Cuando entra a la ciudad, la noche envuelve ya a Ferrara. Un auto fue a buscarla al aeropuerto de Venecia y, aunque es tarde, ella quiere respirar un poco, tomar un café en el bar desierto, desentumecer las piernas. Esta costumbre volvía loco a su ex marido, el director de orquesta Charles Dutoit. Ella replicaba riendo: “Ustedes, los suizos, tienen los relojes; nosotros, los argentinos, tenemos el Tiempo”.
La pianista pide que le abran las puertas del teatro para probar el Steinway. Parece complicado: siempre lo fue. Ella sólo trabaja bien cuando todo el mundo duerme, cuando los relojes se detienen y lo invisible se vuelve visible. Como dice uno de sus admiradores: en su reino, nunca sale el sol.
El pequeño teatro a la italiana de Ferrara está vacío. No llegó a tiempo para el ensayo. Seguramente, los jóvenes músicos de la Mahler Chamber Orchestra están cenando en alguno de los restaurantes de la ciudad. Al día siguiente, el 20 de febrero de 2004, interpretarán juntos el Concierto nº 3 para piano y orquesta de Beethoven, que ella tocó una sola vez en público. De algún modo, Claudio Abbado logró convencerla esta vez. Ella confía en él. Comparten la música desde hace tanto tiempo… Cincuenta años ya: ¡una eternidad! Sin embargo, esa obra la pone nerviosa. Le gusta mucho, pero tiene sus reservas. “No es para mí”, dice, hasta que el afán de ponerse en peligro puede más que sus reticencias. Empieza a tocar las primeras notas y hace una mueca de disgusto. Es como si hablara un idioma extraño. El piano se niega a colaborar: de él no puede esperar la menor ayuda. Bebe un sorbo de café hirviendo. La noche será larga. La asaltan ideas funestas.
La historia del castillo medieval de Ferrara es digna de los Atridas en Micenas. Allí decapitaron a una mujer por ser la amante del hijo de su marido, un príncipe mandó sacarle los ojos a su hermano porque su dulcinea elogiaba su belleza, un duque envenenó a su esposa porque sospechó que complotaba, y le cortó la cabeza a un sobrino demasiado ambicioso. Ella siente gusto a sangre en la boca y la invade la angustia.
Al día siguiente, la pianista se retuerce de dolor en su camarín. “No puedo”, solloza. El público está en la sala. Espera. Hace semanas que se prepara para ese concierto. La inquietud llega hasta las galerías. ¿Tocará? Sus cancelaciones son famosas. Su carácter inestable forma parte de su arte, dicen los periodistas. Los micrófonos de la Deutsche Grammophon Gesellschaft se alzan sobre todo el escenario, como burlándose de sus temores. La prensa especializada ya ha anunciado la “histórica” grabación de un disco en vivo. Alrededor del camarín de la solista, los rostros se muestran consternados y transpiran de impotencia. El maestro Abbado llama a su puerta: desde que padece cáncer, su cuerpo es ligero, pero la llama que resplandece en sus ojos le recuerda a la pianista que la música le ha salvado la vida. Con su voz suave y nítida, tranquiliza a su colega. “¿Por qué tienes miedo, Marthita? ¡Solo haremos buena música juntos!”. Al verlo tan frágil y tan entusiasmado, ella olvida su miedo y sus manos dejan de temblar. Lo sigue a ciegas, como los niños del cuento de Grimm caminan tras el flautista de Hamelin rumbo a la gruta.
Al finalizar el concierto, la alegría del público estalla en veinte largos minutos de aplausos. La multitud se agolpa frente a la salida de artistas. “Es la más grande”, murmura un joven muy emocionado.
Dos días más tarde, al escuchar la grabación del concierto, la pianista dice, con una expresión de fastidio: “Demasiado sofisticado”. Sacude su abundante cabellera con aire fatalista. Es tiempo de pasar a otra cosa.
1. Buenos Aires, Jardín de infantes
En el ambiente de la música clásica, uno dice simplemente Martha, y todo el mundo sabe de quién se trata. Se la designa sólo por su nombre, como suele hacerse con las diosas y las niñas, las monjas o las prostitutas. Cuando era pequeña, prefería que la llamaran “Margarita”, intentando quizás instintivamente huir de un destino que la haría crecer demasiado rápido.
