Van Gogh te mira. En todas y cada una de las inmensas pantallas de Imagine Van Gogh están los más célebres de los muchos autorretratos que realizó el gran artista entonces holandés, ahora neerlandés. A diferencia de la conocida experiencia de contemplarlos y admirarlos en originales, reproducciones, libros, muestras o pósteres, esta vez la vivencia es otra. Van Gogh es el que te mira. Su tamaño es descomunal y los trazos, los empastes y los colores adquieren otra trascendencia. Todos los autorretratos, uno al lado del otro, multiplican su dimensión. Rodeado de ellos, el espectador se siente empequeñecido, mínimo. Pero, además, aquí el hechizo se produce porque envolviendo los rostros del pintor está la poderosa, mágica, enérgica y sumamente intensa y eficaz “Danza de los caballeros” del ballet Romeo y Julieta de Prokofiev. En ese preciso momento se toma conciencia de lo que antes se intuía: el poder que tiene la música en esta exposición inmersiva.
También por estoImagine Van Gogh difiere radicalmente de una exposición de museo, donde el visitante, en silencio, camina y observa según su elección y su propia voluntad. Acá no. Una serie limitada de imágenes fueron escogidas, trabajadas, engarzadas, multiplicadas y desmenuzadas en el collage que aparece en las pantallas, y que se repite como una película a lo largo del día como en los viejos cines en continuado. Y la música es omnipresente. También en este aspecto la selección fue hecha con sumo cuidado, con obras clásicas de distintos tiempos y, exactamente como en una película, su ausencia hubiera sido estentórea. Basta remitirse medio siglo hasta 1971, por ejemplo, para encontrarse con una escena icónica del cine, la primera de Muerte en Venecia, de Luchino Visconti; dejar muda la pantalla, solo con el mar, los perfiles de la ciudad y el rostro de Dirk Bogarde, sin el “Adagietto” de la Sinfonía Nº 5, de Mahler, es una evidencia de cómo en el cine, imagen y música se necesitan mutuamente de modo imperioso. De la misma manera en Imagine Van Gogh la música es imprescindible. Sin Prokofiev, aquellos autorretratos no hubieran intimidado ni sobrecogido a nadie.
En sus cartas a su hermano Theo, Vincent discurre sobre el arte, la pintura, la vida cotidiana, las desventuras y las pasiones pero no habla de música. Por lo tanto, la selección de obras para este espectáculo inmersivo y audiovisual es discrecional. Y está muy bien hecha. Con una ligera preferencia por obras francesas, en el Pabellón Frers de la Rural les ponen sonido a las imágenes el “Preludio” de la Suite para chelo solo Nº 1, de Bach; tres obras de Saint-Saëns, como son la bellísima y tan poco interpretada Sinfonía Nº 2 en la menor, el Concierto para piano y orquesta Nº 5 y el Carnaval de los animales; las Gymnopédies Nº 1 y Nº 3 y la Gnossienne Nº 1, de Satie; el célebre “Dúo de las flores”, de la ópera Lakmé, de Delibes; dos versiones instrumentales distintas del aria “Ombra mai fù”, de la ópera Serse, de Handel; el Concierto para clarinete y orquesta, de Mozart; Romeo y Julieta, de Prokofiev, y el Trío D.929, de Schubert. En otros lugares del mundo –donde además de esta hay otra exposición inmersiva sobre el pintor– el repertorio cambia o se amplia. Un viajero lo hace notar: en su playlist de Los Ángeles incluiría la voz de Edith Piaf que aún recuerda, inconfundible, sobre unos lirios.
Son estas partituras las que le dan otra dimensión a los ojos del Doctor Gachet, a la cama y la silla del cuarto de Arlés, a los cuervos y a las estrellas, a las fotos en blanco y negro de los lugares que caminó Van Gogh, a los girasoles y otras flores que aparecen en sus pinturas, a los colores trazados rudamente sobre la tela y a las campiñas pobladas de árboles, seres humanos y caminos rugosos bajo cielos de inverosímiles. En Imagine Van Gogh la música es necesaria, protagónica. Como en la vida.
Fuente: Pablo Kohan, La Nación