AJoan Manuel Serrat (Barcelona, 80 años) le pica el brazo derecho. Se lo rasca con energía. Le ha picado una avispa y, en su caso, eso se debe a que últimamente pasea largo rato por el campo y lo hace en manga corta. “Bueno, no pasa nada”, se baja la manga de la camisa que lleva el día de la entrevista sin dar importancia a la picadura. La forma en la que ha surgido esta entrevista refleja bien su actual situación: sin manager, sin discográfica, sin disco que promocionar, sin ningún intermediario. Tres o cuatro mensajes compartidos por WhatsApp y la cita se fija en una oficina que posee en Barcelona. “Me sabe mal que hayas tenido que viajar. Seguro que has debido madrugar”, se preocupa, y no hay motivo: dos horas y media de tren desde Madrid para charlar con tranquilidad con probablemente el músico que más ha penetrado en el alma de los catalanohablantes e hispanohablantes.
Serrat, quien dará una charla en Rosario el sábado 23 de noviembre como parte de una serie de actividades de la primera edición del Festival Fontanarrosa, su gran amigo, se despidió en 2022 con una gira que pasó por Buenos Aires y finalizó el 23 de diciembre de ese año en Barcelona. Desde entonces no ha parado de recibir homenajes y premios. El inminente, el Princesa de Asturias de las Artes, que recoge el 25 de octubre en Oviedo. Responde primero mirando al vacío, buscando las frases más elocuentes y, luego, cuando ya ha emprendido el buen camino, mira a los ojos. A pesar de su pesimismo general con la situación política y social, habla con tranquilidad y cierta ternura. Se ríe mucho, cuando se requiere. Tras la entrevista, dirá: “Me he ido por las ramas muchas veces. Bueno tú corta y pon ‘divaga’ entre paréntesis”. Y sonríe.
–Fue muy serratiano lo que dijo en la rueda de prensa después de que le concedieran el Princesa de Asturias de las Artes, el pasado abril: no sabía nada y cuando se lo comunicaron su plan del día era renovarse el carnet de conducir. ¿Lo llegó a renovar?
–Sí, sí, lo renové después. Lo hago en una de esas clínicas donde te hacen todas las pruebas. Lo curioso es que no conduzco. Pero lo renuevo por si un día me echan de casa (risas).
–¿Qué le ha ofrecido la vida en estos dos últimos años, desde que se despidió?
–Que puedo disponer de mi tiempo mejor. Puedo dejar para mañana lo que no quiera hacer hoy y mi mujer y yo tenemos más tiempo para viajar a nuestro antojo. Yo lo resumiría con una frase que escuché a alguien: “Esto de no hacer nada, si te lo tomas en serio, es un no parar”.
–¿Usted se encontraba bien física y emocionalmente para continuar ofreciendo conciertos?
–No dejé los escenarios ni por aburrimiento ni por discutir con ellos ni porque me pesaran. Al contrario: cuando hice los últimos conciertos, estar en el escenario fue lo que siempre ha sido, un momento de gran emoción y de vampirizar a la gente para ir reforzándome yo mismo. No estaba en absoluto en un estado físico malo y tenía un público fiel que me animaba y empujaba. Pero a pesar de todo pensé que es preferible decidir por ti mismo el momento de terminar. No tenía nada que me esperara ni nada por hacer que no hubiera hecho antes. No pensaba dedicar mi tiempo a la contemplación ni a las bochas ni a la familia. ¡Pobre familia! A la familia [Serrat tiene tres hijos y seis nietos] hay que dejarla hacer lo que desee. La familia es un conjunto de individuos e individuas que tiene cosas que hacer. No vas a aparecer de pronto y decir: “hola, ya estoy aquí”, porque a lo mejor te llevas un chasco (risas).
–¿Cuántas veces ha pensado en estos dos años: “me precipité”?
–No, no he llegado a eso. En algunos momentos he tenido un ramalazo de melancolía, pero lo combato rápidamente no haciéndole caso. Es la consecuencia de haber practicado algo durante mucho tiempo y dejarlo de practicar: hay un síndrome de la pierna cortada, pero dura poco.
–El 23 de diciembre de 2022 fue su último recital, en el Palau Sant Jordi de Barcelona. La última canción fue una sorpresa, un tema que no interpretó en toda la gira, “Una guitarra”, una de sus primeras canciones, en catalán, de 1965. Supongo que fue algo simbólico…
–Y encima se me rompió la guitarra. Suerte que tenía otra (risas). Me pareció una forma bonita de cerrar el círculo, algo emocional. Empecé en los sesenta tocando “Una guitarra”, solo en el escenario, y creí bonito terminar de la misma manera.
