Se llama Valentina en honor a la cosmonauta Valentina Tereshkova, la primera mujer que fue al espacio. Esta pintora porteña de 26 años nunca viajó tan lejos como la rusa que le dio el nombre, pero sus obras ya llegaron a lugares distantes del globo como Moscú, Bahrein y Miami.
¿Es «la David Hockney argentina», en alusión al pintor pop inglés que en 2018 vendió un cuadro por 90,3 millones de dólares? Aunque, claro, no participa de ese mundo VIP del mercado del arte, algunas de sus obras parecen dialogar con las del artista británico.
Los cuadros de Valentina Ansaldi se basan casi exclusivamente en fotos de edificios. Para buscar inspiración, sale a la calle, a explorar la geometría de la ciudad. De repente, algo llama su atención: un edificio, una planta, una construcción en proceso, una escultura. Así, al pasar, saca el teléfono y, sin demasiados cuidados, saca una, dos tres, varias fotos. En su taller -una vieja fábrica en La Paternal que comparte con otros diez artistas-, proyecta la imagen elegida sobre una tela que ya está colocada en la pared. Sobre ella, «calca» con lápiz las líneas o puntos principales de su paisaje urbano. Luego, llenará las pocas líneas que elija de esa proyección con planos de colores vibrantes.
Uno de sus frescos porteños, en un particular estilo. Foto: gentileza de la artista
El resultado son paisajes que, si bien han sido tomados del mundo real, constituyen verdaderas escenas surrealistas. Pero el surrealismo no se da por una distorsión de las formas o por los temas que representa, como Dalí cuando pintaba sus sueños o cuando derretía relojes. En este caso, el surrealismo está en el color. “Es una forma de lograr el desapego con la imagen», explica Valentina. Mientras charla con Clarín, nos rodean sus cuadros llenos de rosas vibrantes, naranjas lavados y azules saturados.
Efectivamente, para apartar la imagen de la realidad, esta graduada de Artes Visuales de la Universidad Nacional de las Artes (UNA) invierte los colores de la naturaleza: el rosa es para el agua, el naranja es para el cielo. Mediante este juego, crea un espacio metafísico desde esos lugares cotidianos que recorre en su día a día: una marmolería en Chacarita; las calles del barrio donde vive, San Telmo; la fachada de su taller en La Paternal; un jardín oculto en Congreso.
Las imágenes que resultan son figurativas, pero tienden a lo abstracto de la mano de la geometría. La composición va siempre hacia la simetría, hacia el centro, pero con un incómodo desfase. “No me interesa que sea perfecto”, aclara Valentina, “tengo algunos de edificios que están torcidos, y me gusta que eso pase». Al mismo tiempo, ese juego entre la prolijidad y la imperfección lo encontramos en los detalles: si bien a simple vista todo parece milimétricamente diagramado, sus cuadros están hechos a mano alzada.
Un lenguaje surrealista determinado por los colores, en la obra de Valentina Ansaldi. Foto: gentileza de la artista
Geometría soviética
En su obsesión por los edificios y los paisajes urbanos, a fines de 2016 Valentina decidió salirse por un tiempo de sus postales pop porteñas y, en cambio, se dedicó a pintar una impactante serie de cuadros basados en fotografías de edificios soviéticos.
En el brutalismo y en la arquitectura monumental halló algo de su búsqueda por encontrar “contenido en la forma”. Es que en estos edificios se materializa en hormigón la historia reciente de Rusia y la esfera comunista de aquel entonces: “Me interesa sobre todo la última etapa, cuando el sistema empieza a entrar en decadencia y, entonces, los edificios son más grandes”, explica Valentina.
«Hotel Salut», un cuadro que representa al hotel homónimo de Kiev y compró un museo ruso. Foto: Gentileza de la artista
Esto se plasma perfectamente en Hotel Salut, un cuadro que representa al edificio homónimo en Kiev, Ucrania, que se terminó de construir en 1984. El edificio es una enorme estructura geométrica, pesada y de apariencia cinética, que apenas parece sostenerse sobre su angosta base. Quizá una desafortunada metáfora sobre lo que estaba sucediendo en la región por esos años.
