El público podrá entrar en la monumental cabeza, hecha de cemento dorado y de 30 metros de largo, algo así como un tercio de manzana, y 20 metros de altura: tendrá luz y sonido y permitirá una recorrida por las múltiples facetas caladas de su perfil.
A sus 79 años, Minujín está entusiasmada y piensa esta obra como un legado a la ciudad donde tantas de sus obras participativas convocaron a miles de porteños desde comienzos de los años 60.
La ubicación que ella imagina para su Catedral laica —existencial, ¿psicoanalizada?— es cerca del torso de Botero, en un extremo del parque Thays, alineada en la milla de los museos y compitiendo en destellos, aunque con ligereza, con el acero de la Floralis genérica, también donada por su autor, el arquitecto argentino Eduardo Catalano, inaugurada en 2002.
Otra locación que se baraja es en la línea de la Costanera, cerca del exiliado monumento a Cristóba Colón, a modo de ícono de bienvenida a los viajeros por vía aérea o fluvial. El gobierno de la Ciudad no tiene aún previsto el domicilio de esta escultura pública y tampoco fecha de estreno. La nutrida obra histórica de Minujín, que ha jalonado la memoria urbana de acontecimientos tan resonantes como efímeros, empezando por La Menesunda en el Di Tella y el Obelisco comestible, por nombrar solo dos, tendrá en Catedral una obra perdurable de quien, sin duda, es la artista argentina más global del siglo XX, quien en esta década ha tenido una consagración indetenible.
Chica de New York
En su taller, poblado con su clásica colchonería en colores flúo y decenas de esos cuadros de collages hechos con tiritas de papel en ritmos de colores — manualidad obsesiva de la pandemia confinada—, Minujín desborda de anticipos. Esta tarde presentó Marta Minujín en Nueva York, volumen que documenta toda la obra puesta en esa ciudad desde El Batacazo y Minucode, sus debuts allí en los años 60.
Además, 2023 se vislumbra como otro Año Admirable para ella, en la seguidilla prodigiosa que estalló el año pasado, cuando entre otros hechos, recibió el Honoris Causa de la Universidad Di Tella y el Premio Trayectoria de la revista Ñ. El año entrante comprende el desafío de cuatro puestas de La Menesunda, en una virtual gira europea. También expondrá en la Pinacoteca de San Pablo y en el Museo Judío de Nueva York.
El libro presentado, Minujín en Nueva York, sistematiza su obra en esa ciudad. Publicado con el apoyo de AXP, de la Fundación Leo Werthein, el Banco Santander y Mecenazgo, incluye un estudio a cargo de Aimé Iglesias Lukin y una entrevista de Ana Janevski e Inés Katzenstein, quienes reconstruyen el contexto e indagan en el testimonio de la artista pop.
Hoy Minujín destaca que en 1961, con 18 años, cuando partió a una primera estadía en París —gracias a una beca de la Embajada de Francia en Argentina—, Europa le resultaba un medio artístico perimido e incapaz de renovarse. En los años 60 aún regía en la Cancillería de los Estados Unidos la doctrina de los “Buenos Vecinos”, que veía en el arte un vector para el soft power regional y alentada los intercambios artísticos con Latinoamérica. Minujín llegó a Nueva York y se insertó rápidamente en los círculos del arte joven.
A fines de 1965, ya se las había arreglado para iniciar una pequeña pero notoria carrera internacional de exploraciones artísticas flamantes, en Uruguay y París. Los dos happenings e instalaciones realizados en el Di Tella, La Menesunda y El Batacazo, habían tenido popularidad entre un público porteño curioso y ávido de modernización, que además constituía el vastísimo lectorado de medios de comunicación y de las revistas de actualidad —con el readership más extenso de la región y de la lengua—. Esas performances “sociales”, en las que el visitante participaba de la obra a través de sus conductas, empalmaba a la perfección con una Buenos Aires participativa pero sofrenada, en latencia bajo la dictadura. En este sentido, esas obras excedían tanto el cubo del museo como los espacios cerrados (hoy Minujín observa que no le gustaba el hecho de que no se las pudiera ver desde afuera). El happening —aquí o en Nueva York— comenzaba en la sociabilidad de las colas de espera, alimentando el anecdotario y los debates, en una obra que en rigor se hacía a tres manos, actuando a la vez sobre el público y en los medios.
Asimismo, antes de pisar Nueva York, la artista ya había participado en dos muestras colectivas expuestas en los Estados Unidos: en El Nuevo Arte Argentino, producida por el Walker Art Center de Minneapolis y el Di Tella, y en Buenos Aires 64, en el PepsiCola Hall, en Nueva York, curada por Hugo Parpagnoli.
Si en sus primeros happenings Minujín mostró la intención de darles un anclaje vernáculo en el idioma de los argentinos, la misma identificación idiomática daría a las obras originales de Nueva York, como el Minucode, esa videoinstalación performática en la que cursó invitaciones a la crema neoyorkina, filmó el encuentro y luego lo proyectó en pantallas (reeditado en el MoMA en 2021). O en Kidnappening, en el MoMA en 1973, cuando raptó a críticos de arte, convocados sin guión previo, y los trasladó cada uno a un lugar desconocido. El secuestro no se vinculaba por entonces a los sucesos represivos en Sudamérica sino a la modalidad de secuestro de pilotos en pleno vuelo, empleado en causas políticas en Oriente Medio. Un happening, razona Minujín, no debía tener guión previo, como en la performance, sino dar un marco posible al incidente sorpresivo; de ellos, está llena la vida.
Fuente: Diario La República.