¿Quién fue el mejor violinista del siglo XX? Jamás puede haber consenso ni manera científica o fehaciente de demostrarlo.
Con todo, y aún a riesgo de dejar afuera de este Olimpo hipotético a enormísimas figuras, la historia se ha decantado por tres nombres ilustrísimos: Jascha Heiftez (Vilna, 1901), David Oistrach (Odesa, 1908) y Yehudi Menuhin (Nueva York, 1916).
Eran tiempos en los que la música clásica circulaba con mayor intensidad por los intersticios y canales de las sociedades humanas y sus actuaciones convocaban siempre a conciertos con localidades agotadas. En ese contexto, las discusiones sobre la primacía de uno de ellos por sobre los otros dos estaban a la orden del día.
Después llegaría una nueva generación y tal vez, de entre todos ellos, haya que destacar, especialmente, a Itzhak Perlman y a Gidon Kremer, ambos transitando su séptima década y todavía muy activos.
Pero, en el siglo XXI, los grandes violinistas, los más convocantes, son más jóvenes y aún a riesgo de emitir una opinión rebatible o no compartida, el único al cual le cabría la posibilidad de ser considerado el mejor de todos, si es que esa categoría o enunciación tiene algún sentido, ese sería Maxim Vengerov. Y aun cuando ha estado ya varias veces en nuestro país y sus registros deben habitar en las discotecas o videotecas de nuestros lectores, bien vale ir a su encuentro, sencillamente, para conocerlo mejor.
Nació en Novosibirsk, Siberia, hace 46 años y, niño prodigio asombroso, grabó su primer disco a los 10 años, en 1984, el mismo año en el cual obtuvo el primer premio en el Junior Wieniawski de Polonia. En 1990, cuando tenía 16, obtuvo el Concurso Carl Flesch de Londres y, ya célebre y requerido, firmó su primer contrato discográfico con el sello Teldec. Desde ese momento, emprendió una carrera arrolladora a lo largo y ancho de todo el planeta asombrando y fascinando a públicos que sintieron una admiración intensa por un violinista de un virtuosismo y de una musicalidad impactantes. En ese mismo año, con el Stradivarius Reynier, que obtuvo como premio en el mencionado Carl Flesh, Vengerov interpretó el Concierto para violín y orquesta de Chaikovski. Seguro, expresivo, impecable y con ideas clarísimas, así tocaba Maxim a los 16
En ese mismo concierto, fuera de programa, para demostrarse como un músico completo, Vengerov eligió interpretar el segundo de los veinticuatro caprichos para violín solo de Paganini, uno de los más extraños si no el más ingrato de la colección, ya que si bien existen acá también esos fuegos artificiales tan paganinianos para lucirse y cosechar aplausos, la pieza es extremadamente dificultosa y, al mismo tiempo, menos deslumbrante, ya que incluye cantos ocultos y contrapuntos que el joven Maxim se ocupó de resaltar por cierto que muy bien.
Cuando tenía 19 años, Vengerov terminó de aprovisionarse. Ya tenía su Stradivarius Reynier y el albacea testamentario de Jascha Heifetz -el ídolo musical de Vengerov cuando era chico- activó el protocolo que el gran violinista había indicado y que prescribía que su arco debería ser ofrecido como regalo al violinista que pudiera ser considerado como su sucesor. En 1997, en Colonia, Vengerov hizo vibrar las cuerdas de su violín con el arco que había sido de Heifetz. Junto a la Sinfónica de Chicago, dirigida por Daniel Barenboim, interpretó el Concierto para violín y orquesta de Sibelius. Como siempre, Vengerov presentó vibratos amplios, una sonoridad tan opulenta como refinada y detalles expresivos exquisitos. Solo como un mínimo ejemplo del arte de Maxim, vale la pena disfrutar de la interpretación de los saltos, la afinación, el fraseo y los armónicos del final del tercer movimiento (a partir del minuto 30). Por lo demás, el muy preciso acompañamiento de Barenboim hizo el resto. Sibelius tuvo una interpretación inmejorable.
