Las divinas sorben daiquiris y cuchichean. Una de las chicas está fuera de foco, en el sentido de no encajar con la normativa social de mujer joven y bella. Se llama Muriel y según las divinas es gorda, deprimente y escucha música de los 70. «¡Estamos en los 90!», le grita una de ellas y Muriel, despreciada en la categoría de aspirante a novia, rompe a llorar. En la escena siguiente, Muriel pone un casette en un radiograbador rosa y la vemos musitar la letra de «Dancing Queen» de Abba como si estuviera silabeando la peor pesadilla oscura de The Cure.
Su habitación es un santuario, una abbadía plagada de fotos y pósters de los «Beatles suecos»: Björn, Benny, Agnetha y Frida en el cielo con diamantes. Estamos en 1994 y en la película australiana El casamiento de Muriel, el director P.J. Hogan resignificaba el catálogo millonario que Abba produjo en los 70 con el mismo efecto que por entonces Kurt Cobain quería para la música de Nirvana: convertirlo en el sonido furioso de los inadaptados, de los que no encajan. «Dancing Queen», que vuelve primero en el largometraje en versión orquestal y luego en la conmovedora escena final de la película, adquiere allí la energía liberadora que, en esos primeros años 90, podíamos adjudicarle a «Smells like Teen Spirit». Solo que sin ruidismo ni gritos, sin musculatura de rock grunge, haciendo de ese «euro disco de cuento de hadas» un manifiesto de lo que hoy llamamos queer. Para Muriel, el personaje que catapultó a la fama a la actriz Toni Colette (Australia, 1972), el sonido cristalino y la estética camp de Abba existen para redimirla de todo el desprecio que ese mundo (una familia catatónica, surfers musculosos, las mencionadas divinas) siente por ella.»Dancing Queen» en el desenlace de El casamiento de Muriel (1994), de PJ Hogan – Fuente: YouTube
En pleno auge del rock alternativo, la emergencia del brit pop y la influencia estética del hip hop y la electrónica, «Dancing Queen» volvía en esa película de 1994 como un boomerang para recordarnos la sencillez demoledora de su mensaje («Puedes bailar, pasarla como nunca») en clave de himno anti-bullying. Un máster de defensa personal en un estribillo. A partir de Muriel, no más consumo irónico: Abba es cosa seria.
«Dancing Queen» apareció originalmente como segundo single adelanto del álbum Arrival –el cuarto del cuarteto angelado– en agosto de 1976, pero ya había sido grabada durante los últimos meses de 1975. Un año antes, 1974, los suecos se habían quedado con el primer premio del popular concurso Eurovision con una canción llamada «Waterloo». Y ése fue el vero comienzo de lo que no podría llamarse sino Abbamanía. Con una audiencia masiva de TV, Abba se apoderó del escenario del Brighton Dome con el brillo de un outfit influido por el estilo glam: botas plateadas, trajes de raso, la guitarra con forma de estrella irregular de Björn Ulvaeus, el estilo monárquico del pianista Benny Anderson. Los acompañó una orquesta dirigida por Sven-Olof Waldoff, quien tomó la batuta vestido de Napoleón, como para que el circo fuera completo. Y las chicas, el centro de atención mundial del grupo, estrenaron una coreografía que se volvió lingua franca gestual de karaoke. Frida (Anni-Frid Lynsgtad), la morocha, y Agnetha Faltskog, la rubia, cantan apuntándose a los ojos y, luego, en sincro, atacan la cámara. Infalible.
Con «Waterloo», Abba desplazó a las favoritas del concurso musical, Olivia Newton John (Inglaterra) y Cigliola Cinquetti (Italia), al cuarto y segundo lugar, respectivamente, y desplegó un dominio que solo puede ser definido como napoleónico sobre el pop. Los llevó a ser el grupo más taquillero de los 70 (sus ingresos superaban a los de la automotriz Volvo) y sumar al día de hoy unos 400 millones de discos vendidos en todo el mundo. En la era del streaming, Abba suma 10.624.937 oyentes mensuales en Spotify. Su canción más escuchada es «Dancing Queen», a la cabeza de un top 5 soñado: «Gimme Gimme», «The Winner Takes it All», «Mamma Mia», «Super Trouper».