–Esa canción, “Una guitarra”, la compuso con veintipocos años y parece escrita por alguien mayor, casi una letra crepuscular. Dice: “Crecimos juntos, me convertí en un hombre. / Ella se fue estropeando a mi lado. / Ahora que la veo sucia y rota, me doy cuenta de cuánto la he amado”.
–Nunca pretendí escribir como un señor mayor. Era lo que se me ocurría. Si tuviera que recomendar a alguien joven con ilusión algo sobre escribir canciones, le diría que sea muy sincero. Y si tiene suerte y la gente lo recibe bien y le pide más, que no repita a propósito fórmulas, que no escuche a la cátedra, a los gurús, y que sepa que la libertad de creación es lo que le va a llevar a ser él mismo.
–Muy pocas veces ha hablado sobre cómo compone.
–No tengo una mecánica que no sea el trabajo. Compongo y escribo al mismo tiempo. Procuro que lo que escribo y lo que va a sonar se ajusten. Planear primero escribir un texto y luego ajustar una música es complicadísimo, y al revés todavía es más difícil. Lo he hecho, y en escasas ocasiones me siento satisfecho. Para mí la forma natural es hilvanando la escritura con la composición. Una frase musical, engarzar alguna parte de texto… y así; uno con el otro, ir tirando. Eso sí, hay que tener antes una idea.
–Habla en presente. ¿Ha compuesto algo recientemente?
–Sí, pero no sé qué voy a hacer con ello. Son esbozos muy avanzados.
–¿Puede haber un disco nuevo de Serrat? Porque usted siempre dijo que se retiraba de los escenarios, pero no descartó lanzar canciones.
–El problema es que no sé la manera de presentar ahora un disco a la gente. El disco es un mecanismo que si no ha caducado está en vías de caducar. Y también veo que las discográficas están por otros asuntos y la industria del disco es solo una parte de su negocio: también son managers, editoriales… Ahora el escaparate para mostrar un disco necesita la defensa del directo y ahí volvemos otra vez al principio de la historia. Resultaría muy decepcionante para mí terminar un disco y luego no saber cómo comunicar eso a la gente. No sé. No sé.
–¿Cómo percibe el paso del tiempo, lento o rápido?
–El tiempo pasa muy rápido. Y especialmente a medida que envejeces lo notas más. Y cuando pasa te das cuenta de la gran importancia que tiene. Estamos en manos del tiempo, totalmente. Y haríamos bien en utilizarlo de las formas que nos fueran más satisfactorias. Lo que también pienso es que confundimos perder el tiempo con usarlo en utilidades no lucrativas: puedes trabajar y ganar dinero, puedes practicar deporte y ganar salud, puedes hacer un mueble y ganar en estética… Siempre hay un ganar detrás de la inversión del tiempo. Pero también se pueden hacer cosas sin ganar nada. Con el tema de la pandemia y el encierro, durante aquellos días, yo, que tengo la fortuna de vivir en una casa unifamiliar y con un pequeño jardín, pude percibir un fenómeno maravilloso: volvieron a aparecer los pájaros. En la medida en que desaparecían los coches surgían los pájaros. Lo cual me llevó a desplazar mi atención del mundo de la lectura al mundo de la observación. Y cada día iba viendo milagros: cómo el territorio iba recuperando su terreno. A medida que vas perdiendo el tiempo te das cuenta de lo escaso que es.
–¿Cómo gestiona el sentimiento de pérdida?
–Es lo que peor llevo. Peor de lo que he podido llevar la aparición del cáncer y de volverme a pelear con él, y afortunadamente volver a vencerlo. Lo peor es la pérdida de mis amigos, la desaparición de parte de mí que se va con ellos. Dejan muchos vacíos en mi vida. Eso es lo que más me afecta.
–Hace unos días, el diario El País tituló un interesante reportaje: ¿Nos hacemos de derechas con la edad? Por ejemplo, hace un par de años Joaquín Sabina cuestionó su filiación de izquierdas.
–Creo que Joaquín no ha renegado de la izquierda. Él dice cosas espontáneas como espontáneo que es y con poca reflexión… a veces. No creo que sea un momento para renegar de una serie de ideales que necesitan más que nunca ser reivindicados. La lista de derechos humanos debería añadirse a los derechos constitucionales del individuo. Y a partir de ahí, el Estado debería ser coherente con estos derechos. A veces los derechos humanos se quedan en discusiones parlamentarias y no se consigue avanzar. El progreso tiene mucho camino por recorrer. Avanzamos poco. El progreso no es la inteligencia artificial. El progreso es que la cantidad de pobres por metro cuadro disminuya, que los jóvenes puedan desarrollar sus habilidades, que son muchas, y sobre todo que no sean estigmatizados por la sencilla razón de que no los entendemos. No podemos caer en lo que advertía Antonio Machado: “Ayer dominadora, envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora”. No podemos despreciar lo que ignoramos.
