El monte Fuji, un símbolo recurrente en las obras de la acuarelista
Sobre un conjunto de lienzos cuidadosamente colocados uno al lado del otro, los diferentes tonos de rosa y marrón forman las flores y los troncos de los árboles de cerezo que enmarcan la figura de lo que cualquier amante de la cultura nipona reconoce como el imponente monte Fuji, un ícono indiscutido de ese país: la obra de 4 metros de largo por dos de alto, que desde hace varios meses decora uno de los salones del Jardín Japonés, pertenece a la artista Julia Funai, una mujer de 78 años que considera a esta pintura como un “hito” en la carrera que empezó hace apenas dos décadas, cuando pudo liberarse de las imposiciones que la atormentaron en el pasado y decidió redescubrirse, perseguir sus sueños y emprender un camino que la llevó a exponer en galerías a nivel internacional y convertirse en una figura muy reconocida dentro de su colectividad.
Hoy su hogar está repleto de cuadros, decenas de ellos distribuidos en dos habitaciones destinadas exclusivamente al almacenamiento de las creaciones que por diferentes razones no se pusieron a la venta, y otros tantos en el taller donde les enseña a sus alumnos la técnica que fue perfeccionando con el tiempo, ubicado también dentro de su amplio departamento del barrio porteño de Flores.
Sin embargo, esto no fue siempre así: durante gran parte de su vida Julia fue una modesta ama de casa que dedicaba todos sus días a servir a su esposo, debía cumplir estrictos horarios, preparar la comida para su familia cada mañana, tarde y noche, vestir siempre con ropa oscura y permanecer callada en las reuniones sociales.
“Todo eso no tenía que ver con la cultura japonesa, machismo hubo en todos lados y yo soy de una generación en la que todavía la mentalidad era muy cerrada. A mí me costó mucho salir de ahí, incluso hasta hace poco seguía firmando mis pinturas con mi apellido de casada. No me animaba a cambiarmeló por miedo a lo que él pudiera hacerme desde el lugar en donde esté ahora”, contó la artista a Infobae.
A pesar de haber estado en ese ambiente por largos años, al punto de que llegó a acostumbrarse y aceptar todos esos mandatos que le imponían, cuando a los 55 enviudó la soledad la empujó a buscar su propio destino y fue entonces que, de a poco, empezó a experimentar, tanto con su pelo, que cortó de diferentes maneras y tiñó de distintos colores, como con las prendas, la música y la pintura oriental, en la que descubrió su verdadera pasión.
Julia nació en 1943 en la Ciudad de Buenos Aires. Es hija de un inmigrante japonés originario de la prefectura de Kumamoto que luego de la Primera Guerra Mundial decidió instalarse en la Argentina, donde conoció a su esposa, una descendiente nipona.
Al igual que ella, su padre también fue un artista, aunque de otras ramas, ya que se desempeñó como instructor de danza, escritor y profesor de Ikebana, la disciplina dedicada a los arreglos florales.
Otra de las pinturas de Julia, cuando todavía firmaba con su apellido de casada
“Era un hombre reservado y de pocas palabras, por lo que se complementaba muy bien con mi madre, una señora de carácter más fuerte, que era la que mandaba en casa. Ella trabajó de muchas cosas, hizo de todo. Yo estoy segura de que hubiera sido brillante si hubiera podido estudiar, pero nos tenía que alimentar”, recordó.
En el cerrado círculo de la colectividad japonesa de Buenos Aires, Julia creció entre los bailes y los kimonos que usaba en los eventos a los cuales era invitado su padre, en los que se sentía “contenida” y lejos de la discriminación que sufrió en la primaria por sus raíces.
A los 15 años conoció y se puso de novia con quien luego sería su marido, una persona mucho mayor que ella, elegante y también descendiente de orientales, a quien se dedicó a complacer hasta que murió en 1998, momento en el que su vida dio un giro.
