El tardío reconocimiento de la banda a su trabajo como compositor y el día que su mujer lo dejó por su amigo Eric Clapton y quedaron todos amigos. Su paranoia tras el asesinato de Lennon y el loco que entró a su mansión para matarlo
Lo llamaron el Beatle silencioso. Pero no fue un tipo callado. Sólo que ocultaba, o carecía, o no veía inteligente, el descaro vociferante de sus compañeros de aventura: John Lennon y Paul McCartney, dos genios de la música. Él, George Harrison, también fue un genio de la música, un genio esforzado, un labrador del pentagrama, al contrario que sus compinches que parían música como frases altisonantes.
Dos años después, en 1966, Lennon anunció que el cristianismo estaba en decadencia y que los Beatles eran más populares que Jesucristo. Eran los días en los que el grupo se volcaba al hinduismo, a la cultura oriental y a los gurúes. Entre Kennedy y Jesucristo, en junio de 1965, la reina Isabel II les había otorgado en el Palacio de Buckingham la Orden del Imperio Británico que los cuatro aceptaron sin ironías, sin zafarranchos de combate, sin indolencia y como buenos caballeros.
El día que la Reina Isabel II los condecoró con la Cruz de Miembro de la Excelentísima Orden del Imperio Británico (MBE su sigla en inglés)(thebeatles.com)
Harrison, que hoy hubiera cumplido ochenta años, estaba alejado de tanta ampulosidad. No era inocente, si algo tenían los Beatles es que no eran inocentes, pero este Beatle atinaba a sacar con cierta prudencia la cabeza de aquellas olas encrespadas de egos en trinchera, que terminó como debía terminar, con el adiós, el rencor, el remordimiento y la ruptura de la lámpara mágica: no la frotes más que el genio se hartó. El primero en pronosticar el desastre había sido Harrison, el callado.
Su historia empieza en Liverpool, devastada por los bombardeos nazis, el 25 de febrero de 1943. Tres años antes y bajo las bombas alemanas, había nacido Lennon y siete meses antes que él había nacido McCartney. Era hijo de un ex marino mercante que manejaba un colectivo en la ciudad y el menor de cuatro hermanos en una familia católica y con ascendencia irlandesa por parte de madre, y pobre de toda pobreza. “No teníamos baño –recordó en una de sus autobiografías- Lo que teníamos era una bañadera colgada en la pared del patio trasero. La entrábamos a la casa y la llenábamos con el agua caliente de ollas y pavas”.
Estudió sus primeros años en la escuela infantil Dovedale Road a la que también iba Lennon. No se conocieron: tres años es mucha diferencia a esa edad. A los once años, después de dar una prueba, George ingresó al Liverpool Institute for Boys, que hoy es el Liverpool Institute for Performing Arts, donde conoció a McCartney. Ambos crearon esos lazos de infancia que no se olvidan ni aunque se quiebren. Y este lazo no se quebró.
Harrison fue un chico, y un adulto, de salud frágil saboteada por los excesos de alcohol y drogas. Lo mató un cáncer en noviembre de 2001. A los doce años, una nefritis lo mandó al hospital y con los riñones entre algodones, juntó moneda por moneda para comprarle a otro chico, Raymond Hughes, su guitarra Egmond usada: tres libras y diez chelines. De paso, le pidió a Raymond que le enseñara los acordes básicos. Se dice fácil, pero no lo es: poné el primer dedo en tal cuerda del primer traste, el segundo dedo en tal cuerda… Un trabajo de picapedrero, pero así pasaba la música, de boca en boca y de dedo en dedo, entre los chicos que no tenían bañadera, entre otras cosas. “Incluso la música basura que odiábamos, nos gustara o no, tuvo alguna influencia entre nosotros”, recordó Harrison en su biografía I, Me, Mine. La correa de transmisión de la música en aquellos tiempos era la radio. Un día, mientras andaba en bicicleta por las calles de su barrio, George oyó Hotel de corazones destrozados en la voz y la guitarra de Elvis Presley: “De pronto, salió de la radio de alguien y se metió en mi cerebro para siempre”.
