Su padre le pegaba si lo veía leer, escribió en el monte con una máquina de segunda mano, y en la cárcel, donde murió, lo hacía sobre papel higiénico. A 109 años de su nacimiento, un repaso por sus obras esenciales.
“A nosotros, que hemos ido llegando tarde a todo: a la infancia, a la adolescencia, al sexo, al amor, a la política (…) y a Miguel Hernández, que se murió sin que nosotros supiéramos que existía”
Con este final, y la voz de José Sacristán en off, termina Asignatura pendiente, un inolvidable film de José Luis Garci.
Alude, claro, a los oscuros cuarenta años del franquismo.
Y no es casual el nombre de Miguel Hernández –genio y desdicha–, que desde el monte y en su oficio, pastor de cabras, máquina de escribir Corona (de segunda mano, trescientas pesetas) y una pila de libros, urdía poemas acaso para olvidar que su padre le pegaba cuando lo veía leer…
El último de sus gestos de dignidad fue rechazar el pedido de sus amigos:
–Arrepiéntete. Reniega de la causa republicana y del comunismo, y serás libre.
Pero no pactó con la humillación, con la derrota moral. Se fue diezmado por el tifus y la tuberculosis, después de eludir dos veces la pena de muerte gracias a sus amigos, intelectuales de vuelo, que lograron convertirlas en cadena perpetua…
Sobre esos episodios escribió Pablo Neruda: “¡Nos toca ahora y siempre sacarlo de su cárcel mortal, iluminarlo con su valentía y su martirio, enseñarlo como ejemplo de corazón purísimo!”.
Se formó “golpe a golpe” como escribió Machado. Tercer hijo de los siete de Miguel Hernández Sánchez y Concepción Gilabert, poco y nada pudo contar con ellos. Su padre, un criador de cabras arribista que llegó a alcalde de barrio; su madre, una mujer enfermiza que más tiempo pasaba en cama que de pie.
Obligado pastor de cabras desde niño, su formación fue errática: escuela primaria a saltos, bachillerato con los jesuitas, becario frustrado –su padre saboteó esa chance–, un canónigo le trazó el camino definitivo. Puso en sus manos libros de San Juan de la Cruz, Paul Verlaine, Virgilio…
En adelante, Miguel dividió su tiempo: monte y cabras, biblioteca pública y pequeño grupo literario formado por él y reunido en una panadería, al calor del horno.
Entre ellos militaba José Marín Gutiérrez (seudónimo: Ramón Sijé), que fue abogado y ensayista, amigo –casi hermano– de Miguel, y muerto en 1935.
Tenía apenas 22 años…, y su partida le dictó al poeta-pastor su memorable Elegía:
“En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería / Yo quiero ser llorando el hortelano de la tierra que ocupas y estercolas, compañero del alma , tan temprano (…) No perdono a la muerte enamorada, no perdono a la vida desatenta, no perdono a la tierra ni a la nada (…) Quiero escarbar la tierra con los dientes, quiero apartar la tierra parte a parte, a dentelladas secas y calientes / Quiero minar la tierra hasta encontrarte, y besarte la noble calavera, y desamordazarte y regresarte”.
De aquellos primeros libros nadó en las aguas de los gigantes del Siglo de Oro: Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Góngora, empezó a escribir en diarios y revistas, y en 1933… ¡su primer libro!: Perito en Lunas, que leyó en la Universidad de Cartagena y en el Ateneo de Alicante.
Pero esa etapa de relumbrón estuvo siempre en eclipse –total o parcial– por la necesidad de subsistir: su reino por un empleo…
Pasados los idus de julio, el 17 de 1936, ríos de sangre se avecinan: empieza la Guerra Civil. Pasado su amorío con la pintora Maruja Mallo –inspiró los sonetos de El Rayo que no Cesa–, y novio de Josefina Manresa, se alista en el bando republicano, y a los pocos días se afilia al Partido Comunista. Lo eligen comisario político militar del Quinto Regimiento, y actúa en los frentes de batalla de Teruel, Andalucía y Extremadura.
Entre el fragor, escapa fugazmente para casarse con Josefina.
Invitado al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura (Madrid y Valencia) conoce a su ídolo, e ídolo de tantos: César Vallejo (“Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo”). Lo invitan a la Unión Soviética en nombre del gobierno de la República…
Pero razón tiene Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes, ¡yo no sé!”. En diciembre del 37 nace Manuel Ramón, su primer hijo, muere en octubre, antes de cumplir un año, y Miguel le dedica el poema Hijo de la Luz y de la Sombra.
Enero del 39: llega Manuel Miguel, el segundo niño. Su padre cae en la cárcel. Empieza la hambruna. Josefina le escribe una carta: “Sólo tenemos pan y cebolla para comer”. Y él escribe lo que todavía estremece los corazones: Nanas de la Cebolla.
“La cebolla es escarcha / cerrada y pobre: / escarcha de tus días / y de mis noches.
Hambre y cebolla, / hielo negro y escarcha / grande y redonda.
En la cuna del hambre / mi niño estaba. / Con sangre de cebolla / se amamantaba /
Pero tu sangre / escarchada de azúcar, / cebolla y hambre.”
El martirio de la cárcel no lo derrumba, aunque el azote de una bronquitis preludia algo peor: en pedazos de papel higiénico empieza el Cancionero y Romancero de Ausencias, publicado en Buenos Aires después de su muerte…
Según los testigos, no pudieron cerrarle los ojos.
Lo sepultaron el 30 de marzo en el nicho 1009 del cementerio de Nuestra Señora del Remedio, Alicante.
Josefina, su mujer, murió a los 71 años, en 1987, y yace en el mismo lugar.
Cuando le pidieron que abdicara de sus ideas, escribió: “Que mi voz suba a los montes / y baje a la tierra y truene, / eso pide mi garganta / desde ahora y desde siempre”.
Todo dicho. Claramente dicho.
(Post scriptum. Pese a su breve vida, no dejó obra menguada. Seis libros de poemas, cinco piezas teatrales, y lo recuerdan doce títulos entre antologías y obras completas. Oír a Serrat en Nanas de la Cebolla y Elegía es una experiencia de… ¿cómo decirlo? De esas que, aun a los más duros, obligan al subterfugio “No lloro, me entró una basurita en el ojo”. Y justifican el pañuelo…)
Fuente: Infobae