La sombra de Leonard Cohen no para de alargarse. Después de You want It Darker, aquel fabuloso disco-despedida que publicó en 2016, pocos días antes de dejar este mundo, este legendario artista canadiense que logró afirmarse como una de las voces más peculiares, reconocibles y emocionantes de su época nos siguió hablando a través de un libro de entrevistas publicado en la Argentina por Planeta (Cohen por Cohen, editado por Jeff Burger), especie de summa esencial de su ideario, un catálogo de profecías, reflexiones y visiones indispensable para valorar en su justa medida a un hombre que, entre otras cosas, logró el milagro de incorporar el concepto de letanía al diccionario del pop.
«Aunque una parte de la emoción siempre esté vinculada con la anarquía, el caos, la creación salvaje y otras nociones por el estilo, en algún momento empezás a equilibrar estos conceptos con otros, como la ley y el orden. Y me refiero a un sentido real, no solo como un slogan político, sino a la ley real y el orden real que parecieran gobernar nuestra existencia», declaró en en una entrevista incluida en ese libro y concedida originalmente en 1975 a la revista norteamericana Crawdaddy!, «primera en tomarse en serio la cultura rock», según admitiera hace unos años en un artículo del New York Times, David Fricke, una de las plumas más prestigiosas de la mucho más famosa Rolling Stone.
En aquel momento, Cohen ya llevaba editados cuatro discos que buena parte de la crítica especializada todavía considera como lo mejor de su carrera y estaba en plena campaña de promoción de un compilado ideado por el sello Columbia (The Best of Leonard Cohen) que precedería a una experiencia conflictiva, como era de esperarse teniendo en cuenta el socio que había elegido para su siguiente álbum, Death of Ladies Man (1977): el indomable Phil Spector, creador de aquel wall of sound que tantos músicos de esos años quisieron probar.
Pero volviendo al presente, y al valioso legado de este poeta noble y muchas veces sabio, lo que parecía ser su carta de despedida se acaba de transformar en sugerente anticipo de una última señal que llegó a esbozar en tiempo de descuento: la flamante edición de Thanks for the Dance, un disco que cuya profundidad y poder sugestivo remite directamente a Blackstar, la oscura elegía con la que David Bowie nos dijo adiós en un año fatídico que también nos dejó sin Prince.
Son apenas 29 minutos repartidos en nueve tracks de espíritu crepuscular, una serie de textos cantados -o recitados («Puppets» es una muestra acabada del dominio magistral de ese arte por parte del viejo Leonard)- en pistas desnudas que su hijo Adam enriqueció en estudios con una instrumentación austera y precisa. Los arreglos de cuerda de David Campbell, el padre de Beck -quien justamente acaba de publicar un nuevo disco esta semana-, las exquisitas pinceladas del laúd del aragonés Javier Mas, los aportes de Daniel Lanois en teclados y las voces de otra española, Silvia Pérez Cruz, y de Jennifer Warnes y Leslie Feist relucen como condimentos necesarios de esta postdata emotiva y elegante que el periódico inglés The Guardian definió con justicia como «una declaración final sublime».
Vida y obra de un mito
Nacido en Montreal un 21 de septiembre de 1934 (una fecha pegadita al otoño, sin dudas la estación más afín a su temperamento), Leonard Cohen creció en un barrio de clase media y tuvo su primera epifanía cuando se encontró con la poesía de Federico García Lorca, punta del fuerte lazo con la cultura española que mantuvo durante toda su vida y del que hay reflejos concretos en el Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2011, en Omega (1996), el extraordinario disco en el que el cantaor Enrique Morente y la banda de rock granadina Lagartija Nick recrearon con gracia y energía la palabra escrita de los dos poetas, y en «The Night of Santiago», una placentera brisa de aroma flamenco nacida de la relectura del poema La casada infiel del Romancero gitano de Lorca, uno de los mejores momentos de Thanks for the Dance.
