La noticia golpea de vez en cuando, pero nunca desaparece de la escena: alguien, en alguna parte del mundo, ha tratado de vender una obra de arte falsificada. Picasso, Modigliani, Kahlo, Basquiat, Pollock. La lista es tan extensa como la de los artistas, fallecidos ya, con una buena cotización en el mercado.
Luego se convierten en anécdotas extrañas, personas que aseguran que la pieza era de la familia o que la adquirieron en una casa de antigüedades o que simplemente alguien se las dio como parte de pago por una tarea. Estas historias existen y por eso, cuando surgen en los medios, la envidia se confunde con admiración en forma de sorpresa. Pero son raras, rarísimas. Y, la mayoría de las veces, solo se necesita la mirada de un especialista para detectar el fraude.
Pero, ¿qué sucede cuando los expertos avalan no una sino una serie de obras de diferentes artistas por tres décadas y una afamada galería las promueve? Una de las estafas más grandes del mercado del arte se puede ver en el documental Made You Look: A True Story About Fake Art (Te hice mirar: una historia real sobre el arte falsificado), en Netflix.
Este es un relato que reúne pequeñas historias que se convierten en una gran estafa. La de un pintor exitoso en China que en EE.UU. pasa desapercibido; la de una galería histórica de Nueva York, que en medio de una profunda crisis logra convertirse en el centro de atención de coleccionistas del mundo; la de una galerista que cree encontrar un tesoro perdido, una gallina de los huevos de oro con pinturas de Mark Rothko, Jackson Pollock, Barnett Newman y Robert Motherwell, y la de una dealer desconocida en el mercado del arte y su pareja, que atesoran obras apócrifas del expresionismo abstracto. Muchos sueños, muchas ilusiones, muchas estafas. Millonarias estafas.
A grandes rasgos de eso se trata Made You Look, que repasa uno de los casos más escandalosos en la historia reciente. Un caso que, por tres décadas, pasó desapercibido hasta que una denuncia puso al FBI en el centro de la escena y luego a la Justicia.
En el orden de la cadena alimenticia el pez más pequeño era Pei-Shen Qian, un artista que después de haber tenido cierto reconocimiento en su país llegó a EE.UU. con el deseo de hacerse un nombre a nivel internacional. Pero, rechazo tras rechazo, llevó sus obras a las calles para sobrevivir y con el tiempo se convirtió en profesor de matemáticas. El, desde un atelier improvisado en un garage, puso alma a los lienzos.
El genio del pincel, Pei-Shen Qian; Glafira Rosales. la vendedora y Bergantiño Díaz, quien habría conseguido los materiales para desarrollar las pinturas
El artista conoció al español José Carlos Bergantiños Díaz, hombre con varias causas ya y que se encargó de armar el rompecabezas, quien buscaba a alguien que pudiera reproducir obras de pintores famosos del expresionismo abstracto, el único movimiento del arte cien por ciento estadounidense y que contó en los 50 y 60 con el apoyo de la CIA para convertirlo en la vanguardia más importante de la posguerra. Y lo lograron.
Luego, está la figura de la descubridora de estas piezas que nunca nadie había visto jamás, Glafira Rosales, una mexicana casada entonces con Bergantiños Díaz, dueños del emprendimiento King’s Fine Arts. Una tarde aparece Rosales por la prestigiosa galería neoyorkina Knoedler, que con 160 años de historia había sobrevivido a dos guerras mundiales y la Gran Depresión, y que pertenecía al banquero Michael Hammer, millonario por herencia, padre del actor Armie Hammer, envuelto hace poco en una “polémica canibal”.
Ann Freedman y Michael Hammer, directora y dueño de Knoedler, respectivamente
Rosales hipnotiza a Ann Freedman, directora de Knoedler, una inteligente y excelente vendedora, con contacto con los altos círculos sociales. Lo que podría ser el inicio tiene, en realidad, ya todo un camino transitado que se revela luego: el de cómo construyeron una pequeña maquinaria para que las obras producidas cumplieran con el envejecimiento y los materiales de poco. Pero no todo sucede precisamente así, cuando la tecnología ingresa en las telas.
Y allí comienza un relato real que si fuera ficción no soportaría la crítica. No porque sea malo, sino por su inverosimilitud. Todo lo que sucede alrededor de estas obras suena a realismo mágico, a una tierra donde lo imposible se hace terrenal, como la procedencia de las mismas, que va mutando con el tiempo, ajustándose a las necesidades de nuevos compradores, aunque la raíz sea la misma: el dueño de esas obras, que quiere permanecer anónimo, las heredó de un padre que en una versión las compró a un marchante y luego a otro, ambos reconocidos de la época, ambos muertos, en una junto a su esposa; en otra, en soledad. Y esas piezas quedaron ocultas en México, en una bodega, hasta su reaparición.
La Galeria Knoedler de Nueva York sobrevivió a grandes crisis económicas, pero no al escándalo de la estafa
Entre 1994 y 2008, Knoedler vendió alrededor de 40 pinturas falsas llevadas por Rosales. Adquiriéndolas al principio a un precio absurdo, USD 100 mil, las revendía por 10 veces más de ese valor. Por ejemplo, un supuesto Pollock de 1950, “The Silver Pollock” llegó a la galería por USD 1,9 millones y salió por 17. En total, la galería ingresó cerca de USD 63,7 millones con las ventas y Freedman obtuvo USD 10 millones en comisiones. Además, la pareja vendió otra serie de pinturas a galerías de la ciudad, llevando la estafa a más de USD 80 millones.
Cuando una obra se vende en subasta o de manera privada, la procedencia es todo. Poder poner en tiempo y lugar un cuadro, que aparezca algún tipo de documentación que la solvente o una foto donde aparezca, algo. En este caso, no los había y allí la pregunta que sobrevuela todo el documental: ¿Sabían desde la galería o Ann Freedman que las piezas eran falsificaciones?, ¿fueron partícipes del fraude o también víctimas?
Las falsificaciones de Rothko fueron tapa de «Taschen» y tuvieron su propio espacio en museos europeos. Pollock, por su parte, fue la venta más cara
Freedman dice que no y para sostener su postura revela que hizo analizar las piezas por especialistas en esos pintores. En el caso de Rothko, por ejemplo, con el mayor autenticador de su obra, David Anfam, e incluso varias de esas obras ingresaron a la crítica razonada del artista y fueron tapa de seis ediciones de Taschen, editorial especializada en imágenes. “¡Magnífico!”, dijo entre lágrimas Christopher Rothko, cuando vio la reproducción de su padre que se presentaba en tribunales.
Y así, el pez pequeño come a uno mayor y este, a su vez, a los empresarios que en el boom del nuevo milenio por el arte abstracto se dejan llevar por el deseo de ese Rothko, de ese Pollock que salen al mercado a precio de ganga y van cayendo, en su mayoría, en una trama donde las apariencias prevalecen sobre el sentido común.
Fuente: Infobae