Es curioso que «Dancing Queen» haya aparecido unos meses antes de que los Sex Pistols practicaran la sedición artística en Londres, vapuleando a la monarquía con su virulento «God Save the Queen». Mientras el grupo que mejor expresó al punk como estética cantaba esa canción desde un barco alquilado durante el jubileo de Isabel II, los Abba estrenaron su hitazo en una gala por la boda real de Carlos XVI Gustavo de Suecia y Silvia Sommerlath, la reina danzante original y madre de Victoria, actual heredera de la corona sueca. Extremos –de lo anárquico a lo cortesano– del uso político de una canción, Sex Pistols y Abba compartieron una época en la que música pop marcaba la agenda de una manera que hoy solo lo hace la tecnología.
El single de la canción más escuchada (y acaso la mejor) de Abba se editó con «That’s Me», otra canción de Arrival, como lado B. El sobre del disco mostraba al cuarteto (dos parejas ensambladas, como Fleetwood Mac) vestido enteramente con sombreros blancos. En esa cubierta también estrenaron el inoxidable logo diseñado por Rude Soderqvist. Pero lo fundamental sucedía (sucede) una vez que se le daba play al objeto. Luego de un glissando de piano memorable, las voces de Frida y Agnetha tomaban el centro de esta fantasía hedonista donde parecen empoderar al oyente: «Eres la reina del baile, dulce y joven, de solo diecisiete, reina del baile».
Sencillas, casi pueriles, las palabras se vuelven monumentales por el efecto de la canción, que es enunciada directamente desde el estribillo y mantiene su estructura de ostinato (se obstina en no ceder intensidad) a caballo de una base disco y la producción preciosista de Anderson y Ulvaeus. Una adaptación nórdica de la pared de sonido de Phil Spector y los experimentos de Giorgio Moroder con Donna Summer, «Dancing Queen» y «Gimme Gimme» (cuya intro Madonna usaría como ready made en «Hung Up») definen una forma europea de música disco, en la que al dancefloor se le suma una delgada capa de hielo. Las armonías vocales, los arreglos de cuerdas y las intervenciones quirúrgicas del piano hacen que Abba se deslice por la pista en patines con cuchillas.
En «Dancing Queen» hay algo atávico del folclore europeo. Esa idea de una voz que dota de poderes al que escucha parece la versión pop de los ancestrales cuentos de hadas, efecto que se termina de completar con la imagen de las chicas ABBA, oscilando entre la atracción sexual (el cine alimentaba el imaginario de una Escandinavia caliente) y el mito occidental de los ángeles (ellas mismas cantaban «I Believe in Angels»). Abba podía resultar cursi y kitsch pero al mismo tiempo también sublime, inalcanzable. Erasure le dio forma de tecno pop a ese sentimiento paradojal con Abbaesque (traducible como «abbaesco»), el EP que editaron en 1992 con cinco covers que reinvindicaban a los suecos desde una perspectiva gay.
«Dancing Queen» llegó al número uno en el Reino Unido, Australia, Estados Unidos, Japón, México, Canadá, Holanda, Alemania, Bélgica, Irlanda, Suecia y Sudáfrica. En la Argentina no hay datos del simple, pero se sabe que el álbum Gracias por la música vendió 500.000 discos en 1980. Se trató de una versión de los hits de Abba en español producida por la RCA de Buenos Aires, a partir del éxito enorme que había tenido en 1979 la versión en castellano de «Chiquitita». En el álbum, Frida y Agnetha cantaban a partir de las traducciones y adaptaciones de Buddy y Mary McCluskey, ejecutivos de la discográfica, con apoyo de la periodista Ana Martínez del Valle. En Gracias por la música, «Dancing Queen» se llamó «La reina del baile» (un título casi de Cacho Castaña) y no estuvo entre los cinco simples que se hicieron del disco. Las chicas cantan con un acento torcido, y la versión pierde encanto fuera del inglés original. Pero quizás haya sido suficiente para que, en secreto, alguna Muriel argentina brillara por dentro como eso, una «Dancing Queen».
Fuente: La Nación