Marthita se llama en realidad María Martha. En el evangelio de Lucas, la dulce María escucha la palabra de Jesús, mientras su hermana Martha hace los honores de la casa. La primera posee un don, una misión divina. La segunda es humana, se dispersa en diversas tareas, quiere vivir.
Es probable que, sin su madre, Martha nunca hubiera llegado a ser una virtuosa. Fue ella quien, con su obstinación y su tenacidad, la llevó hasta la cima. Pero la artista también le debe mucho a su padre. Él alimentó su imaginación narrándole cuentos fantásticos. Además, solía sostenerla con los brazos en el vacío, sin que ella sintiera temor alguno, para que adquiriera “el gusto del peligro”.
Al parecer, hay una sola familia Argerich en el mundo: sus raíces serían al mismo tiempo croatas y vagamente catalanas. En efecto, existe en Croacia un pueblo llamado Argeric. Y, cuando Martha toca en Barcelona, a veces se encuentra al finalizar el concierto con algunos Argerich desconocidos, que reivindican una lejana rama de su familia. La situación es común en la Argentina, donde la población es principalmente de origen europeo, con gran predominancia italiana. En América Latina, se suele decir que los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos descienden de los incas y los argentinos descienden de los barcos.
En Buenos Aires, un hospital lleva su nombre. El doctor Cosme Argerich fue médico personal de Manuel Belgrano, el creador de la bandera nacional. ¿Sería ese probable parentesco con un personaje tan prestigioso lo que hizo nacer muy temprano en Martha Argerich el fuerte deseo de ser médica? No fue ella la única en vacilar entre esas dos vocaciones parecidas, pues, así como el médico cura los humores, el músico serena y consuela el alma. El pianista Arturo Benedetti Michelangeli estudió el arte de Hipócrates. También Alfred Cortot pensó en una carrera médica antes de dedicarse a la música. “Quizá sea por ese interés de auscultar cuerpos que conservé la costumbre de examinar en profundidad las obras musicales”, escribió. En el famoso cuestionario de Proust, a la pregunta “¿Qué don de la naturaleza le gustaría tener?”, Martha contestó: “El poder de curar”. El médico y el músico comparten, en efecto, el espíritu científico y la necesidad de ayudar a sus semejantes. Probable vestigio de la Antigüedad, durante la cual los magos curaban las enfermedades con cantos en tonalidades específicas, de acuerdo con la naturaleza de la infección.
María Martha Argerich nació el 5 de junio de 1941, bajo el signo de Géminis, en Buenos Aires. El múltiple Igor Stravinski, el tierno Jacques Demy y el sombrío Federico García Lorca también vieron la luz un 5 de junio.
Físicamente, Martha Argerich parece una indígena americana. Y es posible que su carácter gentil y empático la haya llevado a identificarse con la población más desheredada de su país.
Si la vida solo estuviera gobernada por la razón, los padres de Martha Argerich nunca habrían debido encontrarse, ya que sus caracteres eran completamente opuestos. Juanita y Juan Manuel empezaron a enfrentarse como dirigentes de dos grupos políticos rivales en la universidad, y nunca dejaron de discutir. Ella era socialista, y él, radical. Ella era una especie de feminista antes de tiempo, y él mostraba un sólido temperamento machista. Un día, debatieron con acritud durante una asamblea. Esa misma noche, Argerich pidió la mano de su contendiente. Seguramente, fue la única vez en toda su vida que se dijeron “sí”. La boda se celebró el 23 de noviembre de 1939. Ella tenía diecinueve años, y él, treinta. Se instalaron en la avenida Coronel Díaz, en el barrio residencial de Palermo. Una zona muy agradable para vivir, con grandes espacios verdes, entre ellos, y a unas pocas cuadras, los Bosques de Palermo, diseñados y realizados por el francés Charles Thays.
