Secuestró gente en el MoMA, museo que décadas más tarde le dedicaría una sala entera a su obra, y una de las personas raptadas conoció de esa forma a su marido. Le pagó simbólicamente la deuda externa a Andy Warhol con choclos, “el oro latinoamericano”, e instaló en la galería Howard Wise una cabina de teléfono que ofrecía un “trip psicodélico”: al marcar un número del Minuphone, se producían efectos disparados de manera aleatoria.
Esas son apenas algunas de las aventuras que vivió durante más de medio siglo en Nueva York Marta Minujín, la artista más popular de la Argentina, que está por presentar una publicación que las compila y el año próximo protagonizará una muestra individual en el Museo Judío de esa ciudad. Será una de las paradas obligadas de su gira mundial, cual estrella de rock a los 80 años; incluirá exposiciones en Brasil y Europa, donde también dejó su huella: en 2017, por ejemplo, sorprendió en la Documenta de Kassel con su Partenón de libros prohibidos.
“El derrotero geográfico de Marta Minujín es sintomático del drástico cambio de locación que se produjo en el mundo del arte durante la posguerra. Siendo muy joven, viajó de Argentina a París, en 1961; pero a mediados de los 60 dejó la vieja ciudad por Nueva York, el nuevo destino preferido por los artistas que buscaban despegar en sus carreras”, escribe en el libro Aimé Iglesias Lukin, otra argentina que se ganó un lugar de prestigio en Manhattan: desde 2019 es directora y curadora en jefe de Artes Visuales de la Americas Society, institución que jugó un rol clave para la promoción del arte latinoamericano en Estados Unidos.
Con la tapa ilustrada con un boceto del proyecto La Estatua de la Libertad acostada (1979) y editado por áxp, Marta Minujín en Nueva York se presentará a la prensa el lunes próximo y estará disponible en librerías y tiendas de museos en los próximos días. Incluye también la prestigiosa firma de Inés Katzenstein, curadora perteneciente a ese grupo de mujeres talentosas que conquistaron lugares de prestigio en una de las principales capitales mundiales del arte, conformado además por Solana Chehtman en el centro cultural The Shed, Rosario Güiraldes en el Drawing Center y Manuela Hansen, asistente curatorial de Cecilia Alemani en la actual edición de la Bienal de Venecia.
“En ese momento, el mundo del arte de Nueva York era muy pequeño, muy experimental y maravilloso –señala Minujín sobre la década de 1960, en una entrevista realizada por Katzenstein y la curadora Ana Janevski-. Recuerdo que Roy Lichtenstein llamó a Andy Warholpara que viniera al estreno de El Batacazo. Con él venían todos los artistas del Pop y yo empecé a pasar tiempo con ellos en diferentes bares. Me hice amiga de George Segal y muchos otros. Fue un momento maravilloso en el que discutimos ideas y había mucha convergencia entre los artistas. En mi caso, en ese momento estaba influenciada por las ideas deMarshall McLuhan, y es por eso que casi todos mis trabajos de ese período abordan el problema de las comunicaciones”.
Entre estos últimos se cuenta Minucode, acción impulsada en 1968 por el Centro de Relaciones Interamericanas de Nueva York (CIAR, actual Americas Society), cuyo registro fue adquirido en 2021 por el MoMA, donde tiene sala propia. En el mismo museo se exhibirá además a partir de marzo, en el marco de una muestra colectiva, Simultaneidad en Simultaneidad(1966), también centrada en la comunicación.
“Minucode es un acrónimo del nombre de la artista y la palabra ‘código’ –explica Katzenstein en el libro-. Interesada en explorar los códigos sociales de los mundos del arte, los negocios, la moda y la política, Minujín decidió ser anfitriona de cuatro cócteles a los que asistieron personas que trabajaban en esos campos. Reclutó participantes a través de anuncios en periódicos y recibió más de mil respuestas, a partir de las cuales creó listas de invitados. Las fiestas se desarrollaron durante cuatro noches consecutivas en el CIAR; los participantes fueron filmados por la cineasta y fotógrafa experimental Ira Schneider, y luego fueron invitados unos días después a ver las películas proyectadas en las paredes de la galería, creando lo que Minujín llamó un ‘ambiente social’”.
