Consciente de la precariedad de su estado de salud volvió a Madrid, una ciudad con la que tenía un profundo vínculo amoroso, para presentar el libro Dos vidas necesito: las verdades de Chavela , ofrecer un concierto inolvidable en la Residencia de Estudiantes de Madrid y proclamar su amor incondicional por Federico García Lorca, cuyos poemas había interpretado en el que fue también su último disco, La luna grande . Ese concierto que Chavela dio en silla de ruedas ante un público bañado en lágrimas quedó registrado en el documental El ruiseñor y la noche , de Rubén Rojo Aura.
En primera fila estaba Pedro Almodóvar, responsable clave de su regreso a los escenarios después de un largo paréntesis abierto a fines de los años 70 y relacionado básicamente con los problemas de la cantante con el alcohol. Fue la demostración definitiva de la potencia inusitada de una artista única: valiente, provocadora y mujer de convicciones firmes, Chavela dijo varias veces que deseaba morir en un escenario, y ese día hizo un esfuerzo descomunal para sostener una despedida con la que aún hoy es imposible no emocionarse. Si hay algo que caracterizó a esta gran figura de la música latinoamericana fue esa capacidad para dejar todo en cada presentación en público. Chavela se entregaba por completo en vivo, exhibía sin pudor sus dolores, sus desgarros y sus pasiones. Por eso cada recital suyo se transformaba en una ceremonia cruda, visceral, atrapante .
Esta semana Netflix incorporó a su catálogo el documental Chavela . Dirigido por dos directoras, la australiana Catherine Gund y la estadounidense Daresha Kyi, la película logra condensar con criterio y eficacia las múltiples facetas de la incendiaria personalidad de Vargas, combinando su propia voz con la de unos cuantos allegados y varios registros de archivo de sus performances en vivo.
Nacida en Costa Rica en 1919, María Isabel Anita Carmen de Jesús Vargas Lizano fue una niña especial: su apariencia masculina avergonzaba a sus padres (una herida que nunca logró cicatrizar) e incluso le generó la suficiente cantidad de incomodidades como para que, a los 17 años, resolviera fugarse a México, donde forjaría su identidad vital y artística. También trabaría allí una relación intensa con José Alfredo Jiménez, uno de los músicos populares más importantes de ese país y su compañero de juergas regadas de tequila durante años.
La vida de Chavela tuvo siempre las características de una gran película. Descartó los vestidos ostentosos y los tacos altos que usaban la mayor parte de las cantantes mexicanas en los años 40 y 50 y en cambio estableció el poncho, los pantalones y los zapatos sin plataforma como uniforme propio. Tuvo amoríos con Frida Kahlo y con Ava Gardner, a quien conoció en la boda de Elizabeth Taylor y Michael Todd, a la que fue invitada para cantar. También vivió un affaire con la novia de Emilio Azcárraga, el poderoso fundador de Televisa que, evidentemente crispado, se encargó de que todas las compañías discográficas importantes del país la excluyeran de sus planes.
Mujer de armas tomar y furiosamente independiente, estaba convencida de que tenía que pagar un precio por las decisiones que habían marcado su vida personal y su carrera artística: «Lo supe siempre. No hay nadie que aguante la libertad ajena. A nadie le gusta vivir con una persona libre. Si eres libre, ese es el precio que tienes que pagar: la soledad», dijo alguna vez.
Aunque su música recorrió el mundo, fue particularmente reverenciada en México, España y la Argentina, donde fue nombrada «Huésped de honor de la ciudad de Buenos Aires» en 2004, cuando, convocada por su amiga Betty Eilzalde, llenó el Luna Park en un concierto magnífico cuya llave de acceso fue apenas la donación de un libro para las bibliotecas populares del país.