Treinta y cinco años después de su construcción, el cuadro de Valentina Ansaldi hizo el viaje inverso de la foto original, desde Argentina hasta Moscú, de la mano de Galería Quimera. Allí, en la feria anual de arte contemporáneo COSMOSCOW, el cuadro fue adquirido por el Museo de Arte Moderno de Moscú (MMOMA). No es la primera mujer que fue al espacio, pero sí es la primera artista argentina en formar parte de la colección de este museo.
Las pinturas de Valentina también pasaron por lugares tan remotos como Miami (feria Pinta) y Bahrein (feria ArtBAB). A nivel local, participó en una gran cantidad de bienales, premios, salones y exposiciones colectivas, como el Premio Nacional de Pintura Banco Central, la Bienal de Arte Joven Buenos Aires, el Premio Prilidiano Pueyrredón y el Fondo Nacional de las Artes.
Su método
Más allá del primer boceto que hace con lápiz sobre la luz del proyector, todas sus rectas y planos son manuales. No usa cintas ni regla.
«Avenida del Campo y la vía» (2019), acrílico sobr tela.
A la contradicción de lo geométrico con lo manual se suman otras: la de lo presente y lo ausente, por ejemplo. Los cuadros de Valentina Ansaldi son síntesis de los paisajes originales, son resúmenes en los que muchas cosas quedan afuera: las personas, para empezar. Lo más cercano a un humano que podemos ver en estas pinturas son las estatuas que va a visitar y fotografiar en una marmolería que queda cerca del taller (y cerca del Cementerio de la Chacarita). Allí aparece una vez más la dualidad de lo humano y lo creado por el hombre, y el metaproceso de representar una representación ajena, la imagen de la imagen de la imagen.
Hablando de contradicciones, tampoco podemos evadir el contraste entre todo lo que es arquitectónico y las figuras orgánicas que aparecen de pronto: plantas, árboles. Su tratamiento es distinto. Lo que era puro plano, aquí es pura línea, mano alzada evidente, deliberada, orgánica. En eso hace acordar a Hockney. En una de sus obras más famosas, El gran chapuzón (1967), encontramos un vínculo directo con la obra de Ansaldi: el edificio sintético, los colores planos, el agua salpicada, rebelde, orgánica.
Valentina no solo admira el trabajo de Hockney, sino que se la pasa leyendo sobre él y viendo documentales (donde aprendió datos azarosos sobre su vida, como que solía teñirse el pelo). También admira a artistas metafísicos que trabajaban con la arquitectura, como el italiano Giorgio De Chirico, y exponentes locales como Roberto Aizenberg y la contemporánea Leila Tschopp, con quien Valentina colaboró.
La Gran Paternal: una comunidad creativa
A pocos metros del cementerio de La Chacarita, una antigua fábrica de pomada de zapatos ahora funciona como taller colectivo de artistas. El Taller Yeruá, donde Valentina Ansaldi trabaja con otros diez artistas no es un caso aislado. En los últimos años, los talleres tanto individuales como colectivos en La Paternal son una tendencia fuerte. A los precios accesibles del barrio se suman las plantas abiertas de las fábricas cerradas. Es el caso de tantos otros, como la enorme fábrica de medias Belux, cerrada en 2010, o la antigua metalúrgica hoy devenida en el Taller Paz Soldán.
Colores vibrantes, arquitectura y sonrisas, en el taller de La Paternal. Foto: Germán García Adrasti.
En Taller Yeruá pagan unos 8000 pesos por cada espacio en el taller, con expensas incluidas. Allí, junto a artistas como el pintor Hernán Salamanco, la fotógrafa Silvana Muscio, el artista sonoro Juan Sorrentino y el artista visual Sergio Bosco, entre otros. Comparten más que el espacio: comparten almuerzos, comentan sobre el trabajo del otro, comparten contactos, herramientas, generan un intercambio integral.
Pero más que un barrio de talleres baratos, La Paternal ha sabido convertirse en una verdadera comunidad artística. Cada año, los talleres celebran un evento llamado La Gran Paternal, que en noviembre de 2020 celebró su séptima edición (esta vez, excepcionalmente, íntegramente en la calle). Talleres, intervenciones, acciones colectivas, artistas invitados, música y murales: todo aquello que durante el año sucede tras las cortinas metálicas, una vez al año se abre al público y a la comunidad.
Fuente: Clarín