Cohen fue un joven lúcido e inquieto, muy interesado también en la obra de William Butler Yeats, Walt Whitman y Henry Miller, gracias a la influencia decisiva del poeta y profesor Irving Layton, a quien reconoció siempre como su mentor: «Yo le enseñé a vestirse, él me enseñó a vivir para siempre», explicó alguna vez.
Como se ha contado infinidad de ocasiones, la idea original de Cohen era dedicarse de lleno a la literatura. Y a fines de los años 50, eso le parecía altamente probable. Con un dinero que heredó de su padre pudo comprar una modesta casa en la isla griega de Hydra, un cimiento clave de su encantadora mitología, muy en línea con el hallazgo del Mediterráneo como refugio poético por parte de la beat generation, que también fue un faro para él. Ahí escribió su poemario Flores para Hitler (1964) y sus dos únicas novelas, El juego favorito (1963) y Hermosos perdedores (1966). Y también conoció a la noruega Marianne Ilhen, musa inspiradora con la que mantuvo una relación tormentosa y a la que le dedicó dos canciones maravillosas -«So Long, Marianne», de su primer disco, Songs of Leonard Cohen (1967), y «Moving On», del último, que acaba de aparecer- y una contratapa, la de Songs from a Room (1969), el segundo LP de su carrera.
Pero muy pronto tuvo claro que las letras no eran el mejor camino para una supervivencia más o menos digna y decidió instalarse en Nueva York para probar suerte como cantautor en el circuito de los clubes folk de la ciudad. Se cruzó con la pintoresca fauna de la Factory de Andy Warhol, se enamoró de Nico, la magnética cantante del debut de The Velvet Undergound, y protagonizó la fugaz aventura amorosa con Janis Joplin que derivó en «Chelsea Hotel # 2», canción de su disco New Skin For The Old Ceremony (1974), el mismo que tiene en su repertorio dos temas («Fiel Commander Cohen» y «Lover Lover Lover») relacionados con su viaje a Israel para animar a las tropas de ese país en la guerra de Yom Kipur.
En 1979, Cohen se sacudió la resaca de su complicado encuentro con Spector con Recent Songs, un álbum donde por primera vez cantó con Jennifer Warnes y para el que convocó a un productor más tradicional (Henry Lewy, colaborador de los discos más elogiados de Joni Mitchell). Aunque observados ahora en perspectiva esos primeros doce años de carrera musical lucen ejemplares, la prensa de la época no tuvo muchas contemplaciones: en Inglaterra lo caricaturizaron, asegurando que hacía «música para suicidarse», y en los Estados Unidos tuvo que luchar a brazo partido para que le editen Various Positions (1984), en el que aparecen dos de las cimas de su carrera: «Dance Me to the End of Love», una alusión sagaz a los cantos de los judíos que estaban a punto de ingresar a los hornos crematorios del nazismo, y «Hallelujah», una catedral pop detectada muy pronto e incorporada de inmediato al vivo por Dylan y que también abordaron John Cale, Jeff Buckley, Rufus Wainwright (muchísima gente conoció su versión a través de la exitosa película de animación Shreck), Enrique Morente, Il Divo y decenas de participantes de talents shows.
La década del 90 marcó la consagración de Cohen como artista de culto, un status que quedo patentado con la publicación de I’m Your Fan, disco tributo lleno de figuras: Nick Cave & the Bad Seeds, los Pixies, R.E.M., John Cale, Lloyd Cole y Ian McCulloch (Echo & the Bunnymen), entre otros.