Poco más de medio siglo después, en 2019, el New Museum alojó la recreación de La Menesunda, instalación ambiental presentada en 1968 en el Instituto Torcuato Di Tella junto a Rubén Santantonín y reconstruida en 2018 por el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Un laberinto “para ser vivido y no observado” al que se entraba por un túnel iluminado por luces de neón; incluía salas con una pareja en la cama, la cabeza gigante de una mujer y una habitación octogonal rodeada de espejos.
Una experiencia tan inolvidable como su debut en la ciudad con El Batacazo en 1965, en la galería Bianchini –uno de cuyos dueños era el célebre Leo Castelli-, donde los espectadores debían atravesar diversas situaciones que incluían conejos y moscas mientras avanzaban por una estructura poliédrica de vidrio para “despertarse y vivir, por acción directa de lo insólito, de lo sorpresivo, de las circunstancias desconectadas de la realidad”. La intención de Minujín, explica, era “acortar la distancia entre la obra de arte y el espectador de manera obligatoria, a través de la acción y la estimulación sensorial”.
Ese mismo espíritu tuvoKidnappening, un “happening multidisciplinario con rapto de espectadores” realizado en 1973 en el MoMA, que combinó ópera a cappella, poesía y danza a cargo de 40 performers pintados por la artista como una forma de homenaje a Picasso. “Llegué a tener las llaves del museo para hacer la obra”, aseguró la artista a LA NACION el año pasado.
Quince espectadores fueron “raptados” en forma voluntaria y llevados con vendas en los ojos a destinos que ignoraban –entre ellos, a un concierto, a un departamento en el Upper East Side, al Consulado de Francia, a una barbería y al Puente de Brooklyn- para “vivir en arte una noche”. Luego detallaron en cartas a la artista cuáles fueron esos destinos, donde se habían preparado cenas y decorados especiales para la ocasión, y una de ellas contó que conoció así a su marido.
En septiembre de 1985, después de haber realizado siete obras en Nueva York entre 1965 y 1974, Minujín regresó a Manhattan y se reencontró con Warhol en el Bar Odeón. “Llegaba con el problema en mi cabeza de cómo se podía pagar la deuda externa a Estados Unidos, ya que todo mi país hablaba de eso –recuerda en el libro-. Al ver al Rey del Pop Art, se me ocurrió la brillante idea de que, ya que yo era la Reina del Pop latinoamericana, podía perfectamente resolver el pago de la deuda con el maíz, que es el oro latinoamericano y del cual mi país es exportador.”
Después de comprar mil choclos en el mercado puertorriqueño en las afueras de la ciudad, los pintó de naranja para que se asemejaran al oro y los llevó a The Factory. Allí tomaron doce fotografías mientras ella le entregaba esa particular “moneda de cambio”. “En ese acto la deuda quedó saldada –agrega la artista-. Cuando terminó la performance fotográfica fuimos caminando a la esquina del Empire State Building con algunos choclos firmados y los repartimos a la gente”.
“Al involucrar a su viejo amigo, ícono del arte Pop –escribe Iglesias Lukin-, Marta también estaba pagando su deuda con Warhol por la profunda influencia en su trabajo: ambos artistas lidiaban con temas similares de la cultura popular, los medios masivos de comunicación, la fama y la imagen. Si bien parcialmente habían llegado a estos temas desde caminos diferentes, Warhol y Minujín compartían una crítica e irónica mirada respecto de los sistemas de pertenencia en el mundo del arte”.
Fuente: Celina Chatruc, La Nación