones (Björk los desdeñaba como música para que silben los milkman por la mañana) de The Beatles y el aura de rebeldía y escándalo de los Stones y los Sex Pistols. Ese era el tipo de expectativa capaz de hacer de este disco el más rápidamente vendido en la historia inglesa: 520 mil copias en veinticuatro horas, 18 millones al día de hoy.
La tapa dice mucho del momento: posan frente a una mansión del siglo XVII (el aspiracional aristrocrático de las estrellas de rock) pero se los ve como lads que están por entrar al pub a ver fútbol y emborracharse. Es una imagen devastadora, como una portada del estudio Higpnosis de los 70 (Zeppelin, Pink Floyd) diseñada para la revista Hola! Ya no hay nada contracultural en el rock sino simbolismos confusos como un Cadillac hundido en una pileta (¿Brian Jones?), una motocicleta Vespa y una Vitrola (¡tangueros!). Eso no quita que Liam se termine de confirmar como el mejor cantante de rock de su generación, uno capaz de arrastrar la voz entre el ruido como una serpiente. Cuando insiste en eso de “You never forget my name” lo que está diciendo es “Johnny Rotten”. Tal era el ruido mediático alrededor de Oasis que hasta pudo ponerse por sobre el que metía la banda (quienes fueron al Luna Park en el 98 todavía acusan dolores de tímpano) para hacernos olvidar que lo que hay aquí es un muy bien disimulado compilado de posibles out takes de los dos primeros discos. Lo cual no es en absoluto malo y con el standard compositivo de Noel Gallagher da un álbum sólido. Sin embargo, solo “Stand by Me” (con su apropiación de “All the Young Dudes” de Mott The Hopple) puede medirse con los smash hits de Definitively Maybe y (What’s the Story) Morning Glory mientras que “Fade in-out” los muestra tan inspirados como en “Champagne Supernova”. El intento por poner a todo el mundo a corear un nuevo “Hey Jude” en “All Around the World” aburre.
4) Don’t Believe the Truth (2005)
Oasis parece hacer realidad la sentencia de Malcolm Mc Laren cuando tras la partida de Alan White sientan en la batería a Zak Starkey, nada menos que el hijo del beatle Ringo. Solo hubiera faltado que uno de los hermanos cejijuntos de Manchester se pusiera en pareja con una mujer oriental para completar el cruce de Abbey Road. Pero lejos de ser un ready made beatlesco, el sexto álbum marca un renacimiento de Oasis en el que los aportes de Andy Bell y Gem Archer se funden con un Noel Gallagher en foco y el excitante estilo vocal de Liam. El comienzo a la marca de cuatro da con la intro menos pensada para un álbum del grupo, un arreglo delicado en arpegio que, sin aviso, explota como una granada de mano. “Turn up the Sun” es un apertura que tiene lo mejor del early Oasis combinado con la maduración sónica del nuevo ensamble. Lejos del auge del brit pop, con Radiohead consagrado como nueva verdad esotérica y The Strokes y White Stripes asumiendo el recambio del rock de garage, los Gallagher consiguen el número 1 en Reino Unido y la mejor posición en el chart americano desde 1997. Pero eso es estadístico: lo que cuenta es que cuando se vuelve sobre Don’t Believe the Truth lo que se escucha es un gran disco de rock and roll en los términos en los que Oasis lo redefinió. “Lyla”, donde resuenan arreglos muy puntuales de los Stones “circa” Beggars Banquet o los Who de Tommy es un hito del manierismo rocker. Y marca la tendencia del resto del álbum: no hay citas obvias (lo que hacen es casi escolástico) ni mucho menos ironía sino un trabajo de orfebrería sobre la memoria de la psicodelia (“Guess Dod Think I’m Abel”) y la canción pop (“The Importance of Being Idle”, “Let There be Love”) al que todavía le quedaba un cartucho para quemar.
3) Dig Out Your Soul (2008)
Grabado entre los estudios Abbey Road y The Village (Los Ángeles), el canto de cisne de Oasis es el álbum que completa la trilogía tardía del grupo donde fuera del primer plano terminan por construir una obra con la que definitivamente (sin quizás) dejaron su nombre grabado en la historia del rock y la cultura pop inglesa. Demasiado clásicos para el gusto indie tampoco terminan convertidos en una comodidad hi fi de estadios al estilo de Coldplay: los Gallagher, que seguirán carreras solistas desparejas, se despiden con la última y mejor de sus obras tardo-psicodélicas aunque no haya sido pródiga en hits (“The Shock of the Lightning” es un sencillo de compromiso, casi). La tapa de inspiración surrealista da el tono de un sonido en tres dimensiones presente desde el principio (el groove opiáceo de “The Turning”) al final (la machacante “The Nature of Reality”). El quinteto suena como nunca apoyado en arreglos de piano eléctrico, mellotrón (un arcaísmo de la psicodelia y el prog-rock) y hasta un coro. Pero en Dig Out Your Soul nada es pomposo sino que por detrás de su dedicación sónica reluce (y regresa) el dinamismo de los primeros dos discos. Todo en este álbum forma parte del Oasis menos explorado: “Soldier On” es un cierre magnífico para la discografía del grupo. Cuatro minutos en trance que se diluyen en un mantra noise que recuerda a (el mejor) Pink Floyd.
