Afiches de una muestra en honor a Beethoven en la Biblioteca Nacional de Austria, en diciembre del año pasado.
Los músicos solemos evitar poner en palabras aquello que nos atraviesa en el momento de estar haciendo música. Nos domina una especie de pudor, incluso de temor a que aquello que al tocar se manifiesta, se diluya en esas palabras. La música es un lenguaje al que toda la humanidad tiene acceso aun sin necesidad de instrucción ni sapiencia. Cuenta con el poder de llegar a lo más hondo y recóndito del alma.
¿Qué ejecutamos los músicos al interpretar las obras de Beethoven?
Nadie lo ignora: Beethoven fue un revolucionario. Pero ¿por qué? ¿Qué fue, qué es -en el sentido musicalmente más puro-, aquello que resulta tan nuevo y movilizante en él? Luego de Mozart, su más cercano antecesor, y con quien fue dicho todo lo que el clasicismo era capaz de expresar, llega con Beethoven el personaje que dará forma a un nuevo concepto de lo que es un músico. Ya no un empleado de las cortes, ya no alguien a quien solo se le encarga componer para cumplir una función determinada, sea de entretenimiento, de sustento de la danza o de la expresión religiosa. Esa libertad hecha música, ese hombre expresado en su individualidad más intensa y salvaje, nace con Beethoven.
Él encarna el drama humano y la universalidad de los más crudos conflictos. Lo individual y lo colectivo. Él es la integración de los opuestos. Hizo del contraste el signo de su mensaje. Su historia, su amor por la música, su sordera, el infierno vivido a partir de ella: todo está expuesto en su obra de la manera más descarnada y brutal. Su carácter iracundo, díscolo, extremo, sus estallidos, todo irrumpe hecho música en acentos y sforzatos nunca antes plasmados de esa manera en una partitura. Aparecen sin aviso en los tiempos débiles del compás, donde antes estaban vedados. Explotan. Casi contra natura.
Las indicaciones dinámicas y los matices son también llevados a los extremos. Fortes, fortíssimos, pianos y pianíssimos se conjugan casi siempre sin intermediación alguna, llevando la expresividad sonora y emocional a un terreno de bipolaridad y aparente desequilibrio. Sólo aparente. La forma y las proporciones se desbordan, se ensanchan. Sin embargo, el equilibrio final y la armonía de los opuestos todo lo sostiene.
Verdad, bondad, belleza
Nunca antes la obsesión como expresión del carácter y la propia personalidad había sido manifestada tan literalmente mediante la repetición de una idea expuesta una, dos, tres y hasta cuatro veces seguidas. Beethoven alcanzó un gran nivel de expresividad e intensidad en esta repetición in crescendo, sin caer en la redundancia. Beethoven no cansa. No agota. Repite, persiste, reniega, tensa, se rebela, estalla, y compensa. Siempre compensa. Si fue brusco, incluso brutal, será dolcíssimo al mismo nivel inmediatamente después. Si fue la orquesta en un tutti al unísono en un acorde fortíssimo y vertical, aparecerá luego una voz solitaria y lírica cantando en el contraste del tiempo y la horizontalidad. Las ideas y los temas se repiten, pero cambian los soportes, los timbres, los grupos instrumentales, la orquestación. Se despliegan como un tornasol sonoro que puede verse incluso en el movimiento de los arcos cuando el tema va pasando de un lugar a otro de la orquesta. O del piano incluso, cuando abre el abanico de todos los registros posibles. Y dialogan. Lo singular y lo diverso, lo simple y lo complejo, lo terrenal y lo celestial simultáneamente. Como en la naturaleza y el tiempo, los días, las noches, las estaciones, todo en su música se sucede, retorna, y a la vez siempre sorprende con la impronta de lo nuevo como un signo distintivo.
«De modo -nos dice Beethoven- que todo es ilusión, la amistad, el reino, el imperio, ¡todo no es más que una bruma que puede dispersarse con un soplo de viento!» Pero, añade, puede «reconstituirse otra vez de diferente modo».