Recluida en su casa y con un buen pasar económico, la mujer sintió que no estaba completa y las múltiples visitas a las tarotistas que encontraba en los suburbios porteños no le daban la respuesta que necesitaba, hasta que un día le leyeron la carta astral, la cual le indicó que su destino estaba en el arte y en la docencia.
El inicio de su carrera, los viajes a Japón y la creación de un estilo propio
Fue así que Julia decidió llamar a una vieja amiga que vendía flores de Bach, quien a su vez la contactó con una profesora de pintura japonesa y de esta manera comenzó a dar sus primeros pasos en el mundo de los dibujos al óleo.
De a poco se fue convirtiendo en una persona mucho más libre de lo que era antes y a pesar de que ya tenía una edad avanzada se animó a romper con todas las estructuras que la ataron durante su matrimonio y a entrar en un ambiente que hasta entonces le era completamente desconocido.
La primera instrucción que recibió fue un pantallazo sobre los dos principales estilos que dominan desde hace siglos la cultura de ese país en lo que respecta a cuadros: el Sumi-e, que se caracteriza por sus trazos en blanco y negro realizados con tinta china en barra, por la simplicidad de sus figuras y por sus grandes vacíos, y el Nihon-ga, mucho más colorido que el anterior y un poco más moderno.
Desde el comienzo se inclinó por el segundo, por su “amor a trabajar con los colores, mezclarlos y jugar”, y rápidamente fue mejorando su técnica. Al poco tiempo ya estaba exponiendo en los principales museos de Buenos Aires y luego también en Nueva York y en Canadá, pero se cansó del circuito comercial y en 2013 participó por última vez en una muestra en la cual tuviera que negociar un espacio a cambio de una pequeña parte de la ganancia. Fue en el Palacio San Miguel.
Nuevamente desorientada, en 2017 decidió gastar sus últimos ahorros en viajar y conocer mejor Tokyo, adonde ya había estado en los 90′ como turista, pero esta vez se dedicó a visitar galerías de arte y conectar con la movida local.
Para ese entonces ya la habían nombrado Miembro de Notables del Jardín Japonés, pero en el diploma que le dieron apareció un detalle: “Me dijeron que mis obras no podía ser calificadas como Nihon-ga y que me tenían que poner en la categoría de pintora. Fue lo mejor que me pudieron haber dicho, porque lo mío era eso, pintar”, recordó Julia.
Julia junto a las autoridades del Jardín Japonés
Lo que sucedía era que la ya acuarelista profesional había decidido modificar las reglas de ese estilo tradicional, combinándolo con algunos aspectos del Sumi-e e incorporando además algunos materiales que nunca habían sido usados para este tipo de obras, como el yeso.
Dos años más tarde llamó a una sobrina suya que está viviendo en Japón y le preguntó si conocía a algún acuarelista de ese país que le pudiera dar clases para así continuar aprendiendo, y luego de una búsqueda exhaustiva la joven dio con Sato Kozo, quien trabajaba en varios santuarios y accedió a recibirla.
Estando ya en la tierra de sus ancestros, en un viaje en tren a Kyoto la artista vio por primera vez el monte Fuji, un cono volcánico que se encuentra entre las prefecturas de Shizuoka y Yamanashi y que con sus 3776 metros de altitud es el pico más elevado de toda la isla. Esta imponente figura se le quedó grabada para siempre en la retina y forma parte de muchos de sus cuadros.
“Es un ícono de la cultura japonesa y me representa. Es sereno y majestuoso por afuero, pero uno sabe que adentro, en cualquier momento, puede hacer explotar todo su potencial. Por eso mi logo es el monte Fuji”, destacó.
Cuando estaba tomando el seminario con Kozo, un día la mujer le preguntó por qué no la corregía durante las clases: ”Si me permite, le voy a dar un consejo, usted no tiene nada que aprender. Usted tiene algo por dentro y yo no le voy a imponer mi técnica. Lo suyo no es Nihon-ga, ni tampoco Sumi-e, es algo suyo, es el Ryu (vocablo japonés que significa estilo). Usted vaya adelante con todo, porque tiene la cabeza en este siglo, no en el sexto”, fue la respuesta del maestro.
