¿Era George Martin el quinto beatle? ¿O el manager Brian Epstein? ¿Y el cuarto Soda? ¿Era Richard Coleman, el “Zorrito” Quintiero, Tweety González o Daniel Melero? ¿Es cierto que Jagger, Richards, Brian Jones, Bill Wyman y Charlie Watts consideraban al pianista Ian Stewart como el sexto stone pero no lo incluían en la formación porque era demasiado feo para salir en las fotos? Desde que el rock es rock las bandas tienen, además de sus integrantes oficiales, otros miembros periféricos que forman parte de su mundo y su leyenda: colaboradores, invitados, allegados, plomos, gurús (los Fab Four tuvieron al Maharishi Mahesh Yogi y Arco Iris a su “guía espiritual” Dana, que aportaba algunas voces de vez en cuando) y representantes de algunos otros gremios -digamos- no muy legales. Sin embargo, algunas veces se da la particularidad de que esos personajes cercanos al grupo, apenas menos relevantes para el mito que cualquiera que toque instrumentos o cante, no son de carne y hueso.
“La idea que derivó del nombre fue la de crear un personaje que no fuese ninguno de nosotros. Una suerte de padrino mafioso que se había ganado la reverencia de sus seguidores. Nosotros veníamos a ser apenas sachets vacíos, artistas existenciales por los que pasaban una energía buena cuando estaban en vena. Así lo pintamos a Patricio -un tipo que tenía un piso en la rue de l’Epée de París y había colgado un Mondrian en el ascensor-… ¡tenía toda la guita del mundo!”. Así describe en sus memorias Recuerdos que mienten un poco (Editorial Sudamericana, 2019) el Indio Solari a esa especie de mito supraterrenal que los guía llamado Patricio Rey, tan encastrado en el imaginario del grupo que muchas veces se lo ha confundido -más que nada en ámbitos no muy rockeros- con el cantante.
Mientras que Solari atribuye la inspiración a una cuestión de lo más mundana (el polvo para hornear Royal había creado en los 70 una cocinera ficticia llamada Patricia Rey, con fines publicitarios), Rocambole -otro que tranquilamente podría ser un Redondo más- declaró que hay una figura real detrás del nombre: el artista plástico Francisco “Pancho” Silva, que vivía en Cafayate y desde ahí “siempre estuvo pensando y dando las directivas que nosotros después hacíamos”. Silva, también amigo de Federico Moura y colaborador de Virus, murió en 2017.
Una entidad etérea que mueve los hilos a la distancia, vaya y pase. Pero, ¿puede un artículo de utilería convertirse en otro “integrante” de un grupo? Algo así pasó con Pink Floyd y su famoso cerdo inflable, Algie, que estaba tan unido a la identidad de la banda que terminó siendo el centro de una demanda por su “custodia”. Diseñado por Roger Waters y construido por el artista Jeffrey Shaw para la foto de tapa del disco Animals (1977), la aparición del chancho era uno de los momentos más esperados de los shows posteriores (los del tour de ese álbum y los de la gira de The Wall). Cuando el bajista se fue del grupo y demandó a sus compañeros por el nombre, él y Gilmour se disputaron al cerdo por vía judicial. Waters ganó la contienda y se quedó con los derechos de uso, pero los Pink Floyd que siguieron le encontraron la vuelta: le agregaron dos prominentes testículos al muñeco y continuaron usándolo en sus conciertos.
De Eddie the Head a otras mascotas del heavy metal
Queda para el final el apartado mascotas, que le ha dado -más que a cualquier otro género- al heavy metal una cantidad considerable de personajes ficticios extra musicales casi tan trascendentes como los seres humanos que suben al escenario.
Algunos se repiten en la gráfica de discos, afiches y merchandising, como Henry, el ángel caído que el diseñador Richard Evans creó para Black Sabbath en la época de Technical Ecstasy, de 1976); o Snaggletooth, el cerdo/perro/lobo que Joe Petagno imaginó para el debut homónimo de Motörhead (1977) y que de ahí en más el grupo nunca dejó de usar en portadas de álbumes, telones de escenario, remeras, posters y más.
Otros incluso traspasan las dos dimensiones. Uno de los “integrantes no músicos” más célebres de una banda de metal es Vic Rattlehead, la calavera con los oídos y los ojos tapados y la mandíbula cosida (a modo de simbolismo para la censura) que Dave Mustaine concibió para el arte de tapa de Killing Is My Business… and Business Is Good! (1985). Vic, cuya creación se describe en la canción “The Skull Beneath the Skin”, no sólo se usó en la gráfica de la banda en múltiples encarnaciones: también se sube al escenario interpretado por un actor durante los conciertos.
Algo similar pasa con Eddie the Head, la mascota de Iron Maiden que debutó en el single “Running Free” (1980) y a partir de ahí se usó en cada lanzamiento de la banda, siempre con un atuendo diferente: un paciente psiquiátrico lobotomizado en Piece of Mind (1983), una momia en Powerslave (1984), un zombie en Live After Death (1985), etc. En cada gira, Eddie adopta el look que usó para la tapa del disco que se está presentando y aparece en escena, generalmente durante la canción “Iron Maiden”. No integra el staff, no hace música y -desde ya- ni siquiera es humano, y sin embargo no sólo es parte del imaginario del grupo: es prácticamente un sinónimo de él.
Fuente: Diego Mancusi, La Nación