Su amor a la Naturaleza, su relación con ella como fuente de inspiración y sosiego está expresada en muchas de sus obras, aunque en la Sinfonía N°6, llamada «Pastoral», lo está de la manera más evidente. Así lo manifiestan sus palabras: «Parece como si en el campo, todos los árboles me dijeran ¡Santo! ¡Santo! ¿Quién puede expresar cabalmente el éxtasis de los bosques? Nadie puede amar tanto como yo el campo».
La autenticidad y visceralidad de su mensaje es tal que cualquier intervención que no se ajuste a aquello que está escrito, lo pervierte. Por supuesto, esto no quiere decir que la música de Beethoven no admita interpretaciones. ¿De qué otro modo ejecutarlo, si no? Las hay variadas y magistrales, y cada una es única en su lectura, pero su texto pide ser respetado con la veneración que inspira lo sagrado. Sólo así el mensaje se revela en su verdadera dimensión.
¿Cómo puede un hombre, llamado a componer música, enfrentar la paradoja de sufrir el peor de los tormentos, la pérdida del sentido esencial para la realización de su misión? La sordera y sus consecuencias en la vida de Beethoven se transforman en el desafío más descarnado y extremo que debió padecer. Y el asombro nos gana, junto con la admiración, al ser testigos de esa capacidad prodigiosa para ir más allá del infierno, sobrevivir y elevarse a lo más alto en su mensaje.
Un mensaje universal
La pianista argentina Ingrid Fliter dice: «Desde siempre me han fascinado su fuerza, su sentido dramático, su infinita ternura. Él nos demuestra que en los momentos más oscuros de nuestra vida, en donde pareciera no existir una vía de salida, la ironía y el humor pueden resultar catalizadores de sentimientos profundos y trascendentales. Beethoven nos revela el triunfo del espíritu sobre la materia».
A su vez, el director de orquesta Alejo Pérez lo retrata de este modo: «La hondura infinita de su obra? pienso en la Missa Solemnis, en los últimos cuartetos, su tratamiento absolutamente auténtico del sonido y la materia, Michelangelo enfrentado al mármol. Con él tengo siempre la sensación de asomarme al mundo de las ideas puras, casi siguiendo el mito platónico. Con él se me hace entendible aquel axioma medieval según el cual la belleza es por añadidura también la verdad, y también la bondad».
Hacer silencio
Por último, ¿qué papel ha jugado el silencio en su obra? ¿De qué manera ha sido tratado aquello que se supone contrario a la materia de la que está hecha la música? Sin duda, aquel silencio atroz que fuera resultado de su sordera, de la imposibilidad de oír lo que otros quisieran decirle, fue su mayor tormento. En lo musical, la tensión extrema que contienen los silencios son también una novedad; entre otras cosas, por el lugar donde son situados. Y el modo como están escritos. La capacidad de detenerlo todo en seco, como si se estuviera delante de un abismo luego del mayor de los desenfrenos, es una vivencia tan espeluznante como difícil de ejecutar. Toda aquella energía creativa que se acumuló en forma de frases y tensión estructurada hasta llegar al punto culminante, cesa muchas veces bruscamente. El silencio es un grito en él. Desgarrador. Con él relaja, resigna el caudal anterior. Y liberado ya de toda furia, habiéndola agotado, se eleva hacia su naturaleza opuesta.
¿Cuántas veces, ya sea como ejecutantes o espectadores, hemos experimentado en una presentación en vivo la necesidad de sostener el silencio final de un movimiento, donde el tiempo se detiene, donde todo fue ya dicho y experimentar la intensidad de ese «no tiempo»? Aplaudir es casi un sacrilegio en esos momentos. Algo antinatural. El eco de lo que fue ejecutado vibra en el aire tratando de ser asimilado. Palpita todavía en la piel. El silencio entonces es contemplación, la mayor de las ofrendas posibles.
La autora es pianista
Fuente: Ana Victoria Chaves, La Nación