Habría que rastrear con lupa aguda, pero no sería fácil -aún aplicando el mayor rigor histórico- encontrar más de dos o tres meses que hayan sido tan definitorios para la historia del rock como noviembre de 1971. En un lapso de apenas veinte días, se publicaron cuatro de los discos más trascendentales del género. La saga condensó su mayor intensidad en una semana. Empezó el primer viernes del mes, con aquella verdadera bisagra en el devenir de Pink Floyd llamada Meddle; siguió tres días después con Led Zeppelin IV, y Nursery Cryme -tercer disco de Genesis– cerró siete días tremendos. Fragile, discazo de Yes, completó el formidable raid hacia fin de mes. Todo hace apenas cincuenta años.
Sonidos bajo el agua
Cuando recién entrado 1971 Roger Waters, David Gilmour, Rick Wright y Nick Mason se sentaron en los estudios Abbey Road a diagramar las bases sonoras, estéticas y conceptuales del que sería su sexto disco, el formidable Meddle, no tenían idea de qué hacer. El primer reflejo fue aislarse cada uno en su pista e improvisar maquetas al azar. “Ninguno tenía referencias de lo que estaba haciendo el otro”, recuerda el baterista Mason en su libro Dentro de Pink Floyd. Incluso los nombres de cada toma eran una rareza: “Nada 1-24”, o “Regreso del hijo de la nada”, que incluso se llegó a barajar como posible título. Así, medio aburrido y sin timón en medio del naufragio fue la cosa, hasta que el austero y sutil Wright -justamente- dio en la tecla.
Jugando a hacer sonar una nota en el piano a través de un gabinete Leslie, el tecladista encontró, entre vinos y porros de alborada, la primera certeza: la de una resonancia parecida al sónar que se usa para propagar sonidos bajo el agua. Al encontrarse tal hallazgo con un lánguido, climático y doliente fraseo en la guitarra de Gilmour, Pink Floyd enderezó el timón y encontró el rumbo a ensayo y error.
La banda tendió así las bases del arquitectónico, ambivalente y genial “Echoes”, tema emblema del disco. Pieza de 23 minutos 31 segundos, que siguió sumando innovaciones a un rock de época, encaprichado en correr los límites de la exploración sónica, como el lacerante y oscuro efecto wah-wah al revés que Gilmour convertía en una especie de descenso a los infiernos sonoros, promediando el tema. O el Binson italiano que Waters, por entonces junto y a la par de sus compañeros, maniataba para lograr el contundente y singularísimo sonido de su bajo en “One of These Days”, el otro tema clave de un disco cuya tapa traduce parte del contenido: una oreja -o algo así- bajo el agua.
Trabajado durante los descansos de las giras presentación de Atom Heart Mother, Meddle fue el viaje por las posibilidades epocales -predigitales- del sonido. Según consigna el mismo Mason, el disco se editó en Inglaterra el viernes 5 de noviembre, y además del par mencionado, contenía otros serios delirios. “Seamus” es uno de ellos: está basado en un dueto entre Gilmour y un perro al que su dueño, el entonces guitarrista de Small Faces, Steve Marriott, le había enseñado a “cantar” mientras algún ser humano tocaba un instrumento. Hay un registro audiovisual impecable en el documental Live at Pompeii, en que se ve al guitarrista de Pink Floyd tocando la armónica para excitar a otro can -Mademoiselle Nobs, en este caso- con el mismo resultado.
“Saint Tropez”, elegante canción inspirada en la comunidad medio hippie que los Floyd y su equipo habían armado con sus familias en esa ciudad durante una gira por la Costa Azul francesa; la relajada y psicodélica “A Pillow of Winds”, cuya sensación al escucharla es verdaderamente estar recostado sobre una almohada de vientos, y la futbolera “Fearless” completan “el” disco de quiebre en el largo camino de Pink Floyd, que felizmente estaban encontrando una identidad definida después de tanto experimento. Y a la vuelta de la esquina estaba The Dark Side of the Moon.
