«Una repentina sensación de poesía, asociada a la belleza de lo lejano, a la serenidad, a desprenderme de mí: veo pasar un avión en el cielo. Tengo motivos para sorprenderme de lo que siento. Conozco las penosas esperas de los aeropuertos, la vulgaridad sórdida del ambiente, la compañía no deseada, la vigilancia, el encierro promiscuo, las mil incomodidades. Pero eso era cuando viajaba».
Así comienza el texto de César Aira que acompaña la muestra de Matías Duville abierta desde hoy al público en Colección Amalita, experiencia que demanda la presencia física. La música que el artista compuso con su hermano Pablo y la luz que ilumina las salas diseñadas por Rafael Viñoly crean el clima ideal para atravesar esas instalaciones. Imágenes apocalípticas en tres dimensiones que continúan una odisea: la iniciada con obras similares en lugares como arteBA, el Malba, el Centro Cultural Recoleta y el Collins Park de Miami, durante Art Basel.
Los dibujos de gran formato que realizó en sanguina, un pastel color rojo sangre, están inspirados en momentos que pasó a diario sobre la tabla de surf y los atardeceres que veía desde la ruta en Los Ángeles. Allí los expuso el año pasado en el Museo de Arte Latinoamericano Molaa, tras haber realizado más de una decena de residencias en el exterior y una aventura creativa por Alaska. Su propia experiencia beatnik en el camino, antes de que el coronavirus convirtiera los viajes en un pecado mortal.
«¿Alguna vez llegaremos a atravesar el umbral de la dimensión duvilliana? ¿Podremos infiltrarnos en las incisiones de las pinturas, tirarnos de cabeza en piletas sin fondo o girar hasta perder la razón en remolinos causados por trombas inesperadas?», se preguntan Gabriel Pérez Barreiro y Lara Marmor, curadores de Hotel Palmera. Ambos dicen buscar con esta muestra que los visitantes «encuentren, paradójicamente, la sensación de pérdida de brújula, ese estado anhelado e incómodo a la vez, de desorientación que nos invade cuando estamos en un lugar extranjero, extraño».
De París a La Boca
Un lugar tan extraño como el que enamoró en 2007 a Jean Yves Legavre, pareja durante medio siglo de Juan Stoppani. Juntos protagonizan De París a Buenos Aires, otra exposición que inaugura hoy en el museo Marco. «Durante el descenso del avión, veía una selva inmensa y el mar tranquilo. Cuando apareció Buenos Aires, un pasajero francés exclamó: ¡La Boca!’. Azul y amarillo, se veía el óvalo perfecto de la Bombonera», escribe Legavre al recordar la primera vez que vio el barrio donde ahora ambos tienen su casa-taller.
Así como al conocerse colaboraron en la obra Eva Perón de Copi, dirigida por Alfredo Rodríguez Arias, ahora crearon otra experiencia que desafía el aislamiento: llenaron las salas del museo de vida y color, con personajes surrealistas y hasta un piano emplumado, mientras exponen también en Smart Gallery.
Una osadía similar a la demostrada por Stoppani en las Experiencias 68 del Instituto Torcuato Di Tella, cuando los artistas decidieron destruir sus obras en la vereda luego de que la muestra fue clausurada por el gobierno militar. Todo lo que Juan Stoppani no se puede poner se titulaba la suya, que consistía en una mujer cubierta por un turbante y rodeada por manzanas verdes.
Eso ocurrió dos años antes de llegar a la casa parisina de Rodríguez Arias, donde Legavre abrió la puerta desnudo. Iniciaron entonces un viaje creativo que, a pesar de la pandemia, continúa hasta hoy.
Fuente: La Nación