Lejos de exhibir solo resabios de un pasado glorioso, la pianista mantiene el asombro con presentaciones online; trayectoria y misterio de una leyenda de la alta cultura.
Octogenaria. ¿Qué sensaciones inmediatas despierta el adjetivo? Para muchos, tal vez para casi todos, tener ochenta o más años es sinónimo de una ancianidad venerable o frágil en la que todo se centra en los recuerdos, en los nietos, en las dolencias y sus medicaciones y en las horas y más horas frente a alguna pantalla, sin ninguna actividad que involucre alguna relevancia. O incluso, y mucho peor, tener ochenta no es sino una esforzada lucha por una mera supervivencia. Con todo, la realidad muestra que, dentro de esa franja etaria abundan quienes se oponen a ese paradigma de senilidad inevitable y, a pura acción, se ubican en las antípodas de cualquier idea de declive o de ocaso. Martha Argerich, que mañana cambia de década y coloca un ocho como primer número, sigue plena, vigente, poderosa, inmensamente artística y es, sin lugar a dudas, una auténtica y reverenciada leyenda viva. Así es que, lejos de cultivar la nombradía o de pasearse exhibiendo los resabios de un pasado glorioso, sigue admirando por un presente definitivamente asombroso.
Su historia es conocida. Nació en Buenos Aires, obviamente, hace ochenta años, emigró siendo adolescente a Europa para completar su formación, triunfó en varios concursos internacionales, el último y más consagratorio, el Chopin de Varsovia, en 1965, y, desde entonces, apoyada en una técnica pianística deslumbrante, desarrolló una carrera extraordinaria.
Sensible, profundamente estudiosa, volcánica y también minuciosa, avasallante y exhibiendo conductas extemporáneas que implicaban cancelaciones inesperadas, Martha paseó su estirpe y su talento por todo el planeta forjando una imagen de artista completa, única y singular. A diferencia de cualquier otro músico o música de su talla, Martha dejó su carrera solística en los años 80 y, desde entonces, salvo contadísimas y muy puntuales excepciones, sólo tocó música de cámara y conciertos con orquesta.
En sus primeros años, anduvo muy poco por la Argentina. Pero en los 90, no sólo que comenzó a venir con mayor asiduidad sino que instaló un Festival Martha Argerich y, además, llevó su arte a diferentes provincias. Amplia, generosa, lejos de cualquier divismo y siempre solidaria, Martha permitió que un gran número de argentinos no capitalinos pudieran ver en directo a una de las más grandes artistas del mundo tocando frente a ellos.
Para celebrar sus ocho décadas podría efectuarse un recorrido por sus decenas y decenas de registros discográficos como modo directo de resumir sus excelencias y su evolución como artista superior. Pero dado que la pianista sigue en actividad y que, concreta y muy gardelianamente, cada día toca mejor, parece más justo y mucho más honorable compartir su actualidad. Después de todo, cada vez que Martha Argerich llega a algún lugar para ofrecer un concierto, se produce una verdadera conmoción y el sold out está siempre presente ya no en las antiguas carteleras de los teatros sino en los sitios de internet de los teatros más prestigiosos del planeta. Y de los menos ilustres también, ya que ella insiste en seguir llegando a esos también.
Como corresponde, en primer lugar, ahí está el registro de su última presentación en el Colón, en julio de 2019, añoradísimos tiempos sin virus malditos flotando por los aires. Junto a la Filarmónica de Israel, dirigida por Zubin Mehta, otro octogenario sabio e impar, ofreció una interpretación sublime, exquisita e insuperable del Concierto para piano y orquesta de Schumann.
Como si de un ídolo de la música popular el asunto se tratara, su ingreso al escenario y su llegada hasta el piano (en la marca 12.40) estuvo rodeado de aplausos irrefrenables y de un griterío tribunero. Después de todo, y la nacionalidad y las cuestiones de género no son menores: estaba entrando la más extraordinaria intérprete femenina de música clásica de los últimos sesenta años, contando todos y cada uno de los instrumentos. Su plenitud y su impecable sensibilidad se pudieron percibir ya desde el mismísimo comienzo (14.00) con un toque etéreo, libre y minucioso. Pero además de toda la poesía, atenta a los dramas de la partitura, Martha mostró su eterna impetuosidad, siempre lírica y controlada, en el último movimiento (33.50).
Con el arribo de la pandemia, todo se trastocó. Para la humanidad y para la música también. Sin embargo, Martha, con todos los cuidados, siguió moviéndose y llevando su arte por diferentes ciudades aunque, ahora, rodeada de silencios, sin público. Esta situación inédita posibilitó algo inesperado. Menos tensa ante multitudes expectantes, Martha retornó a un repertorio que había dejado de interpretar. En Hamburgo, en junio de 2020, con transmisión en vivo, se presentó junto al gran Renaud Capuçon para interpretar dos sonatas para violín y piano, la octava de Beethoven y la de Cesar Franck. Y entre ambas, un intermedio inesperado que ni siquiera había sido anunciado en el programa del concierto. Martha entró lentamente, se ubicó frente al piano e interpretó la Sonata para piano Nº3 de Chopin, una obra que, en un concierto público, no la había tocado en años y años.