Las obras de Funai combinan varias técnicas tradicionales
Cuando terminó el curso, el tiempo que le quedaba antes de tener que volver a la Argentina Julia lo dedicó a conocer junto a sus amigas Kumamoto, el lugar de donde era oriundo su padre. El destino quiso que una vieja conocida de la infancia la contactara por Facebook justo en ese momento para hacerle de guía.
“Resulto que era una funcionaria del área de cultura de la gobernación. Nos llevó al jardín de meditación más importante de la ciudad, al que no tiene acceso cualquiera, y ahí, en ese templo budista, me reencontré con mi papá. Ahí sentí que yo era una Funai. A partir de ahí me cambió todo, porque hasta ese instante las cosas marchaban bien, la gente me alababa, pero en ese momento hice un vuelco en mi profesión”, explicó.
Ya de regreso en Buenos Aires, se animó a un nuevo desafío. Rodrigo, un músico porteño al que conoció cuando quiso tomar clases de canto y que se convirtió en su amigo y colaborador estrecho, le propuso hacer un mural en una de las paredes de su habitación, una técnica que él había observado en Brasil y que le fascinó.
Al principio la mujer aceptó, aunque algo dubitativa por el esfuerzo físico que demandaba tener que pintar grandes extensiones. Tenía ya mucha experiencia, pero había cumplido los 76 años. A la mitad del trabajo se dio cuenta que no podía sostener el brazo alzado durante tanto tiempo y desistió, pero su asistente buscó una solución.
“Me dijo ‘si no podés pintar en la pared, entonces hacelo en el papel’. Yo no entendía nada. Agarró un lienzo y me explicó ‘lo hacemos por partes y después con mi papá las unimos a todas y lo ponemos en el patio’. La idea me encantó”, detalló Funai.
Pero cuando la pintura estuvo terminada, quedó tan bien que decidieron llamar al artista plástico Jorge Palacios, que se encargó de hacer el ensamble de manera que no se noten las uniones entre los diferentes sectores del dibujo y terminó quedando expuesto en el Jardín Japonés.
Después vino la pandemia del coronavirus y el reconocido espacio cultural permaneció cerrado por más de un año, por lo que la enorme imagen del bosque nocturno que hizo la acuarelista permaneció en ese lugar durante varios meses.
Sin embargo, cuando el parque reabrió este primer mural fue reclamado por quien originalmente iba a ser su dueño y terminó en la casa de Rodrigo, pero a las autoridades del predio les había gustado tanto que le pidieron a la artista que haciera otro, el cual permanece decorando una de las salas y, como no podía ser de otra manera, es una representación del monte Fuji.
La artista junto al mural que se encuentra en el Jardín Japonés
Actualmente, Julia Funai continúa brindando talleres en el Jardín Japonés y en su casa de Flores, al mismo tiempo que vende cuadros por su cuenta y recientemente incursionó en un nuevo proyecto, una escuela online que consiste en un seminario a distancia con tutoriales de una hora en los que enseña la técnica que ella misma creó a lo largo de su carrera.
“Hay tres palabras que definen al ser japonés. La primera de ellas es wabi, que significa sobriedad: el japonés es sobrio, en su vivienda, en su comida, en su vida entera, y eso es lo que tratamos de mostrar en la pintura. La segunda es mono no aware, que es la sensación producida por las cosas, como el haiku, poemas que no son armados, que son producto de que te genera lo que ves, y eso es lo que le digo a mis alumnos que tenemos que lograr. Y la tercera, que para mí es la más bella, es utsuroi, la fugacidad. Para el japonés, la vida es fugaz Lo bueno y lo malo es fugaz. Por eso ellos no hablan de la belleza de una flor, sino de una flor bella. Yo agrego que nosotros, desde la pintura, logramos eternizar ese instante”,cerró.
Fuente: Infobae