Juan Manuel Argerich no tenía un carácter fácil. Quizá por eso, lo apodaban “Tirano”, o quizá también porque llevaba el mismo nombre que el tirano Juan Manuel de Rosas. Se ganaba la vida como profesor de economía y, en ocasiones, como contador, pero prefería jugar con su hija antes que ir a la oficina. A veces la llevaba a su lugar de trabajo. Cuando su jefe se lo reprochó, se fue y no volvió nunca más. Era un hombre libre, no demasiado riguroso, muy alegre. Escribía poemas, dibujaba, cantaba, tocaba la guitarra, filosofaba… Había leído a Dostoievski y a Tolstói con tanto entusiasmo que hablaba de ellos como si los hubiera conocido en persona. Dotado de una gran imaginación, siempre tenía mil historias para contar, en las que mezclaba ficción y realidad, sin que a nadie le extrañara. Le decían “Pico de Oro” por sus dotes de narrador, aunque había sido tartamudo de niño. Seducía a las mujeres con sus bromas y su encanto, provocando incesantes discusiones y escenas terribles en su casa. Esas riñas domésticas marcaron a Martha, y es probable que hayan afectado su relación con los hombres. Ella buscó más bien la amistad no exclusiva, nunca creyó en las promesas de amor y siempre desconfió de la relación de pareja.
A Juan Manuel le encantaban los niños muy pequeños. Cuando crecían, no le interesaban tanto. Él le enseñó a caminar a su hija, y la bañaba. Martha recuerda que a veces la despertaba en plena noche, cuando volvía de sus juergas, para contarle historias, mientras preparaba tomates a la cebolla, que ambos comían del mismo plato.
Juana era exactamente lo opuesto a su marido. A él lo consideraban seductor, talentoso y amante del ocio; ella era una trabajadora incansable, no hacía el menor esfuerzo por agradar y mostraba una voluntad de hierro. En una época, Juanita desarrolló tres actividades profesionales al mismo tiempo, mientras que su marido vivía al día. Por si fuera poco, todas las mañanas tenía que acompañar al trabajo a su hermana Aída, pese a los gritos y las súplicas de esta, que quería quedarse en su casa.
Es probable que Juanita no haya conocido a otro hombre que a su marido. No prestaba atención a las bromas ni a las alusiones sexuales. A la mañana, frente al espejo, sólo se peinaba los mechones de adelante –nunca atrás–, lo que le daba un aspecto al mismo tiempo horrible y cómico. Era graciosa sin quererlo, y muy distraída, como consecuencia de una infancia demasiado solitaria.
Juanita había nacido para mover montañas y desafiar mares. Izquierdista hasta el fanatismo, poseía un inflexible sentido de justicia. Cuando esta mujer extravagante decidía ayudar a una persona, le resolvía todos los problemas. Si alguien necesitaba una visa, telefoneaba mil veces sin desmoralizarse, hacía arder los consulados, revolvía cielo y tierra. Si le cerraban la puerta en la cara, entraba por la ventana, convencida de que tenía razón, ofendida si encontraba resistencia. Era tan decidida y combativa, que siempre conseguía sus objetivos. Ganaba por cansancio: le daban lo que pedía, tanto para librarse de ella como por la presión de su inagotable energía. Juanita no le tenía miedo a nada ni a nadie. La desigualdad era su enemiga personal, y el conformismo ambiente, su habitual campo de batalla.
Al parecer, su hija representó sus Doce Trabajos de Hércules. Frente a un talento tan desmesurado y un ego tan débil, había una tarea ímproba por cumplir durante toda una vida. A Juanita, que había logrado salir de la pobreza con su propio esfuerzo, le sobraban energía y voluntad. Martha pasó su vida huyendo de ella, aunque siempre reconoce que sin su madre no sería lo que es. ¿Wolfgang habría llegado a ser Mozart sin la obstinación de su padre? El caso Argerich es aún más asombroso, ya que, a diferencia de Leopold Mozart, Juanita no era música. Necesitó una enorme fuerza de carácter para vigilar y dirigir los extraordinarios progresos de su hija, y jamás dudó de estar haciendo lo que correspondía.