En el documental que acaba de subir Netflix es muy relevante el testimonio de Almodóvar, un admirador irreductible que incluyó canciones de Chavela en varias de sus películas -¿quién no recuerda, por caso, la conmovedora aparición de «El último trago» en La flor de mi secreto ?- y se ocupó personalmente de organizar un histórico show en el teatro Olympia de París para cumplir un deseo atesorado durante muchos años por la artista. Y también lo es todo lo que cuenta Elena Pérez Duarte, representante y pareja de Vargas en su etapa más anárquica que decidió dejarla cuando la descubrió, ebria, enseñándole a su hijo de ocho años cómo se podían matar a las arañas con los balazos de un revólver.
Después de cumplir su sueño de cantar en el Olympia («como la gran Edith Piaf», decía ella), en 1994 su carrera cobró nuevo impulso. Venía de un silencio absoluto y una reclusión tan estricta que llevó a mucha gente a pensar que había muerto. Y de alguna manera eso era cierto. Sin pisar los escenarios, Chavela no se sentía del todo viva.
El gran favor de Almodóvar (a quien llamaba cariñosamente «mi esposo en este mundo») derivó en una etapa de gran reconocimiento: recitales a sala llena en México y varios países de América Latina, loas de artistas como Joaquín Sabina (quien compuso para homenajearla el tema «Por el bulevar de los sueños rotos»), Joan Manuel Serrat, Martirio, Facundo Cabral, Julieta Venegas y Alejandro González Iñárritu (usó en su película Babel el popular bolero de Frank Domínguez, «Tú me acostumbraste») y una gloriosa presentación en el Carnegie Hall de Nueva York en 2004, cuando tenía 85 años, que terminó con una larga ovación del público que colmó el teatro.
Fue el propio Almodóvar quien escribió una nota fabulosa para recordarla a pocos días de su muerte, en 2012: «Chavela Vargas hizo del abandono y la desolación una catedral en la que cabíamos todos y de la que se salía reconciliado con los propios errores y dispuesto a seguir cometiéndolos, a intentarlo de nuevo. También creó, con el énfasis de los finales de sus canciones, un nuevo género que debería llevar su nombre», decía en ese hermoso epitafio que terminaba con un saludo justo y necesario: «Adiós Chavela, adiós volcán».
Chavela en tres canciones
«La llorona» (canción popular mexicana)
Su clásico por excelencia. «Chavela interpretó las mejores versiones de esta canción en sus últimos conciertos -dijo Pedro Almodóvar-. La abordaba con un murmullo y en ese tono continuaba, recitando palabra por palabra, hasta llegar al épico final. Cantar, lo que se dice cantar, sólo cantaba la última estrofa, de un modo ascendente hasta gritar su última y breve palabra: más. ‘Si ya te he dado la vida, llorona, qué más quieres. ¡Quieres más!’. Estremecía escuchar ese ‘más’ gritado por ella».
«Paloma negra» (de Tomás Méndez Sosa)
Escrita originalmente para Herminia Salas, esta dramática ranchera popularizada primero por otra artista mexicana, Lola Beltrán, empieza con un verso que le calzó como anillo al dedo a Chavela: «Ya me canso de llorar y no amanece / Ya no sé si maldecirte o por ti rezar». En una entrevista de 2003 ella misma cuenta el impacto que produjo su interpretación en un concierto en Buenos Aires, «donde 1.500 personas terminaron llorando, una catarsis brutal».
«El último trago» (Jose Alfredo Jiménez)
Chavela se apropió de esta ranchera de su íntimo amigo y compañero de copas y la convirtió en uno de los caballitos de carrera de su repertorio. La angustia por los amores perdidos era un tópico favorito de la cantante, y este tema lo refleja de manera concluyente: «Nada me han enseñado lo años / siempre caigo en los mismos errores / Otra vez a brindar con extraños / y a llorar por los mismos dolores». Ideal para una mujer que declaró que «el amor no existe, es un invento de noches de borrachera».
Fuente: Alejandro Lingenti, La Nación