Uno de los primeros retratos de la banda, en 1960. De izquierda a derecha: Paul McCartney, Pete Best, George Harrison y John Lennon. (Photo by Hulton Archive/Getty Images)
Con una guitarra nueva, Harrison formó su primer conjunto, conjuntito si se quiere: lo integraba junto con su hermano Peter y con Arthur Kelly. Hacían “skiffle”. Buscaban. Tenían gran influencia de la música americana. El skiffle era un tipo de música que en los años ‘20 había puesto de moda los trabajadores negros y pobres que usaban instrumentos acústicos sencillos, baratos, caseros, con armonías también sencillas y caseras: música para no iniciados. Lo que ocurría que el rock and roll empujaba como un tren, borraba del mapa lo viejo, lo antiguo, lo formal. Era otra cosa, no skiffle. Elvis Presley, Bill Halley primero, Chuck Berry, Little Richard, Buddy Holly… esa gente representaba en la música lo que la flamante carrera espacial, la URSS había enviado al espacio un satélite artificial en 1957, representaba en el mundo que cambiaba por horas.
George dejó la escuela en 1959, a los dieciséis años, y aprendió los rudimentos del oficio de electricista, un salto hacia la música por llegar. En febrero de 1958 había visto en el Wilson Hall de Liverpool, frente a la estación de micros, a su amigo McCartney y al conjunto que integraba, The Quarrymen, el embrión de los Beatles. Supo que quería tocar con esa gente. Lo bochó Lennon, lo juzgó demasiado chico para ser parte de la banda. A esa edad, Harrison quince años y Lennon dieciocho, tres años también es mucha diferencia. McCartney insistió. Había en Lennon, y en parte de la banda, cierto desdén hacia el mocoso que quería ser uno de ellos. Finalmente Lennon dio el sí; tampoco fue un acto de generosidad: si bien Harrison todavía no era un virtuoso de la guitarra, su talento impresionó a quien sería el mandamás de Los Beatles, si es que hubo uno. Igual, se lo pusieron difícil. Primero fue seguidor de The Quarrymen, iba a los conciertos, estaba en los ensayos, ayudaba en todo lo que podía: nunca pudo evitar que lo vieran como al benjamín, que lo era, y como a un aprendiz, que no lo era, siempre a la sombra de Lennon y McCartney.
McCartney creía que Harrison iba a ser fundamental en el paso del skiffle, que también tocaba The Quarrymen, al rock, que era lo que se venía encima como una tromba. No se equivocaba. Cuando se incorporó a la banda, Lennon valoró mucho y tarde el talento de Harrison. Y años después, muertos Los Beatles y zarandeados todos por el rencor, Harrison diría de Lennon: “John ni siquiera sabía que las guitarras debían tener seis cuerdas”. Así fue como George Harrison fue parte de la formación inicial de Los Beatles. Como menor de edad, no debió tocar en algunos, varios, de los sitios donde se presentaron Los Beatles: cuando la banda viajó a Alemania en su virginal salida fuera de Inglaterra, Harrison fue deportado porque, además de ser menor, había entrado al país de manera ilegal.
En Liverpool, a principios de 1962. De izquierda a derecha: Pete Best, George Harrison, Paul McCartney, and John Lennon. (Photo by Michael Ochs Archives/Getty Images)
Lo que dio vuelta el viento se llamó Love me do. Estas líneas van a tratar de evitar lo que bien puede ser tomado como un catálogo discográfico, en beneficio de la historia de vida de Harrison. Pero Los Beatles crearon himnos, frases musicales que hicieron historia y marcaron a más de una generación. Algunos títulos son ineludibles. En 1962, el manager eterno de la banda, Brian Epstein, logró un contrato para el grupo con el sello EMI, un puntal de la discografía británica. Y los muchachos grabaron ese tema Love me do, rítmico, sencillo, pegadizo, pero un himno: “Ámame, sabes que te quiero, siempre seré fiel. Ámame. Alguien a quien amar, alguien nuevo. Alguien a quien amar. Alguien como tú. Así que, por favor. Ámame”. Si eso no es un himno… Dio la vuelta al mundo, lanzó a los chicos a la fama y convirtió a sus autores en marca registrada: Lennon y McCartney. No se hable más. Durante esa grabación Los Beatles se desprendieron del baterista Pete Best y tomaron a Ringo Starr en su lugar. La banda quedó así formada hasta su desintegración.
