NUEVA YORK.- El Museo Picasso de París, hogar de un vasto acervo de obras maestras del artista homónimo, ofrece una remera marinera a rayas que permite adoptar el look del gran pintor cubista por apenas 70 dólares.
En el portal web del Museo Hirshhorn de Washington pueden comprarse las zapatillas de taco alto con el patrón de “red infinita” que caracteriza la obra del Yayoi Kusama, estrella del arte japonés a los 93 años. Las zapatillas cuestan 360 dólares, y el Hirshhorn lleva 44 pares vendidos.
La tienda de regalos del Museo Whitney de Nueva York exhibe un sombrero de 118 dólares, copia casi perfecta del sombrero de fieltro que usa Edward Hopper en uno de sus más famosos autorretratos y que es propiedad del museo.
Si los visitantes están dispuestos a gastar esa cantidad de dinero para vestirse como su artista favorito, es porque los aficionados al arte encuentran tanta inspiración en la personalidad de los creadores como en sus obras.
Jennifer Heslin, directora de operaciones minoristas del Museo Whitney, se dedica desde hace 25 años al marketing en museos y dice advertir un creciente interés de los visitantes por productos como el sombrero Hopper, que les brindan “una conexión con ese impulso creativo que tienen los grandes artistas que son su modelo a seguir”.
Una de las muchas “experiencias” inmersivas dedicadas a Vincent van Gogh que hay alrededor del mundo se distingue de todas las demás por un componente de realidad virtual que brinda la oportunidad de “sumergirse completamente en la mente de van Gogh”.
Y otra experiencia de inmersión en torno a la figura de Frida Kahlo incluso se jacta “de no reproducir pinturas de la artista” para que el participante pueda detenerse en “la increíble historia que hay detrás de la leyenda”. La muestra ha tenido tanto éxito que fue programada en quince ciudades de todo el mundo.
Para bien o para mal, el rumbo lo marcó Andy Warhol hace seis décadas, cuando hizo que su personaje valiera tanto como sus pinturas o sus películas. La creación que realmente cambió todo el futuro del arte fue la escultura viviente llamada Andy Warhol, que se actualizaba a perpetuidad para adaptarse al momento en que se encontraba.
Uno de los primeros críticos dijo que Warhol era la culminación de “esa tradición curiosa pero relevante en la cual el artista es su propia obra de arte”, una tradición que estaba en su apogeo justo cuando Warhol entró en escena. A principios de la década de 1960, la vanguardia hizo todo lo posible para disolver las fronteras entre el arte y la vida, afirmando que hacer ensalada era un acto artístico, lo mismo que empujar un cochecito de bebé, o en un triste caso, incluso una sobredosis de drogas.
Warhol combinó el arte y la vida casi mejor que nadie, y por eso su imagen sigue tan vigente. Pero claramente Warhol no fue el primer artista en tener una personalidad llamativa. El interés público por Van Gogh siempre estuvo dividido entre sus obras y la historia de su vida, aunque el artista jamás haya planeado ese destino. Y muchas de las grandes artistas mujeres tuvieron que crear personajes que las ayudaron a destacarse entre una horda de colegas masculinos. Hace unos años, una exhibición del Museo de Brooklyn sobre Georgia O’Keeffe puso el foco en los exclusivos atuendos que compraba o se cosía a sí misma para después hacerse fotografiar. Y una muestra en el Museo de Arte de Filadelfia exhibió todas las magníficas fotografías que difundieron imagen colorida y muy cuidada de Frida Kahlo. Pero si bien las llamativas imágenes de esos artistas ayudaron a lanzar obras que se destacaban bien por sí mismas, las interminables Marilyns y latas de Sopas Campbell de Warhol se convirtieron en mucho más que flechas indicadoras que apuntan hacia el artista.
La fama de Yayoi Kusama, que se acrecienta año a año, tiene menos que ver con las recompensa estética que ofrece su flujo interminable de objetos cubiertos de puntos que con la locura autoproclamada que dio origen a esos puntos.
Los lunares de Kusama dicen “Yayoi estuvo aquí” y al mismo tiempo reclaman la más profunda de las lecturas. Esa repetición constante no es la dilución de algún mensaje artístico poderoso, como podría argumentarse en el caso de repetidores notables, como Gerhard Richter o Richard Serra. Las repeticiones de Kusama, como las de Warhol, logran la maravilla de proyectar su personalidad hacia todos los rincones del mundo. En este momento, Kusama, o al menos su personalidad magnética, atrae multitudes a la vidriera de Louis Vuitton en la Quinta Avenida de Nueva York, bajo la forma de un avatar-robot que pinta lunares debajo de un mural de 10 pisos de la misma artista.
El arte callejero de Banksy en todo el mundo también juega un papel en la construcción de su personaje, algo sorprendente si se piensa que el muralista más popular del hemisferio norte sigue en el anonimato. Pero ese anonimato no hace más que potenciar nuestra fascinación por el Hombre Misterio detrás de la obra, de modo tal que la ausencia de Banksy llega a importar al menos tanto como las imágenes que nos presenta.
Antes de que empecemos a despotricar ante la perspectiva de que la celebridad reemplace a la estética, mejor reconocer que algunos de los mejores artistas de la actualidad siguen los pasos de Warhol.
El artista Theaster Gates fabrica y vende objetos de arte individuales que es difícil no apreciar por sí mismos —hermosas esculturas que exploran la historia y el significado de la cerámica, abstracciones convincentes hechas de detritos urbanos—, pero yo diría que esas obras sueltas recién asumen su rol completo cuando se los considera elementos, casi accesorios, de un “proyecto” artístico más grande, que incluye todas las interacciones de Gates con el mundo y el mundo del arte, con sus sombreros de activista urbano, de empresario musical, archivista cultural… y como el creador de los objetos más vendidos, cuyas ventas financian el resto de su obra. En pocas palabras, lo que le da importancia a Theaster Gates es lo que él mismo hace, y sus obras de arte son solo una pequeña parte de eso.
Hay un artista creador de objetos que en este momento es el centro de atención en Nueva York, y cuyas mejores obras abordan el “problema” mismo del artista como personaje. En su muestra retrospectiva en el Museo Guggenheim, Nick Cave llenó toda una sala del 5° piso con 16 de sus Soundsuits, esos sofisticados atuendos cubiertos de pies a cabeza de chucherías que son, y con razón, sus obras más emblemáticas.
Uno de esos atuendos cubre totalmente a su portador con ramitas, camuflaje perfecto para un bosque. Otro, que puede verse “en vivo” en un video, es un traje de conejo de color rosa chillón, para quien quiera destacarse en medio de la multitud. Y en todos los casos, podemos pensar que el primer usuario de esos disfraces fue el propio Nick Cave. Cave, el “conejito” de su video, asume el personaje clásico de “hombre común”, generando avatares que el resto de nosotros también estamos invitados a probar, mientras tramitamos nuestra propia ausencia y presencia privada en la cultura.
Valentina Primrose, una artista de moda que se identifica como una persona trans de color, se conmovió hasta las lágrimas después de dos visitas a la muestra de Cave. Primrose reconoció la fuerte presencia de Cave en sus Soundsuits, “pero también me imaginé a mí misma, a toda mi familia, a un montón de gente adentro de esos trajes. Nick Cave no es una sola persona: es multitud de personas, una multitud de espíritus, una multitud de encarnaciones”.
(Traducción de Jaime Arrambide)
Fuente: Blake Gopnik, The New York Times, La Nación