–¿Cree que existe en la actualidad un peligro de recortes de libertades?
–Yo creo en la ciencia, pero no creo en Elon Musk ni en Zuckerberg [presidente de Meta y fundador de Facebook, respectivamente]. Un mundo banal y ficticio se nos está cayendo encima. El manejo de las redes sociales, de los algoritmos que satisfacen el deseo de los usuarios que no se percatan de que se están convirtiendo en siervos. Los estados pasan de puntillas por esto. Zuckerberg apareció una vez en el Congreso de Estados Unidos y había que ver la cara de desconcierto que tenía ese hombre, tratando de defender lo indefendible.
–Muchas veces da la impresión de que el enfrentamiento es la opción más anhelada…
–Es que el progreso sería conseguir dejar la intolerancia a un lado y aprender que el diálogo con lo que pasa al otro lado del río es fundamental para enfrentar un futuro.
–Machado plantea en su poema El españolito, que usted cantó: “Ya hay un español que quiere vivir y a vivir empieza, entre una España que muere y otra España que bosteza”.
–Efectivamente: si no juntamos la España que se muere y la que bosteza difícilmente podremos salir de esto. Pero esto no es un pecado español, es un mal internacional. Mira en Argentina: el olvido de todo lo ocurrido en las juntas militares y el triunfo de Javier Milei frente a la memoria de lo que ocurrió. Se ha banalizado una cosa y se ha castigado la otra. Esto ocurre también en Europa, que está cayendo en gobiernos de ultraderecha. Parece mentira: una Europa que hace solo 80 años vivía una Guerra Mundial. Parece que la raza humana está condenada a repetir los fracasos. Pero bueno, hay que seguir defendiendo tus principios con la seguridad de que si los hombres no somos capaces de resolver las cosas, lo hará la naturaleza.
–Hay un tango de Enrique Santos Discépolo, “Cambalache”, que usted ha interpretado, que dice: “El siglo XX es un despliegue de maldad insolente”. No sé si es aplicable al XXI…
–Todo lo que dice “Cambalache” se puede aplicar también al XXI. En realidad, lo que cuenta [Discépolo] es un trailer de lo que pasa hoy. El siglo XXI es tremendo. Lo que pasa en este siglo es lo peor que puede ocurrir: no es el siglo de las mentiras, sino el de las medias verdades. Las medias verdades son infinitamente peor que las mentiras, porque las mentiras son más fáciles de desmontar. Las medias verdades se quedan enquistadas, enganchadas como una lapa.
–¿Cuál es su kit de resistencia ante las disforias, ante los momentos de desánimo?
–La verdad es que no tengo ningún remedio. No tengo muchos bajones, pero cuando los tengo me cuesta mucho salir. Y no hay química ni licor ni producto alguno capaz de resolverlo. Ni la lectura ni pasear ni nada. Debo solventarlo conmigo mismo.
–¿Ha tenido alguno reciente?
–No, llevo tiempo sin tener grandes bajones.
– En 1981 publicó una canción titulada “A quien corresponda”, donde entona: “Que las manzanas no huelen, que nadie conoce al vecino, que a los viejos se les aparta después de habernos servido bien, que el mar está agonizando, que no hay quien confíe en su hermano”. Parece escrita hoy…
–No me hace muy feliz el hecho de que esté vigente. Me gustaría que estuviera caduca, pero no es así. El maltrato a la gente mayor es algo en lo que insisto mucho en mis canciones. Maltrato a nuestro pasado, a nuestro origen, a los responsables de que nosotros podamos disponer de tantas cosas.
–¿Qué tal se lleva con su cancionero, ahora que no lo interpreta en directo?
–Bueno, yo nunca he hurgado en mi repertorio. Solo cuando tenía que montar un espectáculo me metía más, para seleccionar canciones. Pero me llevo bien con mis canciones. No les echo la culpa de nada ni las responsabilizo de ser malas, porque si son malas el responsable soy yo. La canción, pobrecita, merecía probablemente un poco más.
–En el apartado de versiones ha interpretado alguna vez “La Mer”, de Charles Trenet [Serrat se pone espontáneamente a cantarla], un tema que también encaró Julio Iglesias. Bueno, los dos son de la misma generación y con una proyección internacional inmensa. ¿Cómo se lleva con él?
–He tenido muy poca relación. Nos hemos visto poco, en alguna entrega de premios. Íbamos a bares distintos (risas). Pero siempre nos hemos tratado con mucho respeto. Él ha hecho una carrera artística extraordinaria y ha tenido que esforzarse muchísimo.
Fuente: Carlos Marcos, La Nación