En pocos meses Los Beatles se convirtieron en un fenómeno de masas, un objeto de análisis bajo el microscopio de los sociólogos. Había nacido la beatlemanía y todavía nadie lo sabía. Una generación de chicos jóvenes, nacidos en Estados Unidos y Europa después de 1945 y del horror de la guerra, se había transformado en una masa compacta, con alto poder de consumo, que exigía un lugar en un mundo al que querían nuevo porque nuevas eran sus exigencias. Harrison fue el primero de la banda en viajar a Estados Unidos y no como músico, sino para visitar a su hermana Louise, en Illinois. Fue en septiembre de 1963 y Los Beatles eran casi desconocidos, como casi desconocida era la música pop británica en el mundo arrollador del rock. Faltaban sólo cinco meses para que la banda conquistara el mercado americano. En febrero de 1964 Los Beatles llegaron a Nueva York, dijeron aquello de Dallas y actuaron en El Show de Ed Sullivan, el programa más importante de la televisión de ese país. Hicieron historia. Desataron la beatlemanía, abrieron el mercado americano a las bandas inglesas, un fenómeno conocido como “Invasión británica” y se ganaron al mundo de su lado con su irreverencia, sus pelos largos, sus gritos, su rebeldía. ¿Qué hay que hacer para ser un Beatle?
Los Beatles en traje de baño, en el hotel Deauville de Miami Beach, previo a la presentación en el programa The Sullivan TV show
Fue entonces cuando Harrison se ganó el apodo de silencioso. Habló muy poco, no por parco sino porque debía cuidarse para el show en vivo con Ed Sullivan. Pero el apelativo, invento de la prensa americana, le caía bien. Harrison había gozado del privilegio, a veces extraño o incómodo, de ser famoso; pero cuando el asedio de la gente y de la prensa se hicieron pesados, Harrison construyó un vallado a su alrededor, un cerco que lo hiciera, si era posible, infranqueable, o al menos difícil de franquear. En eso se diferenciaba de Lennon y McCartney, que se deleitaban con el papel que les había dado el mundo, el de súper estrellas. Harrison fue el primero en ver que el tumulto atentaba contra Los Beatles. Los gritos de la multitud impedían a los músicos escucharse ellos mismos. De hecho, la banda dejó de tocar en público en 1966, una decisión impulsada, o al menos aplaudida por Harrison.
Su primera canción para la banda fue Don’t bother me (No me molestes), que escribió en un hotel del sur de Inglaterra mientras se recuperaba, otra vez la salud, de una gripe. Era un canto a la privacidad en medio del huracán de la fama. Fue el primer paso de una carrera casi perdida de antemano: luchar como autor contra esa única entidad, Lennon-McCartney, que consagraba a Los Beatles. Nunca lo tomaron en serio. Siempre tuvo la sensación de que sus temas eran dejados de lado por el dúo, o que eran incluidos en los discos de la banda casi como un favor personal. El productor George Martin llegó a admitir que nadie tomó en serio a Harrison, que cuando Lennon y McCartney aceptaban grabar uno de sus temas, lo hacían a su pesar y no ponían tanto empeño como cuando grababan una de las canciones de John y Paul. Martin reconoció que, con el tiempo, Harrison se convirtió en un extraordinario compositor, pero que todos se dieron cuenta cuando era tarde y los Beatles estaban a punto de separarse.
