El tiempo muerto no existe. A comienzos de 1974, mientras esperaban turno para finalizar su propio disco, tres músicos «sudacas» instalaron sus carpas alrededor de una casa en las afueras de París. Todas las mañanas, la actriz y cantanteAnnie Nobel desayunaba y salía al jardín para despertar a sus huéspedes. Aunque tenían mucho trabajo por delante, los tipos encendían religiosamente sus cigarrillos y comenzaban a imaginar los arreglos para Chroniques Terriennes: el disco de chansonmulticultural que la rubia Annie preparaba con su socio Philippe Richeux. Los sudamericanos no tenían oficio, pero tenían una banda llamada Nada y un as de espadas en la manga de la camisa.
«Yo amaba enormemente a Miguel Abuelo -dijo Annie, mucho tiempo después-. Era alguien con un feeling infernal, muy generoso. Me amaba mucho, también. Pero nuestra relación debió cesar después de la grabación del disco, cuando su mujer volvió de Mallorca con su pequeño hijo». Annie y Miguel no se volvieron a ver nunca más, pero nadie se puso a «paniquear». En el código nunca escrito del peregrinaje setentista, esa era una de las reglas de oro. «Es necesario no asustarse de partir y volver, camaradas -había escrito Tuñón, durante sus días parisinos-. Estamos en una encrucijada de caminos que parten y caminos que vuelven».
Exactamente un año antes, Miguel Abuelo y Daniel Sbarra orbitaban el Barrio Latino de París sin llegar a tocarse. Después de agitar el underground platense con Dulcemembriyo, Sbarra había embarcado rumbo a Europa para cumplir su sueño: ver en vivo a Led Zeppelin, Pink Floyd, Uriah Heep, Black Sabbath, Frank Zappa y The Who. Abuelo, por su lado, era un niño de la calle devenido en poeta: un Rimbaud criollo iluminado por la psicodelia y el folklore del noroeste.
Después de participar activamente en el acta fundacional del rock argentino, Miguel Peralta había escapado en una carabela y su paso por el Viejo Continente resultó un raid a mitad de camino entre los pillajes y la inspiración derviche. Luego, en el preciso momento en que estaba por desbarrancar, una mano cabalística lo salvó del naufragio. «Les uns par les autres», dijo Moshé Naim. Los unos para los otros.
Miguel Abuelo era un niño de la calle devenido en poeta: un Rimbaud criollo iluminado por la psicodelia y el folklore del noroeste
Aunque había producido a Paco Ibáñez, Naïm prácticamente no hablaba en español. Era un acaudalado productor de origen judío capaz de cultivar, con idéntica pasión, sus lecturas místicas, el gusto por la numerología o la amistad con Salvador Dalí. Abuelo, que tenía tanto encanto como talento (lo que no es poco decir), lo envolvió con su tapado de cordero celeste. «Lo puse en el estudio con la guitarra, le pedí que hiciera una canción y cantó -contó el productor-. La segunda. La tercera. Me fascinó. Tocaba todo y todo extraordinariamente. Yo ya sabía lo que él era. Miguel estaba seguro de lo que era. Yo no tenía dudas de que era una estrella».
Las partes pusieron sus sueños sobre la mesa. Naïm propuso un disco acústico y cantado en la lengua de Baudelaire. Abuelo, que tenía un temperamento innegociable, lo miró por encima de sus anteojos de marco redondo. Quería un disco de rock en argentino y lo tuvo, aunque las cosas tomaron rumbos insospechados. Instalado en un estudio de ocho canales, Abuelo comenzó a trabajar en un puñado de canciones con Carlos Beyris como mano derecha: un cellista de origen chileno devenido en bajista. El caudal de sus ideas era torrencial, pero trascendían sus capacidades como guitarrista y arreglador. Discretamente, Beyris dejó caer un nombre: Daniel Sbarra.
«Yo obviamente lo conocía y él obviamente no me conocía -dice Sbarra-. Pero le habían dado buenas referencias y me llamó para grabar los solos de su disco solista. Así fue como nos encontramos directamente en el estudio. Era un tipo explosivo y tenía una forma de ser permanentemente artística. Me impactó. Nada de lo que hablaba era cualquier cosa. Todo tenía que ver con arte, todo tenía que ver con algo profundo. Era muy intenso. Yo estaba fascinado y establecimos una gran conexión. Cuando escuchó los solos se empezó a copar tanto que, al segundo o tercer día, hizo un alto en la grabación. ‘¿No querés que armemos un grupo?’, me dijo. Yo estaba enloquecido, me encantaba la idea. Se dio vuelta y, en ese mismo momento, le dijo a Moshé Naïm: ‘De todo esto que estamos haciendo, no va a quedar nada’. El tipo se agarraba la cabeza».
