«La emoción galáctica, el ritmo proyectivo, la anticipación psíquica -lee Miguel Grinberg, con uno de sus viejos diarios en la mano-. Solo el cielo sabe lo que pensaba yo en esa época». Atrincherado en un viejo departamento de la calle Belgrano, enciende las luces y abre cuidadosamente las puertas de un archivo avasallante: cuadernos, cintas, revistas, libros, discos. Las primeras traducciones argentinas de la beat generation. Los primeros programas radiales sobre el rock argentino. Su correspondencia con escritores capitales del siglo XX como Allen Ginsberg, Henry Miller, Witold Gombrowicz y Thomas Merton. Los documentos desclasificados de la contracultura planetaria que acaba de comprar el Museo Reina Sofía.
«Me la he pasado inventando títulos de libros famosos que nunca escribí -dice-. En este cuaderno de 1974 aspiraba a escribir un libro que se llamara Preludio del amanecer silencioso. Después este cuaderno durmió el sueño de los justos y de los injustos en un estante hasta que lo encontré once años después y le cambié el título: Satori Sur«. Ese libro tampoco fue escrito, pero ¿quién lo hubiera dicho? Ahora es una película.
Dirigida por Federico Rotstein, Satori Sur(se estrenó el jueves 13 en la plataforma Cine.Ar) finalmente resultó el título perfecto para este retrato de Grinberg. Registrado durante buena parte de 2017, el documental captura un período de actividades y homenajes a su alrededor. Por entonces, catapultada por la celebración de sus ochenta años, la editorial Gourmet Musical publicó un libro oracular titulado 80 preguntas a Miguel Grinberg y se realizó un evento en el CCK que medía el diámetro de su influjo. Allí, dispersos en cada una de las páginas y las butacas de La Cúpula, se arracimaban periodistas y músicos, terapistas alternativos, editores y orientalistas. Poetas de los márgenes y meros agitadores. La vida de Grinberg dialogaba con todos. Sin embargo, a pesar de ese aluvión emocional, Satori Sur lo pinta siempre en sus zapatos: sereno y jovial. Diríase, hasta canchero.
«Apenas lo conocí me di cuenta de que tenía una memoria muy afilada -dice Rotstein-. Ahí había una tensión: en su etapa crepuscular, un tipo con todos esos recuerdos valiosos pero la mirada puesta hacia adelante. Algo de lo que no se quiere desprender del todo pero que tiene que soltar para seguir avanzando. Ese tenía que ser el eje de la película. Así, además de hacer una película sobre Miguel, podía explorar ese vínculo que hay entre cada uno de nosotros y el pasado que vamos dejando atrás. Miguel tiene una biografía espectacular y extensa, así que era muy necesario hacer un recorte. Buscar una etapa que sirviera para contar quién es. Y no descubro nada, pero en la juventud es donde ese arco dramático mejor se manifiesta».
Hijo de inmigrantes polacos, Grinberg creció entre el perfume de la marroquinería de su padre, la fritura de la radio y los partidos de la Sociedad Hebraica Argentina. Preservado de las malas noticias con el yiddish de los mayores. «Soy uno de esos porteños a quienes 1955 sorprendió saliendo de la adolescencia -dice, en la película-. Hubo dos hechos de aquel septiembre que basamentaron mi ingreso a la adultez. O dicho mejor, el comienzo de mi resistencia al mundo adulto: la caída de Perón y la muerte de James Dean». Así, generacionalmente, Grinberg recibió dos rayos simultáneos: el existencialismo -primero- y -luego, casi inmediatamente- el rock & roll. Así, siguiendo el hilo misterioso de una revista norteamericana, tuvo una epifanía: el Aullido de Ginsberg. Miguel miró hacia los costados y no había nadie. El libro no tenía traducción, así que decidió tomar el toro por las astas. ¿Qué tan difícil podía ser armar una revista?