Una imagen del fenómeno que habían desatado Los Beatles. Los gritos de la multitud impedían a los músicos escucharse entre ellos en el escenario. (Foto AP)
McCartney, aquel amigo que había insistido en que Harrison integrara la banda, confesó que él y Lennon decidieron excluir a Harrison de su “sociedad compositora” y que no mostraban demasiado interés, ni fervor, cuando grababan uno de sus temas. Harrison reveló que uno de ellos, que él juzgaba como muy bueno, no fue tomado en serio por el dúo todopoderoso: “Creo que ni siquiera la tocaban”. Entonces invitó a su amigo, Eric Clapton, para que tocara el solo principal de ese tema, While my guitar gently sweep, y los demás supieran qué clase de composición tenían enfrente. “Componer –evocó Harrison- me daba un poco de miedo porque John y Paul lo hacían desde los tres años. Ellos ya habían escrito todas las canciones malas que se podían escribir mucho antes de que accediéramos a un estudio de grabación. Yo empecé de la nada y sentí que debía aportar algo que tuviera la calidad que merecía un álbum de Los Beatles”.
George Harrison con su entonces novia Pattie Boyd, con quien se casó un 9 de abril de 1964. (Photo by Larry Ellis/Daily Express/Hulton Archive/Getty Images)
En 1968, a instancias de Pattie, su mujer, Los Beatles se lanzaron a la aventura de la meditación trascendental en manos de Maharishi Mahesh Yogi. Habían tenido una experiencia en Gales el año anterior interrumpida en agosto por la brusca muerte de Brian Epstein por una sobredosis. Quién sabe qué buscaban los otrora Fabulosos Cuatro. El mundo conceptual de occidente ya no los contenía; se abrían, o sintieron que debían abrirse, a otros mundos, a otros dioses, a otras ideas. También es cierto que se desintegraban. Las broncas entre Harrison, Lennon y McCartney crecieron después de la muerte de Epstein; de pronto, a McCartney ya no le gustaba cómo tocaba George la guitarra. En un documental que llevó el título de otro himno de Los Beatles, Let it be (Déjalo ser), Harrison dice con sorna a McCartney: “Bueno, no me importa. Tocaré lo que quieras que toque, o no tocaré nada si no quieres que toque nada. Todo lo que sea por complacerte, lo haré”. Ninguno de los cuatro cabía ya en los cuatro.
La experiencia de Los Beatles en la India. George Harrison quedó fascinado
La experiencia con el Maharashi en Rishkesh, India, terminó en poco menos que en desastre. La compartieron, a su modo, Mia Farrow y sus hermanos, Mike Love y los Beach Boys entre otros. Cada quien huyó a su modo después de algunas semanas de extremo minimalismo y acendrada mugre. Los primeros, Ringo Starr y su mujer, Maureen. A las tres semanas huyó McCartney, que elogió el clima adecuado para componer, pero ya está bien, gracias. Y el resto dijo adiós cuando el Maharashi, que había cosechado fama con su flamante profesión de guía espiritual de Los Beatles, les pidió el quince por ciento de sus regalías mundiales. Pero Harrison siguió fascinado y deslumbrado con el mundo espiritual de la India. “Me hace sentir mejor. Cada vez me siento más feliz. Siento que no tengo límites y que puedo controlar mejor mi cuerpo”, dijo. Sin embargo, esa espiritualidad chocaba con su paganismo, del que no había abdicado. Su mujer reveló: “Podía ser espiritual y limpio y meditar por horas. Pero si los placeres de la carne se hacían irresistibles, dejaba de meditar, aspiraba cocaína, se divertía, coqueteaba con mujeres y se iba de juerga”.
Pattie Boyd dejó a George por su amigo Eric Clapton y quedaron todos amigos (Photo by John Rodgers/Redferns)
A finales de los años 60, Eric Clapton, el gran amigo de Harrison, se enamoró de su mujer, Pattie Boyd. En su biografía, Clapton reveló: “Empecé a ir a la casa de Friar Park (en referencia a la mansión de ciento veinte habitaciones y estudio propio de grabación de Harrison) con la esperanza de que George estuviese fuera de casa y así poder pasar unos momentos a solas con Pattie. Una noche fui allí y me los encontré a los dos en la cama con el actor John Hurt. Me quedé un poco perplejo, pero George se hizo cargo de todo, me dio una guitarra y nos pusimos a tocar”.
