Luis María Cafaro (por error le atribuían doble “f” a su apellido), nacido el primer día de noviembre de 1936, no sólo fue el primer cantante del llamado “rock nacional”: el primero en ese género de toda América latina.
Los guardias de gendarmería de Paso de los Libres dudaban entre detenerlo o felicitarlo. Porque sólo un audaz sin límites o un soñador aventurero era capaz de atreverse a tanto.
Pequeño de cuerpo, menor de edad –rozaba los 17 años–, y sin documentos, intentó cruzar la frontera y perderse en Brasil o Paraguay.
Era 1952.
Lo interrogaron. Dio su nombre, su nacionalidad, su dirección porteña (Pasaje de la Convención), y justificó su fuga: quería ser cantante, pero sus padres, de pocos recursos, lo inscribieron en una escuela industrial para que un oficio le asegurara una mejor vida. El canto, decían, «no te va a dar de comer».
De vuelta obligada a casa, les confesó que huyó para no afrontar un examen de matemáticas, materia que odiaba.
Y así empezó la nueva vida de Luis María Cafaro (por error le atribuían doble «f» a su apellido), nacido el primer día de noviembre de 1936, no sólo el primer cantante del llamado «rock nacional»: el primero en ese género de toda América latina.
Hasta ese momento, su única cercanía a la música, más allá de su fervorosa vocación, era un cierto dominio del violín, instrumento que lo apasionaba, una su aceptable voz, y las ganas. Las tozudas ganas.
Y en eso, en la espera de un golpe de suerte, alguien frotó la lámpara de Aladino.
En 1958, jóvenes de todo pelo y origen se retorcían en infinitas contorsiones al compás de «Rock around the clock», grabado por un gordito sonriente y su troupe: Bill Halley y sus Cometas.
Su disco simple se vendía a espuertas (carretillas) y llegado el carnaval de ese año no había club que no fundiera las púas de su pasadiscos a fuerza de pasarlo, ni pista de baile que resistiera tanta energía como la acumulada en un reactor atómico…, más o menos.
En esos días, Luis María Cafaro medraba pero se aburría en un taller, y cantaba sobre el monótono sonido de las máquinas como una liberación.
El cráneo mayor de una discográfica decidió que el rock, ese tsunami indomable, pedía, rogaba, exigía una voz nativa. Y por esas impredecibles decisiones del azar, sus ojos y orejas (oídos, mejor) captaron la voz de Luis María en un simple (33 revoluciones por minutos, viejos nostálgicos…): «Pity Pity», pegadizo tema del indiscutible Paul Anka.
Tema que, multiplicado por Radio El Mundo en ese caliente 1958, sin traducir, reventó las disquerías: ¡300 mil copias! Cien mil más que «La balsa», mito del rock nacional, Y cantado sin traducir por Cafaro, que en adelante sería «Billy». Adiós a «Luis María», salvo para los gordísimos cheques que empezaron a lloverle.
El equívoco, créase o no, fue vela desplegada al viento. Los fans, que pronto formaron clubes a lo largo y ancho de la patria, imaginaban que «Pity» era una mujer: efecto emocional seguro, aunque en inglés signifique «Pena».
Va una muestra del fenómeno:
«Pobre pobre de mí, enamorándome de ti, te amo de verdad, pobre de mí por pensar que tu me amas también.
Me haces sentir tan triste, por favor ten piedad de mí, no sé que hacer, por qué no puedes amarme tu también, así puedo enamorarme de ti, pobre de mí, qué puedo hacer, me haces sentir tan triste, oooh, que puedo hacer«.
Casi de la noche a la mañana, casi de la nada a millonario, Billy se transformó. No era para menos: pequeño de cuerpo, con barbita de mosquetero, hasta poco antes operario ayudante de un taller metalúrgico, era el fundador, el Pedro de Mendoza, el Juan de Garay, de primera ola de rockmanía.