Proveniente de una familia judía de Rusia que emigró a la Argentina a fines del siglo XIX para huir de los pogroms zaristas, Juana Heller nació, como el escritor Joseph Kessel, en Villa Clara, una colonia agrícola de la provincia de Entre Ríos, creada por el barón Moritz von Hirsch, un financista y filántropo judío alemán, en la que vivían miles de judíos asquenazíes, salvados así de una muerte segura. Se cuenta que Juanita tenía sólo once años cuando abandonó el seno familiar, tomando a su hermana Aída con una mano y a su hermano Benjamín con la otra, para viajar a Buenos Aires: una imagen bíblica que la leyenda familiar ha conservado. Martha ofrece una versión más sencilla: en Villa Clara no había escuela secundaria. Como Juanita era una alumna muy brillante, sus padres le permitieron viajar a la capital, donde vivía su abuela, para que pudiera estudiar. Y sus hermanos la siguieron más tarde.
Desde el día en que partió, Juanita dejó de hablar de su familia, probablemente porque sus padres nunca se habían ocupado realmente de ella y parecían desentenderse de su futuro. De todos modos, enviaba dinero regularmente a Villa Clara. Cuando se dio cuenta de que no eran tan pobres como ella creía, decidió cortar definitivamente los puentes.
Además de estudiar en el colegio secundario, Juanita trabajaba para pagar su habitación en la casa de su abuela Bronfman. Allí vivía también una prima, a la que mimaban y consentían, quizá porque sus padres eran más adinerados. La diferencia en el trato humillaba profundamente a Juanita. Aunque a Martha no parece haberle faltado nada en su infancia, su relación con el dinero es muy distinta de la de su madre. Nunca le dio ninguna importancia, y siempre estuvo rodeada de personas que disfrutaban de su generosidad. A su vez, nunca tuvo problemas de subsistencia, gracias a algunos amigos fieles que la resguardaban de los efectos causados por su ligereza en el manejo del dinero.
«La infancia de los músicos de genio es misteriosa. Siempre queremos encontrar el acontecimiento que desencadenó todo lo que vino después, y conocer las condiciones favorables que provocaron la eclosión del milagro.»
A los dieciséis años, Juanita se mudó de la casa de su abuela a un pequeño cuarto de pensión, y mandó llamar a su hermano y a su hermana. Daba clases de taquigrafía a estudiantes que, aunque eran mayores que ella, se sometían a su autoridad. A esa edad, un año antes que lo habitual, ingresó a la universidad para estudiar Economía. Se presentó a un concurso administrativo para competir por una secretaría parlamentaria: un cargo muy bien remunerado. Juanita obtuvo el puntaje máximo, pero, sea porque la consideraron demasiado joven o simplemente porque era mujer, la relegaron al segundo lugar y no obtuvo el puesto. Esta nueva injusticia despertó en ella un profundo sentimiento de rebeldía y de cólera. Jamás digirió esa afrenta.
En esa época, en la Facultad de Ciencias Económicas estudiaba una mujer cada cien hombres. Juanita no sólo era la más joven de la facultad, sino también la presidenta de la agrupación socialista de estudiantes. En una oportunidad organizó una fiesta de fin de año sobre la cubierta de un antiguo buque destructor. A pocos meses del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, esto no carecía de significado.
Cuando Juanita y Juan Manuel Argerich se casaron, Aída, la hermana de Juanita, se fue a vivir con ellos. Se instalaron en un pequeño departamento de Palermo y luego se mudaron al barrio de Belgrano, en la calle Vuelta de Obligado 1915.
Al dejar Villa Clara, Juanita borró todo rastro de sus orígenes judíos. Cuando le preguntaban cuál era la religión de sus padres, contestaba: protestante. Con eso no lograba engañar a la pequeña comunidad judeo-musical de Buenos Aires. El pianista Alberto Neuman, que vivía en el mismo barrio, recuerda que su madre conocía la ascendencia de Juanita, que en realidad fue, en muchos aspectos, una típica madre judía. Un oído entrenado también podía captar que en su conversación se deslizaban algunas palabras en ídish, aunque en su propia casa desterró el idioma de sus antepasados. Alejada de su familia y de su clan, Juanita seguramente quiso protegerse de los ataques antisemitas, frecuentes en la sociedad argentina de esa época. Martha descubrió su origen judío en la edad adulta. “¿Te convertiste por motivos sociales?”, le preguntó a su madre. “Puede ser”, respondió Juanita, que se resistía a desenterrar un secreto de familia oculto durante tanto tiempo.