Finalmente Pattie dejó a George por Eric. Después de componer un tema que destilaba rencor por el abandono, “los eché a los dos” decía uno de sus versos, George tornó a la comprensión: “Prefiero que Pattie esté con un amigo, con alguien a quien estimo”. Cuando Pattie se casó con Clapton, el 2 de septiembre de 1978, Harrison tocó en la boda junto a Paul McCartney y a Ringo Starr. Let it be, George.
Harrison en el Royal Festival Hall con el maestro Ravi Shankar, en los tiempos que ayudó a organizar el Concierto de Bangladesh, primer espectáculo benéfico y masivo de rock. (Photo by Evening Standard/Getty Images)
Con Los Beatles separados, Harrison se convirtió en el primer ex Beatle en grabar un álbum propio. En 1971 organizó junto a Ravi Shankar el Concierto por Bangladesh, el primer espectáculo benéfico y masivo de rock, en el Madison Square Garden de New York, dos sesiones, cuarenta mil personas, para recaudar fondos destinados a paliar el hambre y la miseria de los refugiados en Pakistán Occidental. Allí reunió a Eric Clapton, a Bob Dylan, a Billy Preston, a Ringo Starr y a Leon Russell, entre otros. Grabó discos brillantes como Living in the material world y Dark horse, que sería el nombre de su propio sello discográfico en Estados Unidos, para el que grabó Thirty Tree & 1/3. Al parecer, sus dudas como compositor habían terminado.
Conoció a Olivia Trinidad Arias, que sería su segunda mujer, la madre de su hijo, Dhani y la responsable, evocó alguna vez, de que dejara la vida de adicciones que llevaba. Volvió a participar de algunos reencuentros y evocaciones con los viejos Beatles, participó de Imagine, de Lennon, pero supo siempre que aquel sueño se había terminado. Fue el primero que lo supo, cuando todavía no había terminado.
El asesinato de John Lennon dejó paraonico a George que armó una muralla en su mansión
La mañana del 8 de diciembre de 1980, a la salida del edificio Dakota donde vivía John Lennon, frente al Central Park de New York, un tipo lo encaró en la puerta y le pidió por favor que le firmara un autógrafo. Lennon firmó, se fue y el tipo, Mark David Chapman, se quedó por allí hasta las once menos diez de la noche. Cuando Lennon regresó a casa, Chapman lo vio llegar, volvió a saludarlo con una inclinación de cabeza, lo dejó pasar y después le disparó cinco balazos en la espalda.
El asesinato de Lennon sacudió a Harrison. No sólo por lo que implicaba la muerte de su amigo, hasta los rencores habían quedado de lado, sino porque acrecentaron sus nunca olvidados y justificados temores paranoicos. George levantó un muro con cables metálicos, cámaras de seguridad y reflectores en Friar Park, una mansión neogótica de ciento veinte habitaciones en Henley-on-Thames, a unos sesenta kilómetros de Londres. También hizo colocar carteles en diferentes idiomas, cada uno con su bandera, que indicaban que estaba prohibido el paso. Uno de ellos, con la bandera de Estados Unidos, rezaba “Sacá tu culo de aquí”. Después se alejó por cinco años de la vida pública.
Entendió también que una época había terminado, que su música había quedado en el tiempo, que las tendencias mundiales ahora eran otras, no importaba cuáles, eran otras; según el biógrafo Simon Leg, “aceptó con elegancia su destino de dinosaurio del rock”. Se replegó, como un ejército en derrota, a la vida doméstica y a otros negocios. Había patrocinado años antes La vida de Brian, la desopilante visión de la vida de Cristo encarada por los irreverentes de Monty Python. Era también un amante de la velocidad, y frecuentó a Niki Lauda, a Graham Hill y a Jackie Stewart, tres ases de la Fórmula 1.
