En 2010, la revista Vanity Fair publicó un artículo titulado «Lennon a los 70». El texto, incluido en la sección de Cultura y firmado por el autor David Kamp, imaginaba una realidad en la que el autor de «Give Peace a Chance» había sobrevivido al ataque de Mark David Chapman y, tras una reunión fallida de The Beatles y un colapso amoroso con Yoko Ono, estaba dispuesto a hacer las paces con su propio pasado. Aunque escrito con abundante cantidad de textuales de John Lennon, el relato era una obra de ficción, pero no existía en ninguna parte de la publicación nada que lo dejase en claro por una razón evidente: un mundo en el que John Lennon sigue cumpliendo años es mucho mejor que otro en el que no.
A ochenta años de su nacimiento, la figura de Lennon sigue siendo asociada a las ideas de rebeldía y disconformidad. Nacido en el seno de una familia disfuncional, con un padre ausente y una madre, Julia, que delegó su educación en su tía al no sentirse apta para esa tarea, el músico se refugió en su excentricidad para esconder sus propias inseguridades. «Una parte de mí quería ser aceptada por todos los estratos de la sociedad y no ser este poeta loco y gritón, pero no podía ser lo que no soy», le dijo al periodista David Sheff en septiembre de 1980. «Los padres de mis amigos sabían que yo era un agitador, y temían que influyera en sus hijos, lo cual hice. Hice todo lo posible para perturbar los hogares de mis amigos, en parte por envidia, al no tener uno al que yo pudiera llamar así», completó.
Su adolescencia transcurrió entre su curiosidad artística y el descubrimiento del rock como modo de expresión. A poco de formar su primer grupo, The Quarrymen, conoció a Paul McCartney y, probablemente sin saberlo, ambos formaron una alianza artística entendiéndose como el complemento ideal del otro. Así se dio el nacimiento de una de las duplas compositivas más prolíficas del siglo 20, que tuvo un pacto de caballeros como requisito inamovible: ambos firmarían las canciones, sin importar cuál era el grado de aporte de cada uno, incluso en los casos en los que el mérito era solo individual.
Ya convertidos en The Beatles, cada integrante pasó a cumplir un rol en cualquier presentación pública: Ringo Starr era el bufón agradable; George Harrison, el callado; McCartney el babyface educado, y Lennon el mordaz y cínico. Era capaz de destilar una cuota corrosiva de ácido, disimulada detrás de una sonrisa irónica, como cuando en una gala en la que estaba presente la reina Isabel II le dijo al público: «para nuestra última canción, necesito su ayuda. Los de los asientos baratos aplaudan, y el resto sacuda sus joyas». De a poco, Lennon comenzó a sentir que la fama y la exposición tenían un precio sobre su vida privada que él no estaba dispuesto a pagar y lo plasmó en «Help!», un pedido de auxilio genuino disfrazado de canción pop.
Con la llegada de la psicodelia y la proliferación del consumo recreativo de drogas, John Lennon encontró la puerta hacia un nuevo mundo creativo. Convirtió a un mal viaje en la base de «She Said She Said» y se permitió tomar como referencia al Libro Tibetano de los Muertos para «Tomorrow Never Knows». El tema, un aquelarre lisérgico sostenido por un único acorde y construido a partir de loops de cinta y collages sonoros fue la prueba empírica de que el lugar de pertenencia de The Beatles estaba en el estudio y ya no sobre un escenario. Al momento de grabar, dio la indicación de que su voz debía sonar como un coro de mil monjes budistas cantando en la cima de un monte, y la anécdota sirve para ilustrar cuán compleja podía ser la traducción de sus ideas al plano de la ejecución.
Con el liderazgo creativo delegado en McCartney (o apropiado de facto por el bajista, dependiendo de la versión de la historia), Lennon privilegió calidad por sobre cantidad en su aporte a The Beatles durante 1967. Si bien no formó parte del desarrollo del guión de Magical Mystery Tour, la delirante película del grupo estrenada ese año, aportó para el film una sola canción, la enigmática y compleja «I Am the Walrus», un cubo rubik de significados e interpretaciones en el que todas las combinaciones son posibles. Poco después, cuando el grupo decidió realizar un simple evocativo de su infancia en Liverpool, McCartney aportó «Penny Lane», una melodía barroca y florida con viñetas cotidianas de la ciudad que los vio nacer. La canción con la que Lennon se sumó al proyecto fue «Strawberry Fields Forever», que suena como si la Alicia de Lewis Carroll emprendiese su viaje en el orfanato liverpudliano del cual el autor del tema tomó su nombre.