El árbol genealógico de Juanita no estaba plantado junto a un río tranquilo. En él había grandes locos y algunos psiquiatras. Su hermano y su hermana sufrieron destinos terribles. Aída se suicidó y Benjamín estuvo internado por un síndrome maníaco-depresivo agravado por una paranoia aguda: se había convencido de que una colega de su oficina lo odiaba, e iba al trabajo con un cuchillo en el bolsillo. Bernardo, el otro hermano, fue neuropsiquiatra. Pero su hija también se suicidó. La propia Juanita pasó varias temporadas en clínicas psiquiátricas. “Cuando a alguna de nosotras se le cruzan los cables, se menciona el gen Heller”, dice Annie Dutoit, la segunda hija de Martha. El compositor Robert Schumann sufrió la misma enfermedad familiar. Quizá sea una de las razones por las que Martha se siente tan cercana a su música.
La infancia de los músicos de genio es misteriosa. Siempre queremos encontrar el acontecimiento que desencadenó todo lo que vino después, y conocer las condiciones favorables que provocaron la eclosión del milagro. El ambiente social de Martha era más bien burgués, pero atípico. Sus padres pertenecían a la clase media. Su madre era melómana y gran aficionada a la ópera. Entre los discos clásicos que siempre estaban junto al tocadiscos, se podía distinguir los Preludios de Liszt, La invitación al vals de Carl Maria von Weber, el Concierto para violín nº 1 de Paganini… Como en cualquier familia medianamente culta. Y, como dijimos, el padre cantaba, tocaba la guitarra y le contaba a su hija cuentos maravillosos, que él mismo inventaba.
La infancia de Martha transcurrió sin problemas. Su constitución era robusta. Parecía una indiecita con cabello rizado de africana. Tenía ojos inquisidores, una boca sensual y manos hábiles. Se expresaba bien, pero su pronunciación contrastaba con el fraseo muy articulado y extravertido del idioma español. Hablaba rápido, con consonantes suaves y veladas, y vocales que se mezclaban como los colores de una acuarela. Sus reflexiones siempre eran divertidas, inesperadas y muy lógicas. Costaba seguirla, pues su mente iba a toda velocidad, como más tarde lo harían sus dedos.
Tirano aseguraba que su hija era un genio, y que lo había leído en sus ojos. Para estimular sus dones, inventó su propio método. Levantaba el mosquitero de la cuna, pasaba la mano por encima del bebé y la movía como si fuera un pulpo monstruoso, lanzando gritos lúgubres. Cuando alguien se sorprendía ante ese tratamiento tan poco ortodoxo, decía con un aire misterioso: “Es para aumentar su sensibilidad”. La atención muy concentrada de la pequeña, que no mostraba señal alguna de temor, parecía darle la razón. Como Juanita trabajaba mucho para llevar dinero al hogar, era su hermana Aída quien se encargaba de Martha cuando su padre no estaba. Su nombre de esclava etíope parecía haberla predestinado: dormía en un cuarto minúsculo, junto a la cocina. Además de su trabajo, se ocupaba todo el día de cocinar, limpiar, lavar y planchar. Cuando Juanita quería un café, llamaba a Aída.