En 1991 encaró con Eric Clapton una gira por Japón que luego fue un álbum doble y en 1995 se unió a McCartney y a Ringo Starr para recordar la vida, la gloria y la leyenda de Los Beatles. Fue una monumental obra que incluyó una serie documental, un libro y tres discos con grabaciones perdidas y dos temas inéditos de Lennon a los que terminaron de escribir y armonizar.
Una vista de la mansión victoriana de George Harrison en Inglaterra donde entró un chiflado a darle puntazos (Photograph by David Goddard/Getty Images).
El 30 de diciembre de 1999, un chiflado entró a Friar Park e intentó asesinarlo. Atravesó alambres, pasó inadvertido ante las cámaras, rompió los cristales de la casa con una estatua de San Jorge que derrota al dragón y entró por el ventanal destrozado, cuchillo en mano, como en su casa. El ruido había alertado a Olivia y Olivia había despertado a George que bajó a enfrentarse con el delincuente. Fue una lucha sangrienta, el tipo le dio cuarenta puntazos a Harrison, uno que le perforó el pulmón y otro que se detuvo a centímetros del corazón. Olivia atacó al tipo primero con un atizador de la chimenea, y en medio de un charco resbaloso de sangre, la mujer eligió una pesada lámpara de metal para desmayarlo.
Cuando llegó la policía y lo detuvo, murmuraba “Lo hice, lo hice”. Era Michael Abram, de treinta y tres años, un chiflado que creía que Los Beatles estaban poseídos, que eran como brujas que volaban, y que él sólo cumplía con una misión divina: eliminar a Harrison, hechicero del mal, un brujo poseído por los demonios. La mamá de Abram declaró en el juicio que su hijo padecía problemas mentales, por si hacía falta aclararlo; que había sido adicto a la heroína, veía objetos salir de las paredes y escuchaba voces en su cabeza. Lo declararon penalmente no responsable de los hechos, dada su chifladura.
Harrison salvó su vida por milagro. La puñalada más grave obligó a los cirujanos a extirparle parte de la sección alta del pulmón derecho. Nunca se recuperó del todo. Eran sus pulmones los que estaban golpeados por el cáncer. A mediados de los ‘90 había librado una batalla desigual con la enfermedad de la que había salido con un triunfo leve pero con dos operaciones grandes en boca y pulmón: además de sus excesos con la droga y el alcohol, Harrison había sido un fumador empedernido.
George Harrison con su segunda mujer Olivia, en una fiesta en Londres (Photo by Dave Benett/Getty Images)
El tumor en pulmón volvió a atacar en 2001, ahora con una metástasis en cerebro. Harrison se sometió a tratamientos tremendos en Suiza y Nueva York, hasta que el 22 de noviembre los médicos le dijeron que ya no se podía hacer más nada. Lo mandaron a casa con cuidados paliativos, para que pasara sus últimos días en familia y con amigos. Dio las últimas indicaciones a Olivia y a su hijo Dhani sobre esos proyectos que la muerte deja inconclusos y tontos. Después, organizó un último encuentro con Paul y con Ringo. A solas y en secreto. Harrison quería evitar a su familia esos últimos días en la casa y, además, temía que la mansión se convirtiese en un lugar de culto para mitómanos o para chiflados que oyen voces. Olivia recordó entonces que McCartney era dueño de una villa en Beverly Hills, Los Ángeles y Paul la ofreció enseguida. Tal vez en honor de aquellos viejos buenos tiempos en que los chicos aprendían cómo tocar la guitarra boca a boca y dedo a dedo.
Allí murió George Harrison el 29 de noviembre de 2001, a los cincuenta y ocho años.
Seguir leyendo:“I, me, mine” es la autobiografía definitiva de George Harrison, un hombre espiritualUna mansión de 120 habitaciones, un intruso y 40 puñaladas: la noche en que quisieron asesinar a George Harrison
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