Hay algo inolvidable en cada tema, una identidad en la que se aloja en las gargantas de quienes corean todas las letras, porque ya son parte de la existencia, de la meteorología cálida, cómplice, quieta de vientos viajeros. Las cabezas se apoyan en los versos y esa armonía se nota. Aún hay sitios donde, por unas horas, mucha gente a la vez se siente a salvo.
El espectáculo de Serrat es escuchar en él tantas cosas que alguna, cada quien a su manera, siente, o teme, o ama, o espera, o ha perdido. Por ejemplo, los placeres ingenuos (no inocentes) de la juventud. A veces la vida se traduce mejor desde el universo propio de sus letras.
La voz fue calentando despacio. Pero el silencio tuvo remates de aplausos desde los primeros versos. Ricardo Miralles (con reloj de muñeca que cuenta pulsaciones) y los siete músicos daban al cantor un rumor de galaxia buena. Y ya sonaba ‘El carrusel del Furo’ con diorama de atracción de feria al fondo. «Mis canciones son suyas, se las han ganado», dijo. Serrat sabe hablarle al público como un ‘speaker’ y hacer del concierto un repertorio de anécdotas con que un amigo te cuenta el ‘Romance de Curro El Palmo’. Y suena a lo que es: un quebranto y un «manojillo de escarcha». Se sienta el cantor en una silla de café, con mesa estilo velador, y bebe de un agua que debió ser en el romance un ‘machaquito’. La teatralidad de Serrat es eficaz. Es sabia.
Después del romance de ecos lorquianos, Serrat y la banda sube en un loop que enfila ‘Señora’. Pasea el tema por el escenario. Ya no es el noi de Poble Sec, pero tiene el swing extraño de sí mismo. Algunos personajes envejecen de un modo distinto. Sucede igual con algunos versos. Suenan los de ‘Lucía’. En la garganta le asoma el temblor de los momentos en que se dicen cosas que el tiempo aún no ha derrotado.
El repertorio de esta gira final va desde los últimos años 60 y de ahí pasa por todas las décadas, sin olvidar el compadreo sabiniano, ya en el siglo XXI. Para entender lo que supone la mercancía de este creador en el ideario colectivo de medio siglo de país basta con escuchar 6.000 voces coreando. Aplaudiendo a Miguel Hernández, «porque es un deber de España y un deber de amor». Van las ‘Nanas de la cebolla’. Va ‘Para la libertad’. Y el recuerdo de la madre aragonesa que salió huérfana y niña de Belchite andando hasta Barcelona. ‘Canción de cuna’ la canta en español y en un catalán que también es casa y lo es de todos. Como lo es ‘Puede ser un gran día’.
Algo más de dos horas de concierto, de tres bises, de hacer de la memoria una gruta donde la realidad es mucho mejor cuando se imagina. ‘Tu nombre me sabe a yerba’. O ‘Aquellas pequeñas cosas’. O el emblemático ‘Cantares’ de Machado. Golpe. Verso. Gente en pie por el poeta… Y seis mil ciudadanos directamente estallando en un fervor de todos a una cuando suena, muy al final, ese artefacto impecable que suena a siempre y a siglo de los siglos. ‘Mediterráneo’. La ‘piedra rosetta’ de Joan Manuel Serrat. Hablamos de algo más que de la mar.
Fuente: El Mundo