Martha creció normalmente. Era una niña alegre, afectuosa y despierta. En 1944, sus padres la llevaron a una especie de guardería con métodos pedagógicos modernos, dirigida por la señorita Joséphine du Renard, amante de las artes y entusiasta lectora de los textos sobre educación del filósofo Alain. A la hora de la siesta, una señora iba a tocar canciones de cuna en el piano. Desde su cabello corto hasta su carácter decidido, todo desentonaba en Martha. Las demás niñas llevaban cintas en el pelo, gritaban cuando las asustaban, lloraban cuando se caían. Pero Martha no. Se comportaba como si sus padres no le hubieran enseñado que una niña debe mostrarse débil y vulnerable. Intrigado por su robustez, uno de sus compañeritos la ponía constantemente a prueba para descubrir ese irritante misterio. “¡A que no sos capaz de subirte a la mesa!”, la desafió con tono burlón. A los dos años y ocho meses, Martha ya era susceptible. Sin vacilar, se subió al obstáculo designado para demostrarle al otro la futilidad de sus provocaciones. Lejos de admitir su fracaso, el pendenciero le lanzaba sin cesar nuevos retos. Atravesar el patio saltando sobre un pie, alcanzar el frasco de tinta que se encontraba en un estante alto, deslizarse debajo de un banco. En vez de ignorar con altivez las desvalorizaciones que debía soportar a diario, Martha se sentía estimulada y le divertía confundir a su atacante. El otro niño tenía mucha imaginación, y todos los días inventaba nuevos desafíos. Un día, le dijo: “¡A que no sos capaz de tocar el piano!”. Ante esa nueva apuesta, la pequeña Martha se dirigió a la sala en la que se encontraba el instrumento. Levantó la tapa y, sin dificultad, tocó con un dedo la melodía de una de las canciones de cuna que solían escuchar después del almuerzo. Estimulada por su insaciable contradictor, se animó a tocar otras melodías, hasta que llamó la atención de la señorita Du Renard, cuya silueta quedó inmovilizada en el marco de la puerta. “¿Quién te enseñó eso?”. “Nadie”, contestó la niña, encantada. “Continúa, por favor”. Sin turbarse, la pequeña siguió tocando. Ni una sola nota falsa, ningún error de ritmo, ninguna vacilación. Aunque la educadora nunca se había topado con un niño superdotado, tenía bastante experiencia como para reconocer señales objetivas. La pequeña Argerich siempre le había parecido particularmente vivaz, pero esto era otra cosa.
“Papito” y “Mamita” recibieron la noticia sin darle demasiada trascendencia. Juan Manuel le compró a su hija un pianito de juguete, de una octava y media. Furiosa porque no la tomaban en consideración, a pesar de haber dado una brillante demostración de su valor, Martha arrojó el insultante simulacro al suelo. Reclamó un piano de verdad, como el de su maestra. En lugar de reprenderla, su padre tomó nota de su rebelión y, pocas semanas después, apareció en la casa un instrumento de mayor tamaño. Hubo que esperar todavía unos cuantos meses para que llegara un verdadero piano vertical. Por el momento, la casa era demasiado pequeña, y además había que ahorrar. Juanita, que siempre amó la música, aunque nunca tuvo tiempo de aprenderla, empezó a teclear un poco. Pero la pequeña Mozart se lo impidió con tal energía, que no se atrevió a reincidir.
El piano estaba instalado junto a la cama de Martha. Sus manos resolvían todas las dificultades, y su oído lo adivinaba todo. A Tirano esto no le llamaba la atención. Nunca había dudado del enorme talento de su hija: el hecho de que lo revelara en la música lo llenaba de felicidad. Él seguramente hubiera dejado que esas extraordinarias condiciones se desarrollaran en forma natural, pero Juanita no estaba de acuerdo y se puso a buscar un profesor de inmediato. Le recomendaron a Ernestina Kussrow, una pianista de origen catalán, fundadora de una escuela para niños superdotados en Buenos Aires, y un personaje al que hoy se llamaría “mediático”. Solía explicar sus métodos en grandes conferencias rebosantes de público, lo que ponía celosos a sus colegas.