Cuenta la leyenda (y nadie la desmiente), que la cola para entrar a Maipú 555, templo de Radio El Mundo, llegaba hasta el Obelisco, cortaba el tránsito, y obligó a que Billy The Great llegara al lugar… ¡en helicóptero!
Furor. Furor. Furor. Hasta que llegó el mal paso. La cola del Diablo.
En 1959 grabó en castellano «Kriminal Tango», un tema de rock alemán compuesto por Hazy Osterwald, y liberó las furias de millones de tangueros, que creyeron ver en su letra una burla, acusación, insulto al Santo Grial porteño: el Dos por Cuatro.
La ola de ira, desprecio, insultos, ataques desde los medios fue tan violenta que Billy –como si retornara aquel temido y odiado examen de matemáticas– puso entre él y el enemigo miles de kilómetros de distancia: recaló en España, donde su canto y su éxito fueron ignorados.
En 1963 volvió al generoso terruño. Cuatro años de exilio habían envuelto el fenómeno Billy Cafaro en densas sombras. Lo invitaron a cantar en el arrasador Club del Clan (Palito Ortega y aquella mágica colección: Violeta Rivas, Raúl Lavié, Cachita Galán, Jolly Land, Lalo Fransen, Nicky Jones…, etcétera), pero nada sucedió: ya era sapo de otro pozo.
Pero no se resignó al final, al ocaso, al canto del cisne. Volvió a España, pero apenas lo recordaban. Batallando, sobrevivió allá dos años, 65 al 67, y apenas.
De poco sirvió la cruzada de sus más fieles acólitos, que denunciaron un complot de las discográficas contra el ídolo.
La millonaria bolsa se agotó. Empezó a vivir, según propia confesión, como «un quijotesco linyera».
En el 73, un pálido retorno impulsado por un productor con ojo de tigre: Dino Ramos. Cinco temas, desde «El silencio azul» hasta «Con un tango en el bolsillo», tardía reinvindicación de «Kriminal…» y su escándalo. Y adiós. Pero no para siempre.
Volvió, en 1989, ¡a grabar «Pity Pity» para el sello EMI: lo que hoy llaman «resiliencia», y ambuló con su material por casinos, bingos, pubs, fiestas privadas. Lugares en los que el aplauso era más por la luz del pasado que por la niebla del olvido (perdón: esta frase parece escapada de un mal tango).
¿Fin, fin, fin? ¡No todavía! En el 2003 se presentó, con un nada desperciable suceso, en el Dade County Auditorium, Miami, desgranado no rock sino baladas, boleros y tangos.
Pero el telón bajaba cada vez más rápido y más pesado. Aguantó hasta el 2006, año en que grabó «Billy Cafaro con un tango en el bolsillo»: otra forma de expiar su pecado de «Kriminal…»: el paso en falso que cortó, como una guillotina, un éxito que apuntaba para largo.
Estrella fugaz, llegó a vivir en un mínimo barco en la costa norte del Plata, y se casó (segunda pareja) con una admiradora que no olvidó pasadas tres décadas y media.
La última noticia sobre él que registraron los medios no fue la mejor. Agotado ante tantas puertas cerradas, manejaba un remise… dignísimo trabajo pero muy lejos de sus épocas de brillo y fama.
Algún día habrá que reconocerle, además, su faz de pionero. Uno de sus grandes éxitos de venta, «Marcianita», dice: «Ignorada marcianita, aseguran los hombres de ciencia que en diez años más, tu y yo estaremos tan cerquita, que podremos pasear por el cielo y hablarnos de amor. Yo que tanto te he soñado, voy a ser el primer pasajero que viaje hasta donde estás, marcianita blanca o negra, espigada, pequeña, gordita, delgada, serás mi amor. La distancia nos acerca, y en el año setenta felices seremos los dos».
Entre las cenizas de la efímera gloria y del cruel olvido, el adolescente que cruzó la frontera, menor de edad y sin documentos, fue un augur de la cercana y mayor aventura de la especie humana: el viaje a Marte.
Fuente: Infobae