En el pasaje que recién recomendamos del concierto de Sibelius, se puede percibir otro de los secretos de las conmociones y la gran recepción que Vengerov ha cosechado a lo largo de su historia. Ahí están, clarísimos y contundentes, el rostro y los gestos de Vengerov. En su arte interpretativo, no todo es lo que se escucha. Por sobre sus cualidades técnicas y artísticas, Vengerov, desde el escenario, despliega una corriente de altísimo voltaje. Un simple término describe esa situación: carisma. Maxim irradia un magnetismo de difícil explicación, además, en un mundo tan aséptico, formal y circunspecto como es el de la música clásica. Las destrezas, las habilidades y, por supuesto, la expresividad y la comprensión del discurso y su estética se estudian y se profundizan. Pero el carisma y la comunicación que establece con cada oyente son virtudes expresamente individuales no pasibles de aprendizaje alguno. No hay coaching ni entrenamiento alguno capaz de desarrollar este aspecto. Y Vengerov enamora a los públicos como solo él sabe y puede hacerlo. Sus interpretaciones son superlativas pero el ser humano que las interpreta acompaña pasionalmente con su cuerpo y con su alma cada nota, cada pensamiento. Acá se lo puede corroborar mienta interpreta la extremadamente dificultosa Sonata Nº3 en re menor, «Ballade», op.27 de Eugene Ysaÿe.
Su repertorio es amplísimo y, en un aspecto, sumamente original. Más allá de interpretar conciertos para violín y orquesta y una infinidad de piezas de cámara, desde el inicio de su carrera, Maxim Vengerov acostumbró a incluir en sus recitales piezas de virtuosismo, ese repertorio que solo aparece en un escenario cuando algún violinista toca alguna de ellas fuera de programa. Ciertamente, las piezas de exhibición virtuosística constituyen un enorme catálogo tan atractivo como desvalorizado por cierta historiografía de la música que las considera meras muestras de pirotecnia. En su primera aparición en la Argentina, en 1996, para el Mozarteum, en el Colón, junto a Itamar Golan, Vengerov, que tenía solo 22 años, interpretó, en la primera parte, una sonata de Mozart y la Sonata para violín y piano en mi menor, de Elgar. Pero después, para la segunda parte, retornó con un saco blanco y, muy suelto y hablador, interpretó piezas de virtuosismo escogidas al azar entre una pila de partituras que estaban sobre el piano. Entre ellas estuvo La ronda de los duendes que, en aquella ocasión, comentó, como al pasar y con una sonrisa, que la tocaba cuando tenía seis años. En 2010, para la televisión alemana, demostró que la sigue tocando muy bien.
Y de repente, el gran violinista interrumpió todo su accionar. Hacia mediados de la primera década de este siglo, comenzó a espaciar sus registros y sus presentaciones hasta que la pausa fue absoluta. Durante algunos años bailó tangos, participó en algunas películas, estudió músicas populares y su silencio fue atronador. Al mismo tiempo, comenzó a estudiar seriamente dirección orquestal. Desde 2010 fue regresando de a poco. Dos años más tarde, ya estaba a pleno, pero ya no solo para tocar el violín. El número de conciertos y de grabaciones disminuyó muchísimo y en ese tiempo «libre» comenzó a integrar y a presidir jurados de concursos, a dirigir orquestas y festivales y, sobre todo, a ofrecer clases magistrales, actividad en la cual demuestra una gran generosidad y que, desde Internet, son material de consulta obligatoria para miles de violinistas jóvenes en todo el mundo. Como director y violinista, acá se lo ve haciendo Introducción y tarantela, de Pablo Sarasate. Poético, delicado, brillante, Vengerov es único.
Este recorrido acotado, parcial y con grandes faltantes, va a concluir con Vengerov en 2020, en plena pandemia. Sin público, con su nuevo Stradivarius, el Kreutzer, y junto a dos músicos rusos estupendos, el chelista Boris Andrianov y el pianista Peter Laul, Maxim se reunió para hacer música de cámara en la casa de Laul, en San Petersburgo. Luego de hablar en un inglés muy claro sobre esta época y el placer de hacer música con amigos, interpretó, sucesivamente, el Trío op. 50, de Chaikovsky y, junto al dueño de cada, dos obras para violín y piano, una de Mozart, la otra de Schubert. Sensible y solidario, le dedicaron el trío de Chaikovski a todas las víctimas del coronavirus.
¿Es Vengerov el mejor violinista de la actualidad? Es imposible dictaminarlo fehacientemente. Hay otros y otras excelentes violinistas que, con sus propias lecturas y muchos talentos pueden interpretar maravillosamente bien las mismas obras que aquí hemos compartido. Sin embargo, sí nos animamos a afirmar que es muy difícil que alguien las toque mejor que Maxim Vengerov.
Fuente: Pablo Kohan, La Nación