El martillo de los dioses
Tres días después de Meddle, el lunes 8 de noviembre de 1971, emergía en el orbe rock Led Zeppelin IV, ayer, hoy y siempre uno de los mejores discos del planeta. Contundencia, épica, y misticismo tracción a sangre se combinaban en ocho temas tremendos, rotundos, impecables. Claro que fue “Stairway to Heaven”, compuesto por Jimmy Page y Robert Plant en Bron-Yr-Aur -una bucólica granja escabullida entre bosques galeses-, el que picó en punta por contener, ecuménico, todo lo que la banda fundada por el guitarrista sobre las cenizas de los viejos Yardbirds podía ofrecer en climas, sonidos, lírica y variantes. Pero el resto tampoco permite bemoles.
Desplegar el vinilo, toparse con ese brujo, el ermitaño del tarot, alumbrando el pueblo, de noche, desde la montaña, y percibir con plenitud sensorial lo que se oye luego, cuando la púa empieza a deslizarse sobre la santísima trinidad del riff -“Misty Mountain Hop”, “Four Sticks”-“When the Levee Breaks”- es, aún cinco décadas después, uno de los más genuinos rituales del rock and roll. Esa batería volcánica de John «Bonzo» Bonham que –especialmente en “Four…”- deslegitima cualquier metrónomo que se precie; esa altísima voz de Plant; esa recuperación de “When…” –blues creado por Memphis Minnie y Kansas Joe McCoy en 1927-, que justifica ampliamente a Page-Plant como cocompositores; esos loops envolventes, sin necesidad de programar nada que no sea las ganas de entrar al mundo rompiendo las puertas de la percepción.
Esa sangre dionisíaca, al cabo, que apenas encuentra un páramo en la calma folkie de “Going to California”, o en el mundo céltico, esotérico y oscuro de “The Battle of Evermore”. Ni que hablar del devastador tándem “Black Dog” – “Rock and Roll”, claro… Si baja un marciano de Urano y pregunta qué es el rock, pues ahí está su respuesta, para que tenga, guarde y reparta entre los suyos.
Led Zeppelin IV, uno de los diez discos más vendidos de la historia de la música universal -otro del rock es Dark side…- fue producido por el propio Page, y conocido también bajo el nombre de Four Symbols por los cuatro símbolos que conjugan en su seno la alquimia de la banda: el ocultismo divino del guitarrista, la sinergia cuerpo-mente-alma del bajista John Paul Jones; la trinidad circular de Bonham, y la valentía encarnada en el dios egipcio Ma`at, que simboliza la pluma de Plant.
Juegan «croquet» bajo la Luna
El contraataque sinfónico –ni Floyd ni Zeppelin lo eran, claro— llegó entrado el mes. Nursery Cryme, el disco de Genesis de cuya tapa Charly García tomó la imagen victoriana de cabezas aplastadas por el mismo pie jugando cricket -croquet, en verdad- bajo la Luna (para «Alicia en el país», de Seru Giran); y Fragile, de Yes, encanaron algo así como el primer momento súmmum del llamado rock sinfónico. La suma desplegada en dos partes de casi todo lo que el género podía dar sin entrar aún en los excesos y las pretensiones que lo llevarían un lustro después a un obvio agotamiento.
En el caso de Nursery Cryme, publicado el 8 de noviembre, tres días después que Led Zeppelin IV, lo que prima es una esotérica alquimia entre alboreados paisajes sinfónicos –que la banda profundizaría en Selling England by the Pound y The Lamb Lies Down on Broadway-, con una potencia en la canción, que destella en “Seven Stones”, o una belleza en la canción dada por la tríada “For Absent Friends” – “Harlequin” – “Harold the Barrel”. Sosegada tríada folk aromatizada por las finas intervenciones de la guitarra de Steve Hackett, que se había incorporado a la banda de Peter Gabriel, tras la salida de Anthony Phillips.
Las bajadas sinfónicas hay que buscarlas -por suerte- en partes dentro de una misma pieza. La última de “Seven Stones”, por caso, donde la versátil batería de Phil Collins –otro recién llegado- se entrelaza con las teclas de Tony Banks. O en la intro de la mítica “The Fountain of Salmacis”, la del efecto “tres violines” aplicado por Banks mediante el novedoso mellotrón “Mark II”, y los pasadizos secretos que devienen en el desarrollo de la pieza. Una pieza total, al igual que “The Musical Box”, el primer cross de Genesis a la mandíbula del mundo progresivo. Ese tema es la caja de pandora que porta, como un tesoro, todo lo que la banda era entonces: folk medieval, rock filoso, poderoso y estridente, complejidad, cambios abruptos de climas y ritmos.