Martha no guarda un buen recuerdo de sus primeros años de aprendizaje. La señora Kussrow hacía trabajar a sus alumnos de oído, sin partitura. “Tomé clases con ella durante sólo dos años. Le tenía un miedo terrible. No podía hablar. Cuando tenía que sonarme la nariz, no me atrevía a hacerlo”, recuerda. El método de la hábil profesora consistía en contarles a sus alumnos historias de animales para que aprendieran a solfear en forma divertida, sin desalentarse por las pesadas reglas. Cuando realizaba conciertos públicos, usaba el mismo principio para convencer a sus jóvenes prodigios de que se trataba de un juego y no de una prueba molesta, en la cual serían despiadadamente juzgados. Sus fábulas de animales más bien simplonas no producían el menor efecto en Martha, acostumbrada a los cuentos mucho más elaborados de su padre. El día del concierto de fin de año, indiferente a la suerte de la cabrita que se salvaría de las garras del lobo gracias a las melodías mágicas, Martha corría por el escenario para no sentarse al piano. Tuvieron que empujarla con firmeza ante el instrumento y hacerla sentar sobre el taburete. Antes de tocar el Vals op. 64 nº 1, llamado “del perrito”, de Chopin, o la Sonata facile K. 545 de Mozart, Martha se entregó a un extraño y silencioso ritual. Para agilizar las articulaciones, justo antes de la ejecución de la pieza, la señora Kussrow les hacía realizar a sus alumnos un gesto ondulante de los brazos, destinado, según decía, a “ayudar al pequeño delfín a encontrar a su mamá”. Se trataba de un movimiento de ola bastante bonito, que tenía, además, la ventaja de condicionar al público para poder maravillarse luego, como la fórmula misteriosa que precede al pase de magia. El ademán le había gustado mucho a Martha, a tal punto que, fascinada por las líneas graciosas que sus manos trazaban en el aire y las sombras danzantes que producían bajo los reflectores, repitió una y otra vez esa coreografía, provocando la risa del público. Hoy piensa que seguramente quiso postergar el momento de empezar a tocar.
Curiosamente, Martha sintió muy temprano los síntomas del pánico escénico. Por lo general, los niños muy pequeños no son conscientes todavía de la presión que se ejerce sobre ellos. Martha, sí. Le desagradaba sobremanera que la miraran como si fuera un animal extraño por hacer algo tan simple y natural como tocar música. Quizá sintiera también que la amaban más por lo que era capaz de hacer que por lo que era. Sus vecinitos del barrio empezaban a mirarla con recelo por la fenomenal atracción que despertaba y por esos cabellos cortos que la hacían parecerse a Beethoven…
Su padre, que la fotografiaba con frecuencia, siempre escribía comentarios en el dorso de las fotos, en los que describía la escena con ternura, registraba alguna ocurrencia graciosa de la pequeña o redactaba una historia absurda que le dictaba su fantasía. En la época de sus primeros pasos en el piano, escribió detrás de unas fotos tomadas en el Jardín Botánico: “Nuestra Marthita cambió… Era tan alegre y ahora está malhumorada, se ve casi salvaje”. Al releer hoy esas líneas, la pianista no sabe si su seriedad de aquel momento era una reacción de defensa frente a la presión externa o más bien la expresión de su propia voluntad. “Mis padres y mis profesores esperaban mucho de mí, pero creo que era yo quien exigía demasiado de mí misma”.
El 12 de abril de 1945, Juanita trajo al mundo a un varón, bautizado Juan Manuel, como su padre, pero a quien siempre llamaron Cacique. Tres días después del parto, Juanita volvió al trabajo. Martha recibió a su hermanito con alegría, casi como una bendición. “Es la primera persona a la que realmente amé en mi vida”, asegura. Lamentablemente para el recién nacido, el talento de su hermana ya había ocupado todo el lugar. Cuando quería jugar con ella, oía la eterna cantinela: “Dejá estudiar a tu hermana”. A los seis años lo mandaron a vivir con sus abuelos, para que no molestara a la artista de la casa. Fue un duro golpe para el pequeño, desesperado por separarse de su tía Aída, que lo adoraba. Para Martha fue otro motivo para sentirse culpable. El piano la aislaba y la separaba de los miembros de su familia.
A los siete años, Cacique también manifestó el deseo de desarrollar sus dones musicales. Después de todo, si Martha tenía talento, ¿por qué no él? ¿No tenía derecho él también a disfrutar de la atención exclusiva que le dedicaban a su hermana? Estudió sin descanso la sonata llamada “fácil” de Mozart, y un día se la tocó a Martha. La ejecutó trabajosamente, con vacilaciones, pero con las mejillas rojas de orgullo. Como respuesta, Martha se puso de espaldas al teclado, estiró los brazos hacia atrás y tocó la misma sonata sin una nota falsa. Humillado, Cacique no se acercó nunca más a un piano en toda su vida.
En 1946, Martha fue a estudiar con un nuevo profesor, un personaje importante, responsable en gran parte de la fiebre pianística que atravesó a la Argentina en esa época: Vincenzo Scaramuzza.
Fuente: La Nación