Acompañado por cófrades como Antonio Dal Masetto, Grinberg lanzó el primer número de Eco Contemporáneo en algún punto de 1961. Poco a poco, mientras la revista abría su propio surco en los bares de la calle Corrientes, comenzó a cartearse con los héroes de la disidencia. En febrero de 1964, munido con una agenda llena de nombres y una misión, partió rumbo al norte. La parada inicial era el Primer Encuentro de los Poetas de la Nueva Solidaridad: una cumbre de artistas, activistas y diletantes en el corazón clandestino del DF. La segunda parada estaba más allá del Río Bravo. Grinberg cruzó la frontera por el puente Ciudad Juárez-El Paso: un punto crítico en un momento crítico como la beatlemanía. Los siguientes ocho meses se los pasó cubriendo el mapa de los Estados Unidos, haciendo base en el East Village de Manhattan. Allí, además de hablar por teléfono con Kerouac y escribir sus propios poemas, trabó amistad con Jonas Mekas: el gran referente del cine experimental norteamericano.
El corazón de Satori Sur, precisamente, es el diálogo virtual entre Mekas y Grinberg. Una accidentadísima charla por Skype donde estos dos viejos guerreros, interceptados por el delay y la distorsión tecnológica, sacan de la galera una reflexión sobre el paso del tiempo. «Es un corazón inesperado porque no pensamos que iba a salir de esa manera -dice el director-. Mientras planeábamos la película pensaba en interlocutores para Miguel. Eso hace crecer las escenas, aparecen los matices, cambia el registro. Y en un viaje a Nueva York con Laura (Bruno, productora) y Martín (Oesterheld, co-guionista y productor), nos propusimos buscar a Mekas como un sueño: un gol de mitad de cancha. Lau se encargó y fue mucho más fácil de lo que creíamos. Fuimos a su casa y yo estaba nervioso como si fuera a dar un examen. Cuando todo empezó a fallar, realmente la empecé a pasar mal. En un punto se destrabó y fue evidente que eso era la escena. Mekas lo exterioriza. La idea de verse enfrentado a tener que hablar del pasado a través de una computadora no lo tenía muy a gusto, pero cuando empezó a salir mal se puso de buen humor. Nos fuimos sabiendo que el error tenía algo de magia».
Separados por ocho mil kilómetros de distancia, Grinberg y Mekas buscan la piedra roseta de su encuentro en un punto de los sesenta. Orbitando alrededor de algo que todavía no se llamaba cultura rock. Unos meses después, cuando Grinberg regresó de Nueva York y se metió en el antro subterráneo de La Cueva, encontró la horma de su zapato. Así que aquello ya estaba aquí. Para ser precisos: aquí, allá y en todas partes. De manera que alquiló el Teatro La Fábula y, repartido entre el 6, el 14 y el 21 de diciembre de 1966, montó el primer festival del rock argentino: Moris, Tanguito, Bob Vincent, The Seasons, Susana y un oscuro cantautor folk llamado Morgan X. El propio Miguel. El rock, en ese sentido, parecía concentrar todos sus intereses.
A través de sus notas impiadosas en La Bella Gente o La Opinión; su programa El son progresivo de Radio Municipal o incluso como productor (es la persona detrás de la presentación de Artaud), Grinberg comenzó a agitar y documentar la parábola del rock argentino en tiempo real. En ese sentido, es el responsable -junto a Jorge Pistocchi, fundador del Expreso Imaginario- de uno de los momentos epifánicos de la contracultura argentina: los Encuentros en el Parque Centenario del turbulento 1973.
«La película termina ahí -dice Rotstein-. Es donde siento que Miguel encuentra su forma de estar en el mundo: desde la marginalidad y con su grupo de pertenencia, luchando a su manera contra los poderes de turno. Hay toda una parte sobre la que no pude profundizar, que es el Miguel de los 80 y los 90: el publicista de Hollywood en Argentina, el ecologista, el orientalista, el maestro de meditación. Ahí hay otra película. Uno se acerca a alguien como un misterio y cuando lo empezás a rodear no deja de ser un misterio sino que a veces se transforma en un misterio más complejo. Miguel, sobre todo, es un gran divulgador. Tiene un valor incalculable en nuestra cultura porque, de manera desinteresada, ayudó a que un montón de artistas ubicados en los márgenes pasaran al centro. Porque tenía ganas. Eso, para mí, es invaluable».Por: Martín Graziano