Pocos días después, Sbarra se instaló en la gigantesca casona de Saint Maur que Miguel ocupaba con una troupe de artistas y diletantes. Seducido por las posibilidades del cello, el platense propuso que Beyris electrificara su instrumento y trajo a su compinche, Pinfo Garriga, para el bajo. Con el respaldo económico de Naïm, se permitieron soñar en grande. De manera que le mandaron un pasaje transatlántico al baterista Diego Rodríguez, entraron a una tienda de instrumentos para armarse hasta los dientes y metieron quenas, tablas, sintetizadores Moog y clavicordios. El gran desafío, sin embargo, no era material: era unificar dos repertorios que pendulaban entre el hard-rock y una suerte de folk metafísico en la tradición de la Incredible String Band. La paradoja estaba flotando en el viento. Esa misma tensión, que nunca llegó a resolverse, fue su maldición y su bendición.
El registro de Miguel le permitía cantar con autoridad en una tesitura cara a intérpretes como Ian Gillan o el propio Robert Plant, pero el verdadero corazón del disco son canciones como «Estoy aquí parado, sentado y acostado» y «El muelle». La letra de la primera, firmada en colaboración con Pipo Lernoud, comulga el orden filosófico con la poesía: «Me acerco a una piedra y la miro sin pensarla / La toco sin nombrarla / La toco y nada más». «El muelle», por su lado, no se parece absolutamente a nada. Envuelto en el arpegio del clavicordio y la bruma marina, Abuelo desarma las palabras hasta que su sentido se aleja como un barco de papel.
«Si tuviera que señalar un momento del disco diría que es ‘El muelle’ -apunta Sbarra-. Edgardo Cantón trabajaba en un centro de investigación de música concreta en París y trajo un montón de cintas grabadas para los arreglos. Yo estaba muy copado con Bach, entonces pusimos un clavecín y cuando Miguel se metió en la pecera empezó a hacer estos ruidos vocales en una primerísima toma: nada de esos ‘ha ha ha’ estuvo planeado».
Después de esa parte más acústica, venía un desarrollo más denso. «Yo estaba muy volcado al rock pesado y Miguel era mucho más pop, así que era una mezcla hermosa -continúa Sbarra, quien a su regreso a la Argentina, ya en los años 80, se sumó a Virus, el grupo de los hermanos Moura- . Cuando terminaba el día de grabación nos íbamos a tocar folklore a un bar, de manera que pasábamos de una guitarra súper distorsionada a un huayno o una chacarera. Todo era increíble. Por eso es un disco que quiero un montón. Por lo que significó. Por la libertad con la que trabajamos. Lo siento muy mío, porque hice casi todas las ideas de los arreglos y todavía conservo los diarios que llevaba con cada jornada de trabajo. Además, suena impresionante. Miguel siempre fue un gran cantante pero, en este disco, creo que estaba en su mejor momento».
La historia de Nada se disolvió como el agua en el agua. Con el disco en las gateras, la banda se puso a ensayar para una gira que, en principio, iba a unir la Costa Azul con la Costa Atlántica. Todo lo que podía salir mal, salió mal. La promoción fue nula o errónea y, como resultado, el público fue nulo o erróneo. La tensión estética devino en tensión ética y cada uno de los miembros del grupo retomó su viaje exactamente donde lo había dejado. Sin rencores. No pasaba nada. Solo era otra encrucijada en el largo día de vivir.
El álbum salió en 1975 y en la Argentina rápidamente se convirtió en un mito. Uno que la falta de edición y el desconocimiento acrecentaron con los años. Hasta que apareció en MP3 en pleno apogeo de la música comprimida y la piratería que amenazó con derribar los cimientos de la industria discográfica. La excelente biografía sobre Miguel Abuelo de Juanjo Carmona primero y dos documentales sobre el cantante (uno sobre él y otro sobre el disco en particular) después aportaron un poco de luz sobre el período francés del fundador de Los Abuelos de la Nada.
Ahora, el sello catalán Guerssen reedita en vinilo y RGS Music publica en la Argentina por primera vez el disco que durante años se creyó perdido.
Fuente: Martín Graziano, La Nación