A diferencia de aquellas antiguas grabaciones, como la de 1967, que le valió que la revista Gramophone la tildara de “tigresa”, Martha, en soledad –cada tanto mirando casi lacónicamente hacia su derecha para corroborar que el teatro está, efectivamente, vacío– se mostró muy sólida en el comienzo aunque menos belicosa que antaño, con un acento especial en la expresión poética. Esta intención se puede percibir, claramente, en la presentación del segundo tema del primer movimiento (en el minuto 1.53) y en la limpieza, la claridad y la emocionalidad del tercer movimiento (12.06). En contraposición, en el Scherzo (9.30) surgen cascadas precipitadas de notas todas claras, todas independientes, todas comprensibles. Madura, sensible y tan artística como siempre, Martha siente a Chopin tan intensamente como antes pero ahora pareciera permitirse ciertos fraseos y enunciaciones que podrían ser tomadas casi como improvisaciones interpretativas.
En octubre último, en una deshabitada y remozada sinagoga de Görlitz, como parte del nuevo Festival de Lausitz o Lusacia –ésta fue su segunda edición– Martha se reunión con Mischa Maisky, su compañero de aventuras de décadas, para ofrecer una versión conmovedora del “Kol Nidrei” para chelo y piano, de Max Bruch, una obra inspirada en la melodía de la plegaria más sensible de la liturgia judía, la que abre el servicio del Día del Perdón.
Atentos a los más mínimos detalles y, en cierto modo, casi como genuinos oficiantes musicales, Maisky y Argerich, ambos sensibles e intensamente expresivos, lejos de cualquier exhibicionismo, brindaron una versión conmovedora para atrapar a creyentes de distintos credos y a agnósticos por igual.
En diciembre, Martha continuó sus periplos musicales a despecho de esta pandemia asesina y llegó hasta París, donde se unió a la Orquesta Filarmónica de Radio France, dirigida por Myung-whun Chung, para interpretar una de esas obras que tienen su marca registrada, el Concierto para piano y orquesta Nº3, de Prokofiev.
Ningún concierto, ninguna obra tiene una versión definitiva pero es real que el tercer concierto para piano de Prokofiev remite inmediatamente a Martha Argerich. Cualquier pianista que lo interprete será cotejado y comparado con las lecturas y las realizaciones de Martha. Su registro de 1967, con Claudio Abbado y la Filarmónica de Berlín, es, quizás, la piedra basal de esa alianza indestructible entre Argerich y Prokofiev. Lo ha tocado en infinidad de oportunidades y siempre salió victoriosa, en el más artístico de los sentidos, paseándose airosa por entre las infinitas y tremendas dificultades técnicas que plantea esta obra pero, además, con la suficiente holgura como para detenerse a “explicar” cada detalle, cada sutileza. Y en la Philharmonie de París lo volvió a demostrar. La coda del primer movimiento (en el minuto 9.57) fue ejecutada con una velocidad, una claridad y una delicadeza que desafían a las matemáticas y a la acústica. Su técnica sigue impecable. Su interpretación fue magistral, intachable y de intenso arte. Y en ausencia de público, los aplausos, sentidos y estruendosos, fueron ofrecidos por el director y los músicos de la orquesta.
Ya en febrero de este año, Martha llegó nuevamente hasta Hamburgo, pero ahora a la Laeiszhalle, para sumarse a la Sinfónica de la ciudad, dirigida por Sylvain Camberling, y hacer el Concierto para piano y orquesta en Sol mayor, de Ravel. Digna, musical y resguardada en una destreza técnica que se mantiene intacta, Martha extrajo y expuso toda la poesía y todas las honduras del segundo movimiento (en el minuto 8.55) al tiempo que también fue capaz de exhibir precisión, velocidad y todas las certezas en el comienzo del último movimiento (19.00).
Por último, el dúo de pianos que estableció con Daniel Barenboim, una experiencia estupenda que estos dos músicos excepcionales iniciaron hace una década.
En abril, hace exactamente dos meses, Martha y Daniel participaron en una muy original filmación de estudio. Con la pantalla partida en cuartos y con cámaras fijas, ahí están estos dos porteños mundanos interpretando, sucesivamente, obras de Mozart, de Debussy y de Bizet. Ella casi 80, él, en camino hacia sus 79. El recital no tiene desperdicio y es un extenso momento para el disfrute. Pero, por fuera de la música y de las bellezas que ofrecen a lo largo de un poco más de una hora, hay otras perlitas. Mientras tocan, afloran dos breves y muy puntuales sonrisas en el rostro de Martha Argerich (en los minutos 23.19 y 51.30), quizás, testimonios indirectos de que el secreto de su eterna permanencia, sea que, más allá de todas sus capacidades, en el momento de poner sus dedos sobre el teclado, están siempre el placer y el íntimo deleite de hacer música. Salud y feliz cumpleaños, Martha Argerich. Y muchísimas gracias.
Permitió que un gran número de argentinos no capitalinos pudieran ver en directo a una de las más grandes artistas del mundo
Paseó su estirpe y su talento por todo el planeta forjando una imagen de artista completa, única y singular.
Fuente: La Nación