En noviembre de 1983 la última dictadura militar se extinguía, inexorablemente. Y los grupos de tarea, los paramilitares y los agentes inorgánicos de inteligencia, decididos a no dejar sus armas y a aprovechar los «conocimientos adquiridos», ya se reconvertían hacia el delito común, con más o menos complejidad.
El miércoles 2 de noviembre de 1983, un puñado de minutos antes de las 8, un empleado del Museo de Arte Decorativo «Firma y Odilo Estévez», de Rosario, baldeaba la vereda para dejar todo reluciente para la apertura al público. Tres tipos que llevaban mameluco azul y que ni se habían preocupado por ocultar sus rostros lo sorprendieron; cuando los miró, tres armas lo encañonaban allí, a solo un par de cuadras del Monumento a la Bandera y de la costanera del Paraná. Una vez dentro redujeron a dos mujeres que vivían en la casona con fachada de mármol que aquel gallego que hizo en el país una fortuna como yerbatero compró en 1922, frente a la plaza 25 de Mayo.
El resto fue un trámite: con sus víctimas amordazadas, se dirigieron a las salas Francesa y Española, donde se exhibían tesoros del arte europeo de los siglos XVII y XVIII. Descolgaron cinco cuadros, separaron las telas de sus bastidores con la pericia de un especialista y se llevaron Retrato de un joven, de Doménikos Theotokópoulos, El Greco; El profeta Jonás saliendo de la ballena, de José de Ribera; Retrato de Felipe II, atribuido a Alonso Sánchez Coello; Doña María Teresa Ruiz Apodaca de Sesma, de Francisco José de Goya y Lucientes, y Santa Catalina, de Bartolomé Esteban Murillo. Sin oposición, subieron al auto en el que habían llegado y escaparon con un botín valuado en al menos 12 millones de dólares.
Primera escala
Se abrió la causa 897/1983 en el juzgado de 1ª instancia de Rosario, entonces a cargo de René Bazet, que llegó a dictar algunos procesamientos que, finalmente, fueron revocados por la Cámara. Así, la investigación entró en un largo cono de sombra hasta el verano de 1989, cuando una operación fortuita permitió encontrar una copia del Retrato de Felipe II de Sánchez Coello que había sido sustraída el 24 de marzo de 1987 del Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino.
Lo había dejado sobre el sommier de la habitación que había rentado en el hotel Plaza Francia, de la Recoleta, un hombre que se había registrado como Juan Muñoz, uruguayo. Su intempestiva salida de escena, el 26 de febrero de 1989, habiendo olvidado tamaño tesoro, tenía un motivo de peso: minutos antes había baleado a cuatro mozos a los que creyó agentes encubiertos de la policía que habían ido a hacerle «una cama». Se presume que esa tela había llegado a manos de Juan Vicente Chamorro, un paraguayo que regenteaba una casa de antigüedades en la calle Libertad y que se creía que era «reducidor» de obras de arte; de hecho, tenía antecedentes por haber escondido un cuadro robado en 1984, poco después del golpe en el Museo Estévez.
El Retrato de Felipe II era el nexo entre el robo al Museo de Arte Decorativo, de 1983, y el asalto al Castagnino, cuatro años después. Los investigadores tenían la certeza de que ambos golpes habían sido ejecutados por la banda de Aníbal Gordon, exintegrante de la Triple A de López Rega, «residual» del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército y activo miembro de grupos de tareas en los años de plomo, con actividad represiva en las mazmorras del centro clandestino de detención Automotores Orletti.
La recuperación del Retrato… de Sánchez Coello -renacentista valenciano que fue nombrado pintor de cámara del rey Felipe II- pareció imprimirle vértigo a la investigación de ambos atracos… Pero las causas languidecieron hasta 1995. El 28 de octubre de ese año una persecución por las calles del barrio porteño de Belgrano terminaría con la caída de uno de los lugartenientes de Aníbal Gordon: Ernesto Guzmán, alias «El Mayor». Señalado él también como ex Triple A e «inorgánico» de la vieja SIDE, llevaba oculta en su camioneta una valiosa tela: el Retrato de doña María Teresa Ruiz de Apodaca y Sesma, del pintor y grabador aragonés. Ahí se acabó la carrera del «mayor» Guzmán en el mundo del arte.
Pasados 12 años del robo en el Firma y Odilo Estévez, todavía restaba encontrar tres de las cinco grandes obras desaparecidas.
En el camino, en la Argentina se sancionó una ley tendiente a preservar el patrimonio cultural, incluidos no solo los bienes históricos, arqueológicos y documentales, sino también las obras de arte en todas sus vertientes.
Poco después de la caída del «mayor» Guzmán con el Goya, la recuperación del botín restante del robo al museo rosarino fue una de las tareas que heredó el Departamento de Protección del Patrimonio Cultural de Interpol Argentina. En los últimos años siguieron un puñado de datos que parecían ser buenos y llevaron a cabo varios procedimientos que, sin embargo, siempre dieron negativo.
Informante eficaz
Hasta que el año pasado apareció un sujeto que decía tener información de primera mano. Parecía que sabía de lo que hablaba y los datos que aportaba tenía verosimilitud. En determinado momento, según pudo saber LA NACION de inobjetables fuentes de la investigación, el hombre afirmó que podía aportar la localización exacta del Santa Catalina, el valiosísimo cuadro que el barroco sevillano había pintado en el siglo XVII.
En octubre pasado se puso a disposición de la Justicia y le comunicó a la jueza rosarina Silvia Laura Castelli -heredera de la causa que había instruido Bazet- que estaba dispuesto a viajar a Uruguay para presentarse ante la oficina de Interpol en Montevideo y dar datos frescos y concretos acerca de paradero de la obra de Murillo para que se la pudiera recuperar y, finalmente, repatriar.
Declaró bajo reserva de identidad y dejó sujeto al éxito de la operación, producto de la eventual veracidad de su aporte, el cobro de una recompensa, aún pendiente.
El informante viajó durante el último fin de semana de octubre a Uruguay. El 31, el jefe de la Oficina de Delitos Especiales de la Dirección General de Lucha Contra el Crimen Organizado de Interpol Montevideo hizo una urgente llamada telefónica a la Argentina.
Habían montado un retén a la altura del kilómetro 35,100 de la Ruta Interbalnearia, a la altura del arroyo Pando, en el departamento de Canelones, adyacente al de la capital uruguaya. Detuvieron la marcha de una camioneta y un auto, en los que viajaban, en total, cinco personas. Los sospechosos tenían dos armas; también, el Santa Catalina, un óleo sobre tela de 113 cm de alto por 88 de ancho valuado en un millón y medio de dólares.
Según los investigadores, el cuadro estaba en manos de una organización criminal uruguaya dedicada al narcotráfico que, aparentemente, estaba llevando la obra a Punta del Este, para venderla.
La obra quedó provisionalmente en depósito en las oficinas de Interpol en Montevideo. En noviembre pasado el secretario de Cultura de Rosario, Guillermo Ríos; la directora del museo Estévez, y la especialista Gabriela Baldomá viajaron a Uruguay. Llevaron el marco original del Santa Catalina, en el que habían quedado vestigios de la tela que, al ser sustraída, 35 años antes, había sido cortada en sus laterales y colocada en un nuevo bastidor.
El 11 de diciembre, personal del Departamento de Protección del Patrimonio Cultural de Interpol llevó la obra al Museo Estévez de Rosario, donde ahora se ilusionan con encontrar, quizás al otro lado del río, las dos obra restantes: la de Ribera y la de El Greco.