Unos años antes, en 1985, había tratado de llevar a buen puerto su gran proyecto cinematográfico, Night Magic, una fantasía barroca y fallida protagonizada por un cantante de music hall y tres ángeles de la guarda femeninos que fue recibida con frialdad en su estreno en el festival de Cannes. Los vínculos de Cohen con el cine son realmente diversos. Herzog y Fassbinder usaron canciones suyas en sus películas («Suzanne» en Fata Morgana y «So Long, Marianne» en Atención a esa prostituta tan querida), igual que Lars Von Trier (otra vez «Suzanne», en Contra viento y marea) y Nanni Moretti («I’m Your Man», en Caro diario). Hay, además tres documentales muy recomendables: Live At The Isle of Wight 1970, de Murray Lerner, I’m Your Man, apoyado en un homenaje realizado en 2005 en Sydney, Australia, con la participación de Nick Cave, Jarvis Cocker (Pulp), Beth Orton y Rufus y Martha Wainwright, entre otros, más una coda en la que el protagonista aparece cantando con U2 en Nueva York. En YouTube circula una copia de Bird On A Wire (1974), cuyo planteo es muy similar al del famoso Don’t Look Back -centrado en Dylan- y que fue muy resistido por Cohen por la cantidad de intimidades que revela de una etapa en la que empezaba a sentirse, muy tempranamente, abrumado por la fama.
El peor momento de su intensa biografía fue una derivación inesperada de la decisión que tomó en 1994, cuando se recluyó en un monasterio budista de Los Ángeles. Sin renunciar al judaísmo, se quedó cinco años en el lugar y luego retornó a la música con dos discos discretos, The New Songs (2001), en sociedad con Sharon Robinson, y Dear Heather (2004), otra vez con Robinson y sumando la voz de su pareja de entonces, Anjani Thomas. Un año más tarde, su hija Lorca descubrió que Kelley Lynch, manager y amiga de muchos años, había aprovechado la reclusión de su padre para hacer desaparecer cinco millones de dólares de su cuenta bancaria, lo que lo obligó, con 70 años, a volver al escenario, un esfuerzo titánico que engrosó la leyenda y reafirmó su mayor convicción, resumida en una frase que repitió hasta el cansancio: «El éxito más importante que conseguí fue sobrevivir».
Cinco obras fundamentales
Song of Leonard Cohen (1967)
Los grandes temas existenciales -amor, sexo, muerte-, bajo la lupa de un intérprete que de entrada exhibía una indiscutible singularidad. Los refinada dirección musical de John Simon (colaborador en lo mejor de The Band) potenció una lírica aguda y turbadora. Con clásicos como «Suzanne», «So, Long Marianne» y «Sisters of Mercy».
Songs of love and hate (1971)
Atormentado por una prolongada depresión, Cohen graba uno de sus discos más oscuros y desoladores, como lo advierte explícitamente el track de apertura, «Avalanche». The Army, sólido grupo de apoyo de Nashville, crea un marco perfecto para un cantautor abatido que cierra su discurso con un bello homenaje a una heroína trágica, Juana de Arco.
Death of a ladies man (1977)
Su disco más discutido es, sin embargo, uno de los que más han crecido con el paso del tiempo. El choque de dos fuerzas artísticas muy poderosas (Cohen y Spector) dio como resultado un repertorio dotado de una belleza exótica, sazonado con coros estelares (Dylan, Allen Ginsberg) e iluminado por el espíritu sixtie de un temazo como «Memories».
I’m your man (1988)
Haciendo gala de una versatilidad en la que no todos confiaban, edita un disco sostenido por sintetizadores, bases electrónicas y cuerdas, transformando versos deprimentes o siniestros en potenciales hits radiales. De yapa tiende un nuevo puente hacia el Lorca más surreal («Take This Waltz») y otro que lo une a Hank Williams («Tower of Song»).
You want it darker (2016)
Prueba del ánimo de un artista consciente de la cercanía del fin: «Estoy listo, Señor», anuncia en el primer track, el que le da nombre al disco y lo tiñe de sombras, aunque la sensación que transmite no es de dolor, sino de paz y melancolía. Cohen cantando en su propio funeral, como Bowie, como cualquier hombre que asume su destino con entereza y dignidad.
Fuente: Alejandro Lingenti, La Nación