Al igual que Meddle, Nursery Cryme fue el disco que determinó la identidad estética del grupo que Collins desarmaría, tras la ida de Gabriel, con una búsqueda en clave de pop FM. Identidad que, mientras duró, ensambló las historias crípticas, mitológicas y atrapantes del cantante con un “embrionario” jazz-rock y el predicho mosaico entre canción y rock sinfónico, a similares dosis.
Dios está en los detalles
A Fragile, en tanto, hay que entrarle hoy y siempre por varias puertas. Trabajar 16 horas por día, buscando “el” detalle entre overdubs y multipistas, implicó detonar bellezas desde el mismísimo comienzo del disco. La introducción mágica y misteriosa de “Roundabout” en la guitarra del recién llegado Steve Howe, configura un páramo de hermosa música que, extendido y con evidentes variantes, reencarna en “Mood for a Day”. De ribetes flamencos, es esta una de las más bellas piezas instrumentales en guitarra solista que haya dado la historia del rock.
Otros tips para penetrar directo en el corazón de Fragile se encuentran en la bajada acústica, intermedia de “Roundabout”; en el riesgo consciente que tomó Rick Wakeman -reemplazante de Tony Kaye- al adaptar un extracto de la Cuarta Sinfonía en Mi Menor de Brahms, rebautizada como “Cans and Brahms”. El trabajo intrépido del rubio pelilaciolargo consistió en ubicar el piano eléctrico donde antaño iban las cuerdas, el clavicordio eléctrico donde las maderas, el órgano en lugar de los metales, y el sintetizador donde sonaba el fagot. Rock sinfónico-progresivo en estado de máxima pureza, al igual que los superpuestos pasajes vocales que Jon Anderson experimenta en “We Have Heaven”. Y sofisticación, claro, con solo escuchar la melodía de 16 compases que Bill Bruford, tremendo batero, craneó para “Five Per Cent for Nothing”, la pieza que abre el lado 2.
Hacia el final, “The Fish”, especie de hechizo sincopado salido del versátil bajo de Chris Squire, termina de pulir esta verdadera obra maestra -en la que cada músico mostró lo suyo– publicada el viernes 26 de noviembre de 1971, y «emparedada» por dos discos también seminales: The Yes Album y Close to the Edge.
Un período de transición
Y en la Argentina, B.A. Rock II
El hecho más destacado de la aún acotada grey del rock argentino en noviembre del ’71 fue el el festival B.A. Rock II, que tuvo lugar durante cuatro sábados y un jueves (el 11) en el Velódromo Municipal. Ante casi 50 mil personas en total -y con algunas trifulcas en medio-, tocaron, entre otros, Pedro y Pablo, Tótem, La Cofradía de la Flor Solar, Litto Nebbia, León Gieco, Edelmiro Molinari, Pappo, el Héctor Starc Trío, Vox Dei y Arco Iris (las dos bandas más populares de la época), y los flamantes Aquelarre, que se transformarían en la revelación del encuentro organizado por la revista Pelo.
En tanto, entre las muy pocas ediciones discográficas del mes, figura el disco debut de Alma y Vida. Por lo demás, Luis Alberto Spinetta retornaba de su loco viaje por Estados Unidos y Europa con una francesa y una vietnamita, para presentarse solito y solo en el Teatro Pueyrredón de Flores; Miguel Abuelo esperaba a su hijo Gato Azul trabajando como peón en vendimias de Avignon o restaurando de muebles viejos en París; Nebbia cambiaba de piel en simbiosis con Domingo Cura y la Nebbia’s Band; los Vox Dei, recién devenidos trío, aprovechaban la inercia popular de La Biblia. A propósito, una secuencia de un viaje a Nueva York los puso frente a una situación insólita cuando Eddie Kramer, socio de Jimi Hendrix en los Electric Lady Studios, les ofreció a Ricardo Soulé y Willy Quiroga volver a grabar el disco allí.
Por todo esto, el rock argentino estaba atravesando un momento de transición. Las separaciones casi simultáneas de Manal, Almendra y Los Gatos había provocado una mutación que ya reencarnaba en bandas clave de la segunda camada: Pescado Rabioso, los mencionados Aquelarre y Color Humano, más La Pesada y Pappo’s Blues (bandas que habían primereado la nueva era grabando sendos Volumen I).
Fuente: Página 12