2) (What’s the story) Morning Glory? (1995)
Oasis, que haría de su sistema de citas un estilo, elige el gesto del auto-spoiler cuando en la intro “Hello” suelta el rasguido acústico característico que se escuchará completo dos temas después en la inolvidable “Wonderwall” (sí, el nombre deriva de Wonderwall Music de George Harrison, el primer álbum solista de un beatle). Es parte de la arrogancia de los Gallagher que ya consideraban que ese fragmento del álbum merecía competir con el catálogo de citas del museo del pop británico, de The Beatles a The Stone Roses. La salida del segundo álbum de Oasis coincidió con la del cuarto disco de Blur (el ecléctico The Great Escape) en lo que marcó la apoteosis del brit-pop con una rivalidad (que era sobre todo de clase) que se reflejó en la tapa del NME con las caras enfrentadas de Damon Albarn y Liam Gallagher y en noticias como la del divorcio de una pareja londinense en la que ella (fan de Blur) había destrozado el televisor en una discusión con él (fan de Oasis). Así las cosas, el seductor sonido de “Roll with it” (unos Faces pos Smiths: ¡imposible!) perdió la batalla de los simples con la paródica “House in the Country”, donde Albarn se probaba la corona de Ray Davies, a quien Julian Cope supo llamar “King of London”. A la larga ganaría Oasis: el segundo disco vendió 30 millones de copias en todo el mundo desde su salida y colocó ¡seis! cortes en la radio: “Some Might Say”, “Roll with it”, “Morning Glory”, “Wonderwall”, “Don’t Look Back in Anger” y “Champagne Supernova”. Todos clásicos ready made, instantáneos, inolvidables, con la atracción contagiosa del mejor pop y la furia del mejor rock and roll.
1) Definitely Maybe (1994)
El peor nombre de banda (¿un motel? ¿un balneario del Partido de la Costa? ¿una compañía de radiotaxi?) para uno de los mejores discos debut (de rock) que se hubieran grabado en Gran Bretaña desde Psychocandy (The Jesus and Mary Chain, 1985) o The Stone Roses, 1989. Oasis volvía a poner a Manchester en el mapa sacándose el dance de encima para reescribir el rock de guitarras y la canción pop desde una perspectiva revisionista frente a escenas contemporáneas definidas por la electrónica (el break beat o rave & roll de Fat Boy Slim y los Chemical Brothers) o el hip hop (Massive Attack, Portishead). Los Gallagher, gente de clase media baja, se cargaron la mochila de rescatar la memoria pop inglesa en el pos grunge con una actitud eufórica que pretendía dejar atrás tanto el nihilismo autodestructivo de Kurt Cobain como el gesto indolente del indie al que se llamaba shoegaze (los aburridísimos clones de My Bloody Valentine).
En la apertura del álbum no tenían empacho en cantar “Tonight, I’m a rock and roll star” exhibiendo una vocación de tomar el mundo por asalto que la cultura pop pedía a gritos. La estética del álbum trasuntaba una sencillez digna de Creedence Clearwater Revival con una foto de Spencer Jones tomada en la casa del guitarrista Bonehead en la que se dejan ver, como en código, imágenes icónicas: un disco de Burt Bacharach, una escena de la película “The Good, the Bad and the Ugly” (Sergio Leone) y una foto del futbolista Rodney Marsh (Manchester City) apoyada contra la chimenea. La idea original era replicar la foto de Los Beatles alrededor de una mesa en la contratapa del compilado Oldies but Goldies (Colección de Viejos Temas, en Argentina) pero donde los Fab Four se veían ya en 1966 como unos artistas sofisticados en camisas estilo Mao, los Oasis de 1994 aparecían como lads apenas infiltrados por la memoria del estilo mod. “Supersonic”, “Live Forever”, “Cigarretes & Alcohol”, “Shakermaker” y esa joya inadvertida que es “Slide Away” ponían en escena combinaciones inesperadas (T Rex con Stone Roses; The Smiths con los Stones; unos Beatles Pistols). Pero no había pastiche en este debut: toda la cohesión pasaba por la voz de Liam Gallagher que le había devuelto sentido a la palabra arrogancia malgastada como cliché desde mediados de los 80. La ambición de su hermano mayor Noel era muy alta: componer el mejor songbook posible desde Lennon & McCartney. El improbable intento bien valió la pena y hoy, fuera de contexto, el primer disco de Oasis ya no se escucha como retro sino como una de las últimas contribuciones valiosas a la larga refundación del rock and roll. Todo lo que brilla (sobre el mic) es aquí oro.
Fuente: Fernando García, La Nación