Su relación con el misticismo lo llevó a empujar al grupo a un seminario de meditación en la India junto al maharishi Mahesh Yogi, una experiencia que devendría en desencanto tras descubrir la diferencia entre la fe (cualquiera que fuere) y quienes la pregonan. Poco tiempo después, uno de sus paseos por la bohemia londinense lo llevó a conocer a la artista japonesa de vanguardia Yoko Ono. En un momento en el que tanto su relación con la banda como su propio matrimonio parecían deshacerse en migajas, Lennon encontró en Ono a alguien capaz de empujarlo hacia donde la creatividad lo estuviera llamando. Aun cuando los Beatles ya habían empezado a aceptar a la experimentación como forma válida de supervivencia, la dupla iba por más y grabó una trilogía de discos en sintonía con el ruidismo y la avant garde.
Mientras el sueño beatle se disolvía lentamente, Lennon se convirtió también en un militante pacifista. Así como en 1967 había compuesto el himno «All You Need Is Love», dos años después había llevado las cosas aún más allá cuando con Ono en lo que los medios llamaron «la cama de la paz», dos jornadas realizadas en Montreal y Ámsterdam, en las que la dupla, ya convertida en matrimonio, pasaba dos quincenas en la cama de un hotel y recibían a la prensa para manifestar su postura antibelicista. En la edición canadiense de estos encuentros, la pareja y algunos amigos grabaron «Give Peace a Chance» en su habitación y, dado que los Beatles seguían activos, publicaron la canción como compuesta junto a Paul McCartney.
Con el cambio de década y con la banda ya disuelta, Lennon se encargó de confirmar su propio presente a partir de la destrucción de su propio pasado. Plastic Ono Band, su debut formal como solista, puede ser visto como una declamación tras otra: «Mother» es un reclamo post mortem a su madre; «Working Class Hero», su des-idealización del orgullo obrero, y «God», la negación de toda creencia (ni los Beatles, ni Dylan, ni Elvis, ni Jesús, ni Buda) más allá de su relación con Ono. En 1971, su segundo álbum, Imagine, acaparó la atención por el tema que le daba título, pero también por «How Do You Sleep?», una iracunda y poco sutil diatriba dirigida a McCartney, de cuyo significado luego intentaría desligarse. Desencantado con su propio país en general y su política militar en particular, devolvió a la realeza británica la medalla de orden de mérito que había recibido con The Beatles en 1965 y se mudó a Nueva York.
En la Gran Manzana, Lennon se permitió codearse con la bohemia intelectual neoyorquina y obtuvo la paz que no había podido conseguir en su país natal. Retirado de los escenarios a los que volvía sólo invitado por artistas como Frank Zappa y Elton John, y sin agenda ni contratos leoninos, pasó por el estudio sólo cuando quiso. Tras un período sabático de absolutamente todo (incluido su matrimonio) que duró dos años pero hizo llamar «el fin de semana perdido», Lennon decidió priorizar su vida personal por cinco años. Su reaparición se dio en 1980, con la publicación de Double Fantasy, poco antes de su asesinato. Y aunque es difícil, cuando no imposible, pensar en dónde lo encontraría la carrera a sus 80 años, una entrevista con Playboy para promocionar el álbum parece tener la respuesta: «Todo el mundo siempre habla de que todo lo bueno llega a su final, como si la vida se hubiera acabado. Pero tendré 40 cuando salga esta entrevista. Paul tiene 38,Elton John, Bob Dylan… todos somos gente relativamente joven. El juego aún no ha terminado. Todo el mundo habla en términos del último disco o del último concierto de los Beatles, pero, si Dios quiere, quedan otros 40 años de productividad».
Fuente: La Nación